viernes, 20 de marzo de 2009

Tachas un sábado a la tarde, por Plaza Pizzurno



Un fantasma recorre Buenos Aires. No es, claro está, el Fantasma de la Ópera –ni el fantasma del Ópera-, ni el fantasma al que los siempre bien recibidos interinos en La Capi hacen referencia a la hora de caracterizar un personaje extravagante: lo que en el barrio de Boedo llamamos el diferente, el distinto, el especial. Aquel que, además de jugar al ajedrez y tocar el piano, practica tenis, deporte burgués si los hay. El fantasma que recorre las calles del –federalistamente hablando- centro del país es el fantasma del tachismo.

Si en el presente año abundarán las tesinas sobre el msn y cómo este, a partir de apodos y subapodos, subjetiva al apodado-subapodado y construye comunidades de pertenencia aún más reales que lo presuntamente ilusorio de toda comunidad, en cinco años chorrearan las tesis sobre el tachismo. El tachismo, para horror de femonólogos, es la copulación –cuidadosa, digna de una planificación familiar de peor suerte- de los significantes taxista y fascismo. Es difícil, cuando una sociedad eligió en menos de diez años a personajes tan progresistas como De la Rúa y Macri, identificar al sector más reaccionario de la misma. Quizá, como encontrarle el corazón a la cebolla, es una tarea imposible. Sin embargo, basta quizá tomarse un taxi desde Barrio Norte a Lugano para –ante la envidia de kioskeros y periodistas- toparse con el que seguramente sea el sector más conservador de la ya de por sí suficientemente statuquoista sociedad porteña. Estamos hablando, qué duda cabe, de los nómades trabajadores taxistas.

De no haber sido porque lo hizo sin necesidad de enterarse de este desfavorable acontecimiento, el autista de Deleuze se hubiera pegado un tiro –o hubiera tomado una pastilla de cianuro- de haberse enterado que una profesión -¿u oficio?- que se encuentra en permanente movimiento –como si la principal de las enseñanzas trotskistas fuera una biblia para ella- conforma el bloque más sólido del ya amurallado reaccionarismo porteño. Citando al hermoso de Pauls –Alan, obvio, jamás Gastón, Nicolás o al ignoto cuarto hermano-, el conservadorismo, como el pasado, es un bloque. Una, como a un amigo que sabe que difícilmente vaya a modificar los ribetes más insoportables de su personalidad, lo toma o lo deja. Pero, sin atención a lo matices, siempre en bloque. Como una experra tituló una biografía sobre el líder de la organización a la que pertenecía, a todo o nada.

El tachismo, futuro objeto de investigación de an-metodológicos humanólogos, plantea varios interrogantes. ¿Por qué será que, estando la vaca atada, el ternero no se va? ¿Por qué es precisamente este sector de la sociedad el que logra sintetizar conservadurismos que exceden vastamente el habitáculo de las cuatro puertas negro-amarillentas? ¿Qué tiene que ver, en esta síntesis, los hecho carne hábitos tax-istas?

Cuando una se sube a un taxi, además de –respetuosamente- saludar con un debido buen día o buenas tardes al tachero –elemento militante del movimiento del tachismo-, lo primero que realiza, aún antes de dejarse engatusar por ese microclima extraño que construye todo taxi, es indicar el destino –es decir: el camino- que ese viaje, cuyo punto de partida es todo lo que conocemos, poseerá. Podrá objetarse, tan rápidamente como las compresiones –o sea: justificaciones- arendtianas del nazionalsocialismo de su maestro, que, además del punto de partida, una también conoce el punto de llegada, porque de hecho es una misma la que le indica el destino al taxista –no lo olvidemos: infiltrado del tachismo en un país de cuyas arcas pretende financiarse la construcción del EstadoNación de su secta-. Sin embargo, como seguramente se habrá notado, hay algo que media –medianamente bien- entre el inicio del viaje y su final, entre el punto de partida y su destino. Eso que medía, podría argüirse con el despiste propio de todo filósofo –algo habrá que reconocerle a Hanna Arendt o, como lo pronuncia la campestre Carrió, Anna Harendt-, es el mismo viaje, la misma experiencia extraordinaria –y por lo tanto no susceptible de hacer-tener experiencia- del viaje. Sin embargo, lo que está en el medio, no es el viaje. Reformulando: el viaje, inevitablemente, forma parte del entre entre un punto y otro, es la conexión que –cual regla de las que nos obligaban a usar en la primaria- se extiende entre un lugar y otro. Aún así, lo que está en el medio, lo que conforma la temeraria penetración del movimiento del tachismo en la sociedad porteña, forma parte del viaje pero no es el viaje, es la parte que continúa siendo parte a pesar de su pertenencia a un todo.

Cuando los jóvenes universitarios franceses, mancomunados –es decir: agarrados de la mano- con los no tan púberes obreros de misma nacionalidad, perpetraron el mayo francés –el más corto de los mayos, minimalistamente breve en comparación con el pornográficamente prolongado mayo italiano-, una de las preguntas que, a modo de microambiente tachero, decoraban las calles parisinas era si, para instaurar la dictadura de la imaginación y construir la patria socialista en la tierra de la libertad, la igualdad y la fraternidad, había que tomar los cuarteles –más bien primaverales- de las fuerzas armadas o, en su lugar, copar los medios de comunicación para -con las antenas recientemente socializadas- comunicarle al resto de la población que, desde ese instante, el país iba a ser gobernado por jóvenes que sabían de ambientes laborales lo que los obreros con los que man-comunaban conocían de Marcuse. La disyuntiva, tomar los medios, copar los regimientos, pareciera reactualizarse exactamente cuarenta años después ante la pregunta de si hace falta sacar un solo gendarme a la calle –alguno de los que no haya recibido un tiro en la nuca como agradecimiento de jóvenes morochos y con muy buena puntería por el tratamiento de aquellos para con estos- para orquestar –con una distribución de funciones un poco más coral que la centralidad que adquiere todo director de orquesta- un golpe de estado. El que, si se es afecto a los contextualismos, debería dejar de ser así llamado, ya que no consistiría en el clásico golpe de estado cívico-militar de los que tantos excelentes ejemplos son encontrables en la historia reciente de Latinoamérica. Si actualmente no hace falta sacar los idiotamente útiles tanques a la calle para perpetrar un golpe, y con la igualmente útil aunque nada idiota presencia de la dictadura del movilero basta, es un tanto absurdo –como planteó cierta izquierda que de tanto correrse por izquierda una de estas mañanas va a amanecer en Australia, pero sin embargo qué difícil es no profesarle afecto- plantear que la resistencia a un golpe mediático recorrería los corredores polacos de una variante posmodernamente zapatista de la tradicional lucha armada urbana tupamara. Aquel corredor, más que polaco, es un callejón sin salida, el pasadizo secreto sin desembocadura de quien no comprende que la ciudad ya no alberga ese tipo de prácticas.

Sin embargo, el tachismo, los taxistas que de tanto escuchar Radio 10 se vuelven más papistas que el papa y más fascistas que Feinmann -el que quema los libros, no el ñeri peronista que embarradamente los escribe-, tan móviles como el nomadismo o los grupos de tareas israelitas que recogen el pensamiento deleziano para acribillar palestinos, se mueve libre por la ciudad, con un condicionamiento –jamás determinación, válganos dios- mediático-comunicacional que, dada la concentración de medios y el mayor y mejor papel de estos en la reproducción de determinado sentido común político, aúna, para terror ya no de fenomenólogos sino de deterministas, los condicionamientos económicos y culturales. Ya es un lugar común –en un sentido negativo de la expresión, ya que ningún grupo puede reproducirse (ampliarse) sin lugares comunes- que es difícil la política por fuera de los medios: tal vez, es hora de sumar a aquel reconocimiento el encarnizamiento de que no por ser trabajador –nómade, para más- que recorre automovilísticamente –es decir: guerreramente- la ciudad se es menos burgués que el funcionario del Ministerio de Educación que se recoge un sábado por la tarde en la puerta del edificio de aquel, mientras la plaza de en frente esta atestada de tribus urbanas –la indianajonización de la sociedad- con vestimentas tan exóticas como sus peinados. Lo que un interino llamaría fantasmas. Un fantasma más que se suma al fantasma del tachismo que patrulla las calles porteñas.



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