jueves, 30 de julio de 2009

La parte maldita






La parte maldita


Ha sido dicho que el concepto de perro no ladra. Esto pareciera ser cierto toda vez que pretendamos aferrar lo que está siendo en una representación. La máquina explicadora, entonces, se revelará impotente cuando de capturar las intensidades se trate. La producción de lo real, sin embargo, bien puede ser motivada a partir de una específica puesta en escena; aquello que se nos muestra, podemos decir, no será otra cosa que la cifra de la normalización. La gripe porcina resultará, de esta manera, de la mercantilización -o si se prefiere, de la explotación- de su imagen-espectacular.


Nuestra experiencia urbana no es sin fantasma; es decir, que no hay un puro espacio al cuál remitir, separado de las modalidades en que éste se nos aparezca. Asimismo, reclamará cuerpos: toda experiencia de algo será, a su vez, experiencia de alguien. Pensar ésta, entonces, no será distinto de pensar la opacidad que constituye nuestros modos de ser-con-otros –o también, el nudo de intencionalidades vividas, la traducción.


Habitar la ciudad es arrastrar en torno nuestro significaciones. La producción industrial de imágenes de referencia, entonces, compondrá junto a aquellas un mundo vivido. En este magma se actualizará el capital en tanto investidura colectiva de deseo. Asimismo, en esta potencia de in-formación de la experiencia residirá la privatización securitaria.


Estas tecnologías de normalización en torno al común, por tanto, redundarán en una auténtica economía de la política. El gobierno de las mentalidades referirá a que cada cual sepa ser su propio vigilante. No habrá resquicio alguno por recubrir. El sueño de la razón –una sociedad transparente a sí misma-, será obsesivamente reanudado cada vez a partir de la autogestión del miedo. El cuidado de sí se nos revelará una biopolítica.



Foucault y el panóptico


Refiriendo a aquello que luego llamaría una gubernamentalidad, Michel Foucault nos habla de un dispositivo que reuniría la mirada médica y las formas arquitectónicas. A través del panóptico, entonces, se alcanzaría una mayor visibilidad de los cuerpos; esto redundaría en una vigilancia global e individualizante. El poder de mando se asociaría así a un saber; ambos se reclamarían. El espacio devendría en objeto de regimentación.


Mediante tecnologías de gobierno, por tanto, el espacio será organizado en torno a un específico régimen de verdad. El saber-poder, entonces, ocupará las ciudades; prescribirá ciertas maneras de ser-estar, ordenará, medicalizará. La higiene deberá llegar así a todas partes, remitirse a cada rincón oscuro. Lo que encuentra su morada en la sombra traducirá una amenaza. Deberá extirparse y con ello los saberes considerados menores, pobres –saberes niños-; se pretenderá, de esta manera, dilucidarlo todo.


Potencia de gobierno; economía de la política. Ante la mirada que todo lo trasluce, sólo restaría obedecer. He aquí la premisa que soportará una máquina en la que, pareciera ser, nadie está al mando. La más pura impersonalidad. “En el Panóptico, cada uno, según su puesto, está vigilado por todos lo demás, o al menos por alguno de ellos; se está en presencia de un aparato de desconfianza total y circulante porque carece de un punto absoluto”, nos dirá Foucault. Una máquina, entonces, que se quiere sin afuera.


La novedad, si es que hay alguna aquí, no reside en la disolución de un centro, sino en entender a éste como estando soportado en apoyos mutuos, recíprocos. Aquí la parte remite al todo como un fondo de silencio que, aunque inaprensible, persiste en su ser. Las insurrecciones contra la mirada, empero, son ardides que el antagonismo traza en torno al cuerpo normalizado; ante éstas, la máquina será actualizada siempre cada vez.



Máquina de máquinas


Afirma Giorgio Agamben que “la metrópolis es el dispositivo o grupo de dispositivos que reemplaza a la ciudad cuando el poder asume la forma de un gobierno de lo humano y de las cosas”. Retoma para esto dos modelos de ciudad: el de la lepra y el de la peste. El primero basado en la exclusión, en el poner fuera, buscando mantener así la ciudad pura. El segundo, ante la imposibilidad de expulsar el mal de la ciudad, recluirá en sus casas a los afectados; los vigilará, controlará, es decir, sabrá poner al cuidado.


No hay dispositivo sin proceso de subjetivación y des-subjetivación. “La metrópolis es también un espacio en el que un tremendo proceso de subjetivación tiene lugar”, se nos dirá. Los modelos referidos, asimismo, se conjugarán en la ciudad tardomoderna. Pensar la potencia gubernamental de la máquina mediática, entonces, requiere de reasumir el incesante reenvío a otros dispositivos. ¿Se puede pensar la gripe porcina sin hacer lo propio con el dominio instrumental, cuya expresión pone en acto la producción intensiva de alimentos? La palabra (plena) de orden de los especialistas, a su vez, debe poder ser suspendida; deberá desocultarse, para ello, el silenciado acontecimiento de una autoría sin nombre cuando de crear un virus de nuevo tipo se refiera. Pensar los modos en que habitamos nuestras ciudades reclama, además, la pregunta en torno a lo que un cuerpo puede. La ciudad se compone al encuentro de los cuerpos y dispositivos.


Emergiendo de un difuso entramado de tecnologías de gobierno, la máquina mediática se nos mostrará como un nodo privilegiado de la red. Momentos inseparables de una totalidad indivisa, aquí también, aquello que se recorta como figura, no excluye un fondo, el cuál nunca deja de estar por eso allí, al margen, pronto a ser reasumido cada vez en un específico ordenamiento. Asimismo, la estructura figura-fondo, según refiere Maurice Merleau-Ponty, sobreentiende la presencia originaria de un cuerpo propio para el cual esta emergencia acontezca. No habría espacio/tiempo para mí si yo no fuese cuerpo. Hacer experiencia del tiempo y el espacio, por tanto, es reanudarlo activamente, apropiárselo. Aquello que debe hacerse presente en la ciudad, diremos, es la experiencia vivida del rechazo a la normalización; la suspensión de la experiencia privada de mundo y del otro reclama de este modo la ingobernabilidad de los cuerpos.



El cuidado de sí


¿Cómo pensar, entonces, la gripe porcina por fuera de sus representaciones mediáticas? ¿Cómo no retenerlas en torno nuestro? ¿Es que acaso un real vivido nos exime de este compromiso con unas significaciones industrialmente producidas? ¿No presupone por el contrario unas significaciones que pareciera confirmar cada vez? ¿Cómo no pensar en la valorización de la imagen-espectacular de aquella? Y ¿cómo ésta, a su vez, se reanuda con la privatización securitaria, o si se quiere, el ordenamiento policial de los cuerpos?


Se nos dirá que hay muertes, que se trata de una pandemia. Pareciera entonces que el valor de la imagen-mercancía remite –por fin- a un real; arrastra en torno a sí –diremos- su referente. Transparente como la pura técnica de los especialistas que se apresuran en dar sus opiniones, allí emerge lo real. No hay forma de apariencia alguna que pueda distorsionarlo, no hay distancia. El puro medio del medio lo sostiene, luego nosotros lo habitamos. El valor de la imagen-pandemia encuentra su valor de uso: la pura coartada.


La novedad, sin embargo, no residirá aquí en que el (puro medio del) medio produzca industrialmente un real vivido como tal. No es aquello lo que se recorta como una figura de nuevo cuño sobre un fondo de tecnologías de gobierno. Nos dirá Robert Castel que estar protegido es, asimismo, estar amenazado; pretender dominar los riegos de la existencia redundaría, entonces, en vivir rodeado de sistemas de seguridad. El riesgo de fallar se nos mostraría, de esta forma, como su irreductible contraparte. Lo que hará falta siempre ya será más control. La radicalidad de esta –desmesurada- demanda, podemos decir, traducirá una significación nodal del capital: el dominio instrumental.


El cuidado de sí, diremos, compondrá un mecanismo de control con el cuerpo-capital, el cuerpo-recurso, el puro cálculo y su racionalización, la pura utilidad –y entonces ¿una pura servidumbre?-. Cualquier semejanza con el ordenamiento neoliberal que dispone una política-que-no-es-ideología, sino una pura técnica de gestión no será pura casualidad. En ella residirá la consumación de una gramática utilitaria; una economía de los cuerpos, una mentalidad dada al cálculo. Lo que habrá que rechazar será la pérdida de sí, el gasto improductivo. Habrá que cuidarse, sobre todo, obsesivamente, del otro; en él reside la amenaza. En el contacto, en el encuentro. El virus es invisible; habitará, se recluirá, en todas partes y en ninguna. Reducir los rincones oscuros, las sombras, resultará, de esta manera, imprescindible. Tomar parte en el control, clasificar, ser impersonal. Ser cada cual su propio vigilante –y el vigilante un amigo-, a la vez que se persiste en vigilar al otro y, llegado el caso –de ello dependerá nuestra salud-, se lo denunciará –la imposibilidad de trazar un límite entre lo que es propio de la cosa y lo que ponemos en ella, revelará aquí una dimensión ética irreductible-. Recluirse, higienizarse, resguardarse. Exigir -y adquirir- más seguridad. Controlar el espacio de lo público, dejarlo todo en manos de los expertos. Proteger, por fin, la propiedad.



***


La mutación en las tecnologías de gobierno se nos muestra como un pasaje en acto. A la política sanitaria de Estado, el (puro medio del) medio no tardó en efectuar un socava-miento acorde a lo escenificado en días del conflicto llamado del campo. Potencia de gobierno desplegada. Si el difuso entramado de mecanismos de gobierno se reclama como momentos de una totalidad indivisa, en la cual, como en la estructura figura-fondo, unos se nos muestran, otros permanecen al margen, ésta no será reductible al puro mando; la productividad de la máquina mediática, entonces, algo nos dice respecto de las transformaciones operadas en la gubernamentalidad. Alcanzar el punto de ingobernabilidad sigue siendo la tarea que viene. La pérdida de sí deviene sabotaje.



Lo que se escapa a la servidumbre, la vida, se juega, es decir,

se sitúa en las oportunidades que se encuentran.


El aprendiz de brujo.

Georges Bataille.


lunes, 27 de julio de 2009

La ciudad bella






estar ahí permanecer

como yuyo lo indeseado

que crece en los jardines

más cuidados tener

la irreverencia de ser

donde no nos interpelan


la destrucción de la huerta es el síntoma

de un gobierno que piensa la ciudad como su jardín.

cuando arrasa

las hojas irregulares, las plantas enmarañadas, los frutos que crecen

azarosos,

amputa el desorden.

concilia su sueño de baldosas grises.


esas no tiñen los pies ni los embarran. son pulcras. e indistinguen todo andar y todo

espacio.

borran los rastros de la albahaca y la menta.

las veredas planas del olvido.


como los frutos, los cuerpos que andan azarosos deben extirparse de la ciudad.

nada puede crecer

en las calles.

ni un zapallo, ni una idea, ni una amistad.

la calle no es un frutal.


la cadencia geométrica de las baldosas marca el ritmo de lo predecible.

preserva el desplazamiento rectilíneo.

minimiza la exposición –abismal- de quienes deben circular.

amortigua el peso de lo común, extiende el espacio privado.


ordenar es aplacar el riesgo de lo que acontece.

el encuentro con un cuerpo doliente,

hambriento, desabrigado, fulgura un segundo de incomodidad

en la conciencia de lxs buenxs ciudadanxs.


la visibilidad de la pobreza en el espacio urbano desquicia el paradigma

de la ciudad espectacular, hecha para el goce visual.


la ciudad bella no se habita, se transita.

es museo, lo que se atraviesa y no se toca.

las baldosas no se huellan, no hay trayectorias.


el encuentro con el otro, con el pobre, agrieta ese ser-todo-ojos. reclama

un cuerpo e incita la experiencia. la eficacia

del discurso massmediático de la inseguridad está en garantizar que eso que aflora sea

únicamente miedo.


el miedo es el dispositivo

que reasegura el paso ordenado por la ciudad.

es el mínimo de experiencia

que inmuniza contra la experiencia.



Es un buen tipo mi viejo: de urnas, camionetas y carreteras, patrones, patronos y padrones.





¿Cuál es la diferencia entre un padre -perteneciente a la buzzística-golpista Federación Agraria, pero en algún sentido de modo relativamente independiente de ello- que le dice –le ordena, deícticamente le indica- a su hija –hasta entonces virgen electoral, himen delegativo intacto- a quién debe votar en las pasadas jornadas del 28-j y un gran especulador travestido –respeto y perdón a las compañeras travestas- de pequeñoproductor afirmando -nada monárquica y muy votouniversalobligatoriomente- que lo que había que hacer era subir a los peones de las estancias –no el libro de Jorgito sino esos antros de renta inmobiliaria especulativa disfrazados de fábricas agroindustriales- en las camionetas –en las cajas, obvio: nunca delante- y llevarlos hacia las mesas electorales, no sin previamente indicarles –ahí, exactamente ahí- a quién debían votar? Vivimos en una ciudad, en un país devenido en gran territorio traicioneramente cobista, que hace poco menos de un mes votó a sus nuevos re-pre-sentantes legislativos nacionales y que ha decidido, ya no sólo municipal sino también provincial y nacionalmente, volver a los ’90 en un acto de borrón y cuenta nueva, como prácticamente cualquier elección, pero no, dado que la eterna vuelta de lo mismo o el retorno de lo reprimido no son más –ni menos- que bellas mitologías griegas o sobrevisitados lugares comunes de la obra freudiana, bajo los mismos personajes: como en determinada representación de Esperando a Godot de Beckett, los personajes de la obra pueden ser los mismos pero los actores que los encarnan nunca lo son, motivo por el cual los primeros nunca son los mismos, sino que siempre se modifican –se desvisten y revisten- entre cambio de cuadro y cuadro, entre paso de década y época. La vieja cuestión de las fenomenológicas y por lo tanto nada instrumentales relaciones entre forma y contenido, que, determinado contenido, ya implicado bajo cierta forma a la vez que cohabitante con ella, dicho de otra forma-contenido, ya no es el mismo, es decir: cambió tanto en su contenido-forma como en su forma-contenido. A resumidas cuentas, que no se puede decir lo mismo de dos formas distintas: por más que lo dicho –lo dicotómicamente entendido como el contenido- sea presuntamente familiar en cada una de sus manifestaciones, en cada una de ellas, en tanto manifestación particular, estará siendo siempre algo irrepetible, distinto y no intercambiable con los dichos que, al parecer, se le parecen en el contenido aunque no así en la forma. El desafío de pensar la historia en incómodos términos de ruptura y diferencia y no ya en los estructuralistamente holgazanes modos de repetición y continuidad: los es más de lo mismo, son todos lo mismo, más que la incontaminada postura crítica de un militante de izquierda –un joven de 18 años del PO que acaba de leer el Manifiesto Comunista y se convirtió al marxismo por tal bella lectura- desconfiado de todo y de todos salvo de las propias fuerzas, remite a la comodidad de pensar lo que está y no lo que desapareció, lo que sigue siendo y no lo que ha dejado de ser. No hace falta que -cual mito de las cavernas- regrese un interino caudillo patilludo para que la sociedad argentina, en una reacción que anacrónicamente vuelve contemporáneos los setentistas trabajos sobre la acrítica recepción de los públicos de los consumos simbólicos, demuestre su inconsciente voluntad de volver a los modos y ethos de una década que, sólo siete años atrás –y es sólo y no ya siete años atrás-, al frío más que calor de las justicialistas jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001 que adherentes a la Mesa de Desenlace agrícolamediática siguen imaginando como argentinos a los mazazos, dijo padecer y demonizó, o efectivamente padeció y no sólo por eso demonizó. Ya no es Menem -bajo la forma distinta y no parecida de un objeto macrista o invento denarvaeziano- volvé que te perdonamos, te perdonamos luego del doloroso duelo, el nada fácil olvido y la muy difícil reconciliación con el mundo, sino volvé que no te perdonamos, porque no procesamos, olvidamos ni nos reconciliamos con lo que alguna vez enemistamos, pero aún así, muy esquizofrénicamente, volvé. ¿Volvé porque volvimos, porque la sociedad argentina volvió a ser –no tan, basta de adjetivos que connoten continuistas comparaciones en lugar de discontinuas memorias- no la misma pero sí parecida a lo hipócrita –el mítico doble discurso maquiavélico- que fue no sólo en los ’90 sino también, bajo punto de vista alguno de la misma manera, en épocas recientes de la historia cercana argentina? ¿Por qué Carta Abierta, un grupo que habita la ciudad no sólo en el enciclopedismo monádico de las bibliotecas sino también en el antaño espacio público de las plazas, a la hora de escribir sobre las memorias presentes en un presente indefectiblemente plagado de memorias, hace eje sólo en las memorias pro-gres de la ciudad y los movimientos populares y no también en los recuerdos conservadores y reacciones Pro que también habitan la ciudad, que toman tachistas taxis y deícticamente le indican a su hija qué re-pre-sentantes deben votar so pena de vedarle el ingreso a su morada y suspenderle el aprovisionamiento de panes que diariamente reproduce no sólo su alimentación física sino también ideológica? Como nos enseñara Melanie –y no hablamos del nombre de guerra de una mujer en situación de prostitución (puta) de los que pueden leerse en caso de prestarse a la vana tarea de pretender realizar una llamada telefónica desde los hace dieciséis años privados pero no por eso eficientes teléfonos ya no públicos, sino de Klein, Melanie Klein- una función de alimentación que, encabalgadamente, encabalga una relación afectiva: la cual, viceversamente, se encabalga en la primera.


Tenemos presente a Bataille y aquello de un padre que, típica situación pequebú, escena familiar propia de un entorno clasemediero, luego de propinarle la consensuada mensualidad a su primogénito, alarmándolo de los gastos innecesarios, inculcándole las protestantes virtudes del ahorro, advirtiéndole las inconveniencias de un gasto que se aparte de los volitivos marcos de lo productivo y funcional, le dice en qué debe gastar el dinero, cómo, cuándo. Recordamos a Borges y su entrevista de junio del ’73 en el diario mexicano Excelsior donde, ante las antianarquistas elecciones de marzo de mismo año luego de dieciocho años de proscripción del por entonces mayoritario fenómeno político del país, respondió que su madre le había dicho –indicado, deíctico mediante- a quién votar, dejándole un sobre con la boleta a su interior que debía depositar en la urna: como no podía ser de otra manera, viniendo del Cortázar argentino –quien, de alguna manera, es el Borges suizo-, aquel voto fue, no a la huestes radicales como posteriormente afirmó que debería haber votado para contribuir con su bloque de piedra al dique de contención del peronismo, sino al progresismo de Nueva Fuerza de Alsogaray. Es curioso que sean las memorias de ese tipo de padres, votantes y candidatos los que se encuentren presentes –es decir: memoriados, recordados a pesar de su aceptada impresentabilidad- en los dichos de un padre monárquico y un pequeñoproductor estéticamente oli-garca que habitan la ciudad, ya no sólo bajo la forma de aviones despegando de helipuertos cedidos a los amigos a pesar de la presencia de aves revoloteando, sino también bajo el modo de camionetas que se representan cruzando las carreteras para llevar a peones considerados hijos –similarmente sub-yugados- a votar en mesas electorales asentadas en ciudades donde los comercios, paranoicos por virus de los que extraen beneficios comerciales más que por las inminentes expropiaciones del gobierno montonero, roban infinitamente más que los pibeschorros para los que solicitan gatillofácil y encarcelamiento sin juicio previo. Ya lo dijeron, en la insoportablemente visitada década del ’70, Pedro y Pablo: Yo vivo en una ciudad.