A lo largo del texto se establecen dos identidades definidas por un “Nosotras” – mujeres a quienes se les prohíbe no tener un cuerpo o poseer un punto de vista o un prejuicio en cualquier discusión. Y un “Ellos” – científicos y filósofos masculinistas, aquellos que se posicionan en la “objetividad”.
La autora pone en cuestión la relación naturalizada entre las prácticas de conocimiento que se denominan así mismas como objetivas, y la masculinidad. En ellas lo femenino tomaría el lugar de lo subjetivo, lo interesado, aquello que no puede borrar su subjetividad en el proceso de conocimiento. En este planteo sostiene “se nos prohíbe no tener un cuerpo o poseer un punto de vista o un prejuicio en cualquier discusión”. No tener un cuerpo aquí es estar en un no-cuerpo habilitante de juicios objetivos. La lectura de la autora sobre el campo académico describe ese no-cuerpo objetivo, lugar de partida del conocimiento objetivo, como el cuerpo masculino. La subjetividad masculinista, occidental, en el centro de la escena, se dice así misma como fuente de objetividad y borra las huellas de su particularidad. A esto Haraway opone el “nosotras”, mujeres portadoras como lugar, cuerpo, que se reconoce como tal, que no niega su posición para afirmar algo sobre el mundo, para realizar prácticas de conocimiento, sino que reivindica tal posición a partir de la cual se funda un “objetivismo feminista”.
La disputa por la objetividad es la disputa por el lugar en el que se producen verdades. El poder de poner los limites, establecer cuales son las pautas y bajo que modalidades se producen enunciados verdaderos en determinado campo académico. Haraway produce un quiebre con esa disputa y de tal quiebre se desliga su particularidad teórico-política. Haciendo genealogía de la verdad –porque llamarlo “genealogía de la ciencia” sería estar parado en el siglo XIX– podríamos afirmar que los procesos de modificación de los modos en los que los enunciados se inscribían en determinados ordenes discursivos y circulaban “en la verdad”, es la historia de los modos en los que se ha disputado ese topos de verdad. Haraway produce un quiebre, decíamos, al describir los modos en los que tal lugar es disputado y al introducir el “objetivismo feminista” como disruptivo respecto de tal disputa. Su posicionamiento teórico no viene a plantear un nuevo objetivismo que modifique el orden de fuerzas respecto del objetivismo masculinista, sino que viene a trastocar los modos en los que aquello que se dice como verdad u objetivo es constituido.
El diagnóstico del cual parte Haraway lo podemos leer a partir de conceptos foucaultianos como “valor de verdad” en la siguiente cita: “lo que tiene la etiqueta de conocimiento es controlado por los filósofos que codifican la ley del canon cognitivo”. Sin embargo aquello a lo que Haraway otorga voluntad –“los filósofos”, “los científicos masculinistas”, etc.- no puede ser considerado en esos términos bajo la noción de discurso de Michel Foucault. No hay en sus conceptualizaciones sujetos que actúen bajo voluntad de sí mismos sino sujetos en el discurso. Tal caracterización de un nosotros y un otros parecería estar cayendo en nociones de sujeto que mantienen la idea de un sujeto de la voluntad y deja por momentos afuera la idea de un sujeto atravesado por regimenes de disciplinamiento. Sin embargo, esto que resalta en este punto del texto se modifica hacia el segundo apartado del capitulo: el lugar desde el que se realizan las prácticas es siempre un lugar particular, y la ilusión objetivista del no-lugar (utilizamos aquí no-lugar no como concepto sino como negación de lugar, simplemente) es denunciada para pasar a pensar la objetividad como el reconocimiento del lugar propio a partir del cual se configura un conocimiento situado.
Y es que este movimiento de definición sobre qué tipo de subjetividad está trabajando Haraway es lo central del texto. Su búsqueda de un objetivismo feminista es claramente una apuesta política que supone la negación que ella misma explicita: negación de un objetivismo que llama de la masculinidad, asociado a la idea de ciencia como instrumento neutral de conocimiento del mundo; y por otro lado, negación del relativismo como otro modo de totalización. Esto implica la necesariedad de trascender el “mostrar la contingencia histórica radical y los modos de construcción para todo.” Frente a lo cual su proyecto epistemológico (es decir teórico, es decir político) radica en “lograr simultáneamente una versión de la contingencia histórica radical para todas las afirmaciones del conocimiento y los sujetos conocedores, una práctica crítica capaz de reconocer nuestras propias ‘tecnologías semióticas’ para lograr significados y un compromiso con sentido que consiga versiones fidedignas de un mundo ‘real’, que pueda ser parcialmente compartido y que sea favorable a los proyectos globales de libertad finita, de abundancia material adecuada, de modesto significado en el sufrimiento y de la felicidad limitada”. La preocupación de Haraway es claramente por un modo de conocimiento que logre al mismo tiempo constituirse en proyecto político, crítico incluso de si mismo, produzca conocimientos situados y niegue la posibilidad de conocimientos objetivos universales y eternos. No es menor la tarea.
¿De qué manera pretende la autora lograr semejante empresa?
Partir de una posición reconocida como tal resulta fundamental en la construcción de un conocimiento situado. Tal conocimiento debe reconocer sus “posiciones de sujeto”, debe poder dar cuenta de ellas, reconocerse en ellas, asumirlas como propias o no y a partir de ese lugar particular generar conocimiento.
Los sujetos productores de conocimiento tienen en su posición no un punto neutral del cual partir sino ya una prótesis. El lenguaje y el cuerpo son las dos matrices posibles de reflexionar sobre la cuestión, ambas prótesis, ambas construidas semióticamente.
De esta forma, sostiene Haraway, “la objetividad dejará de referirse a la falsa visión que promete trascendencia de todos los límites y responsabilidades, para dedicarse a una encarnación particular y especifica. (…) solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva.”
Se le puede plantear a la autora un cuestionamiento en torno al uso del concepto de “objetividad” y al de “racionalidad”, al que niega como algo posible en algunos pasajes y luego utiliza como concepto, como si no lograra despegarse de la “racionalidad” como un modo de conocimiento del mundo. Su modo de salvar esto se centra principalmente en la idea de conocimiento situado, es decir que el objetivismo feminista o la racionalidad feminista se diferencian de la que se postula como verdad al no pretender conocimientos trascendentales sino conocimientos parciales. De todas formas mantiene el apego con los términos, seria interesante que hubiera trabajado nuevas conceptualizaciones en torno a estos dos grandes significantes. Es llamativo como la búsqueda de otro modo de conocimiento que reconozca las posiciones de sujeto desde las que se enuncia siga manteniendo el uso de esos significantes. ¿Por qué el feminismo modifica de tal modo elobjetivismo que lo torna un nuevo concepto, que escaparía a la idea de verdad eterna? ¿Por qué no inventar un nuevo concepto?
Otra de las cuestiones que parecen no terminar de cerrar en el texto son las relativas al lugar desde el que hay que posicionarse para producir conocimiento. Es importante su aporte en el sentido de sostener la necesidad de reconocerse en un lugar desde el que se mira, sin embargo, al privilegiar el punto de vista de los subyugados parece estar suponiendo, por un lado: una concepción de poder que puede situarse en un lugar y ejercerse sobre otros que serian en este caso los subyugados; y por otro: que de acuerdo con esa concepción del poder existen sujetos que son subyugantes, es decir, que realizan efectivamente el poder, como voluntades operadoras de este.
Haraway produce la aclaración sobre los puntos de vistas de los “subyugados” para salvar el romantisimo de la frase: no son ni inocentes –los puntos de vista- ni son producto directo de su condición de “subyugados”. Pero sigue suponiendo que hay algo que se puede asir como “subyugado”, con lo que la idea de microfísica del poder de Foucault no puede estar de acuerdo. En este sentido, a pesar de la aclaración y el pedido de cuidado en torno a esta idea para no caer en romanticismos, sostiene que tales posiciones “prometen versiones transformadoras más adecuadas, sustentadas y objetivas del mundo.” Lo que supondría una especie de esencia derivada de la condición de subyugación que determina visiones más “objetivas del mundo”.
Es evidente que el no abandono del concepto “objetividad” no es casual. Su preocupación epistemológica está puesta en todo momento sobre la producción de conocimiento objetivo, aunque sea un objetivo otro. Lo que parece ver como riesgo la autora es el “relativismo”: “manera de no estar en ningún sitio mientras se pretende igualmente estar en todas partes”. Lo que se podría plantear aquí es si la crítica al objetivismo masculino y al relativismo debe suponer una salida hacia otro tipo de objetivismo, y si aquello que se denomina objetivismo feminista es efectivamente un modo de saliste del objetivismo y salvaguardarse del relativismo.
Traído desde Práctica discursiva.
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