jueves, 21 de julio de 2011

El barrio que quería ser cosmos (hasta que se topó con el cinturón gendarme)

 




Érase un barrio creciendo entre otros barrios de la ciudad de Buenos Aires. Favorecido por su ubicación geográfica y la convivencia fraternal, sincera y leal de sus vecinos, el barrio fue desarrollándose a lo alto y a lo ancho como un verdadero territorio vivo. Su olvidadiza memoria nos cuenta que allí vivió quien fuera el primer líder peronista de la historia. Amado por algunos, odiado por muchos, su sobrino nos relata que, a diferencia de lo que los detractores del bárbaro caudillo pretendían, el barrio de Palermo no era foco social inmundo alguno, sino todo lo contrario.

Las primeras noticias que se tuvieron sobre la mutación in extenso del territorio, aquellas que sólo los verdaderos palermitanos nos saben narrar, refieren a la apropiación de ciertos modos de vida particulares de sus oriundos habitantes. Modos particulares de caminar –meneando las caderas y estirando el cogote-, de vestir –saco de lana abotonado y boina francesa a la cabeza-, de decir –¿todo ok?, muy cool, divino, nah, =) -. Con ellas, los palermitanos fueron ganándose una identidad claramente definida a fuerza de hacerse un cuerpo de barrio, muy distinto a lo que entendían era un cuerpo de barro –qué grassa man-. Así, como alguna vez lo fuera la calle Florida, poco a poco Palermo fue convirtiéndose en un estado de ánimo: despreocupado, desinhibido, excéntrico, gozoso. 

Sin embargo, al igual que la cocina de autor que puede degustarse en sus modernas cantinas, una única identidad no dejaba de tener gusto a poco. Tal fue el motivo por el que Palermo comenzó a diferenciarse de sí mismo trazando delimitaciones dentro de su propio territorio. Primero fue Palermo Viejo y Palermo Chico. Luego Las Cañitas, Palermo Hollywood y Palermo Soho.  A ellas le siguieron Palermo Vivo, en referencia a la zona de mayores espacios verdes de la ciudad, y Palermo Boulevard, delimitado apenas por el enfrentamiento en paralelo de dos veredas  separadas –como no podría ser de otra manera- por una única arteria: la avenida Juan B. Justo. Pero el estilo de vida palermitano comprendía inseparablemente en un mismo todo a su propia extensión. Lejos de debilitarse con su subdivisión, poniendo en funcionamiento la operación dialéctica de la unidad en la diferencia, el barrio de Palermo fue haciéndose más y más fuerte. Y a crecer ingobernablemente.

Tal como alguna vez dijera Sartorio en ocasión del levantamiento español contra los romanos –Roma no está en Roma, ella está por entera donde yo estoy-, o Máximo en el levantamiento boedense contra los caballitenses –Boedo queda donde estemos nosotros-, los palermitanos, llevando el barrio a cuestas, comenzaron a extender sus fronteras más allá de sus nada estrechos límites oficiales –recordemos que Palermo era de por sí el más grande de los noventa y nueve barrios porteños restantes-. Los vecinos de los barrios lindantes lo veían aproximarse, primero con cierta emoción y ansiedad por pertenecer ellos también a la vanguardia palermitana. Pero luego comenzaron las preocupaciones por lo que imaginaban una suerte de invasión barrial. Los más viejos fueron los primeros en alarmarse y anunciar nostálgicos los trastornos que la palermización de sus modos de vida podía ocasionarles. La mudez de los comentarios futboleros en el café de la esquina. El desencuentro de los fortuitos encuentros a medio camino de la panadería. La ausencia de la venta ambulante de medias y bombachas. El repliegue del chancleteo de la doña los domingos por la mañana. La dilución de los Maruca te amo firma Yo con aerosol sobre el paredón. La desbandada de los pibes en banda referenciados por el pasaje que los resguarda. 

El primero en sucumbir fue Chacarita, re-bautizado post violación de sus confines con el nombre de Chacalermo –o, como algunos le llamaban haciendo alusión a sus hábitos sepulcrales: Palermo Death. Luego llegó el turno de Villa Crespo, refundado como Palermo Queens, nombre tanto más grato al intento concentracionario de nominarlo Palermo Auschwitz. Pero el avance no cesaría allí. A medida que Palermo crecía iba ganando, proporcionalmente, mayor unidad y potencia. Se trataba de una verdadera máquina bárbara de desterritorialización porteña por sobrecodificación palermitana. 

El monstruo inclemente extendió sus tentáculos hacia el Oeste y capturó las tierras de lo que él mismo llamó Palermo Ico, Palermo Flowers y Palermo Mu. Encrespados por el avasallamiento sin miramientos, los vecinos de este último, antiguamente conocido como Mataderos, se auto-convocaron una noche en asamblea vecinal en el Parque Avellaneda para planear de manera mancomunada la resistencia contra el avance palermitano. Mientras tanto, sus niños –quienes habían quedado durmiendo en casa- fueron gustosamente convertidos al barrio invasor a cambio de juguetes de diseño y golosinas de autor. 

Palermo continuó luego creciendo en dirección norte, donde no sería respetuoso siquiera del cruce de la General Paz y pasaría impune a ocupar las tierras del conurbano. Viéndolo venir de manera irrefrenable, los vecinos de Vicente López –quienes aseguraban tener su propio estado de ánimo- se congregaron espantados frente a la intendencia y reclamaron a las autoridades vecinales una inmediata respuesta. La policía que custodiaba el edificio permitió que una comitiva de tres delegados subiera a entrevistarse con el Intendente. En su despacho, éste los aguardaba tembloroso y cabizbajo. Sin emitir palabra, entregó a los vecinos un sobre lacrado en un cuyo remitente se leía Barrio de Palermo, Ciudad de Buenos Aires, República Argentina, Continente Americano, Planeta Tierra, Cosmos –en alusión no tanto a la puntillosa localización como a los propósitos despiadados de crecimiento planificado. Fue también enviado con copia oculta al Gobernador de la Provincia y a la Presidenta de la Nación, balbuceó el secretario personal del jefe de Estado local.

Y finalmente llegó el turno del sur de la ciudad, donde el crepitante barrio se anexionó los territorios que él mismo daría en llamar Palermo Telmo, Palermo Roca y Palermo Mouth. Según figuraba en sus planes, desde los umbrales del segundo de ellos Palermo proyectaba lanzarse por vía ferroviaria a la conquista del desierto. Y así lo hubiera hecho de no haber sido por la intromisión en su camino del cinturón gendarme. Una cincha verde oliva se imponía a la intrepidez de su extensión y le impedía continuar su excelso crecimiento. Especialistas en la custodia de fronteras, los obedientes efectivos desplegados en fila india cumplían órdenes de no dejar que nada ni nadie cruce hacia un lado o el otro de los términos por ellos mismos trazados. Así como alguna vez lo hicieran con las líneas de los ferrocarriles –líneas de intrusión del afuera en el adentro-, los gendarmes demarcaban, de manera clara y precisa como la letra de la ley, lo propio de lo impropio, lo digno de lo indigno. 

En una primera instancia, los palermitanos se sintieron violentados ante la irreverencia de un cuerpo ajeno y contrario a su libertad de crecimiento. ¿Quiénes se creían aquellos para ordenarles hasta dónde debían crecer? Luego comprendieron. Empecinados por el alcance de la novísima forma impuesta por la moda, habían olvidado haber sido ellos mismos quienes mandaron a hacerse a medida aquel cinto tan à l´avant-garde en las pasarelas más destacadas de la estética securitaria. Garantía de pureza, mantenía a raya debajo de su cintura los movimientos espásticos de los anómalos del desierto. Los beduinos. Los  outsiders. Lejos de figurarse un corazón latente, el cuerpo-Palermo conformaba una cabeza ataviada con un pickelhaube y un torso cubierto por un sobretodo ornamentado con insignias en mangas y charreteras. Largo hasta las rodillas, el atuendo había sido especialmente confeccionado para ocultar la desnudez de las piernas. Así, mientras Palermo se regocijaba de su forma conquistada, debajo del cinturón gendarme los anómalos se movían al ritmo vertiginoso de la falta absoluta de vergüenza. Desnudos bailaban, corrían, saltaban, se alborotaban, vivían.



Nota: Sesenta y siete años antes de aparecido este escrito, el mismo será plagiado por aquel cuyos padres darán en llamar Macedonio Fernández. Bien digo será plagiado puesto que, como el mismo Macedonio dirá en otro de sus debidamente elogiados textos –y aquí sí lo cito por el solo motivo de que no podría tolerar ser acusado dos veces seguidas de plagiador de un mismo autor-, por aquello de que en alta metafísica el tiempo no tiene pasado ni futuro, no es el segundo inventor sino el primero quien comete el plagio. Por otra parte, si fuera obligación de escritor citar cada escrito por él utilizado para la confección del suyo propio, éste texto, tanto como cualquier otro, no sería más que una larguísima serie de citas de escritos ajenos, y así hasta llegar a la palabra primigenia: mamá. Larguísima serie de escritos escritos así como más larga aún de escritos orales, puesto que no todo escrito se escribe, también hay los que se dicen, así como –conformando la amplia mayoría dentro del universo de los escritos- los que no sin esfuerzo con suerte se piensan: escritos humildes y desinteresados que no exigen cita de autoría.

Asimismo, otra de las razones por las cuales no cabe duda de ser este escrito el plagiado y no el plagiador, es el hecho harto evidente de que resulta mucho más verosímil la existencia de un barrio con ínfulas cósmicas que la de un zapallo con idénticas pretensiones. Un barrio es el espacio compuesto por relaciones de cercanía, sean estas geográficas, tectónicas, temporales, a-históricas o afectivas. Espacio cuya trama se teje de a pie y cuya jerga conforma lenguaje oficial. El cosmos, por su parte, tal como alguna vez dijo, dirá y dice en simultáneo en este y a cada instante el encerrado, es el espacio infinito y eterno que todo lo contiene o, si se quiere, que todo lo es. Siendo infinito, no admite lejanía alguna en tanto toda distancia es milimétrica en relación a su infinitud. Y, aunque así lo fuera, por más alejado que un astro o domicilio de amigo se encuentre, se dispone siempre de toda una eternidad para llegar donde se quiera ir. 

Tales proposiciones nos permiten deducir que el cosmos es el barrio por antonomasia, barrio-rey o barrio de todos los barrios. Palermo, mientras crecía y se obstinaba en devenir cosmos, había olvidado ésta realidad fundamental. Y mientras sus vecinos se organizaban en mesas locales preocupados por la inseguridad, los vecinos anómalos de los noventa y nueve barrios cósmicos restantes ya lo habían hecho en mesas sosías preocupados por el aumento inusitado de los índices de obediencia en territorio palermitano.