sábado, 17 de diciembre de 2011

19/20 en todas partes y en ninguna






introducción a la vida no autista
  
  0. Es difícil hacerse una imagen de lo que se aparece fugaz, intermitente. La apariencia multitudinaria de 2001 no escapa a esto. En esta búsqueda de un signo que lo diga todo, imagen en suspenso de lo que no se puede asir, ¿por qué deseo somos hablados? Desprender 2001 como si se tratase de una imagen sin espesor, a eso estamos habituados: ¿qué órdenes implícitos aparecen así?

  1. Llevo en mis oídos la más maravillosa música, podría decir todo aquél que haya transitado esa odisea del espacio que 2001 resume. El andamiaje estatal, la forma-Estado se tironeaba por todas partes. La fuga ya no era el hurtarse de algunos díscolos que se pensaban a distancia del Estado. Antes que a 5Ø1 kilómetros del palacio, la calle armaba su rostro de insurrección generalizada.

  2. 2001 hizo saltar por los aires la (poca) imaginación estatal, encontró que era preciso hacerse de imágenes de un pensamiento que no sirviese a nadie. Hizo sabotaje a los tiempos que corren, y en esa interrupción supo divertirse. Fue aquél nuestro corto verano de la autonomía, mas las brasas ardientes aún persisten, imágenes mudas incrustadas en nosotras, siempre ahí, en el mismo alboroto. Hoy 2001 es embestido por una máquina febril de embutir fiambres.

  3. 2001 destituyó la tristeza de gobierno, instituyó alegremente su comuna delirante. La máquina de embutir fiambres quisiera engullírselo enterito, mas 2001 es excesivo, indigesta. Ofuscada, se apresta a inventar trampas infalibles para capturar su ingobernable presencia. 2001, su promiscua ebriedad, nos ha alterado. Incluso la forma-Estado se ha imaginado una apariencia a su medida.

  4. 2001 es intermitente. Si su experiencia de la vaguedad ha tenido lugar en el mientras tanto de su duración, es cierto que no ha sabido perforar la planicie anónima del equivaler generalizado. Durar, no ha durado, se apresuran a decir los que suponen que todo pensamiento trabaja para alguien.  

  5. Los arcanos de 2001 se desarman al ser aplanados por los flujos veloces. El espacio saturado por la circulación de mercancías-vedettes es inhabitable. La movilización generalizada es un ritual que repone unos órdenes: la calle de las ciudades autistas nos priva del encuentro, es amenaza que dispone lo común.




de la amenaza generalizada

  6. Este sistema que el trabajo organiza es el sitio en que encontramos lugar. Esta evidencia sensible en que nos inquietamos apuntala modos de vida, unos modos localizados en que las relaciones se organizan. Decimos pobreza de mundo no para remitirnos hacia su afuera, como si de una amenaza generalizada se tratase, amenaza que se cierne sobre todos aquellos que resultan perdedores en este juego de las sillas, juego que expone al abismo de lo inhumano, si es cierto que la medida de lo humano es el trabajo. Es sabido, humano es aquello que es ensamblado como tal: una existencia limitada a la utilidad. Hay que desactivar las emociones de desorden, ponerlas en caja. Si es cierto que el gobierno toma a su cargo lo viviente, ¿cómo se organizan los afectos?, ¿qué pasiones se arman?, ¿de quién es siervo este deseo amarrado?

  7. El sistema de relaciones individuantes se despliega por sus fronteras, en los límites todo se pasea, rompiendo la costra de las habladurías. Hay que atender a las categorías que son expulsadas del orden –vueltas inhumanas presencias, espectros de lo que amenaza, criaturas inquietantes-, puesto que en este poner en banda, servir en bandeja, se encuentra implícito un orden sensible que conjura el exceso de la potencia, de las singularidades que se divierten en lo oscurito, más allá del orden paranoico de la mirada. En los márgenes reside un cúmulo de energías potenciales que el capital sabe su reserva, siendo así que está pronto a enlazarlo, valorizarlo. La metrópolis es esta máquina de captura, como así dispositivo de gobierno de la excedencia.

  8. Esa imagen desprendida de un fondo monta un control de la apariencia. La exposición de un rostro se transforma en valor. Es en la planicie de las imágenes, el campo de la percepción, que se libra la contienda espectacular. Así, lo que vemos habitualmente nos gobierna, trasuntando un orden sensible. En el estado de excepción generalizado, en el abandono de la ley -pura forma que no prescribe nada, que sirve en bandeja-, resta experimentar, sustraerse.

  9. ¿Qué es desocupar lo humano? Allí donde se armen cuerpos humanos, allí se organiza el valor, domina la utilidad, todo tiene un orden, está amarrado a su función. El valor se torna así la medida de todas las cosas –y se trata de una relación entre cosas-, lo que no entra en caja es expulsado, eliminado. Es la ley del valor la violencia que emerge cuando la forma-Estado se desprende de su ropaje bienestarista. La ciudadanía deviene así economía, gobierno de los cuerpos. Toda existencia que no encuentra valor está allí para ser eliminada.


miércoles, 10 de agosto de 2011

Estaba entre dos títulos, pero preferí elegir ninguno






Sobre Fito Paez en “La mitad”, artículo catalogado como Contratapa, en la última hoja del diario, al final, la conclusión que Página 12 (la del medio) le permitió a un extraño, un outsider de la política. Une otre muy llamativo para toda una Opinión. 

Y podríamos no saber a qué mitad alude el título, tal vez a una mitad ontológica, así empezaríamos con una falta, y nos faltaría bastante, tanto como otra mitad. La primer mitad no es sin la otra[1].

Una mitad, implica que van a haber dos partes, salvo que nos vengan con que es una mitad y dos cuartos, es otra vez el maniqueísta, reduccionista binomio: nene / nena, malo / buena, azul / rosa, mitad / mitad (?).

Difícil enojarse con La Mitad. Más complicado aún es asquearse con una ciudad, más imposible si la comprendemos como calles, edificios, cloacas, baldosas; más viable es “enfrentarse”[2] ante las construcciones imaginarias que la atraviesan, ante ese ser barrio, ante una manera de ser que según Fito parece dar vergüenza mostrarla, a la que a veces se le va el misterio, y se muestra tal cual es, como si finalmente fuera de alguna manera.

Pero al ser no le queda más que aparentar. El lenguaje que nos atraviesa, cual piel, sirve también para mostrarnos, y tiene mucho de misterio, ya que sólo así se nos presenta el ser. El asunto está en creer que se descubre a esta mitad, la necesidad de señalarles “la falta” (¿la Otra mitad?), de avisarles que se les cayó la careta, difamarlos, que se les fue el misterio, y que detrás de la cortina de humo Fito sostiene que se puede no ser, peor, que se puede querer no ser, y esta apariencia que inventa, le repugna.  Nos late la pregunta de quién es / quiénes son esxs todxs, cada mitad.

Fito, asume que en las últimas elecciones porteñas lo que se festeja son pequeñas conveniencias[3] ¡Como si tener el bolsillo lleno no fuera una gran conveniencia! Puede que tras años de opulencia, el autor (por derecho, y de derecho) se haya olvidado de lo importante que es tener resuelto “el tema del bolsillo”.

Si nos lo permiten, inventaríamos fantasmas más amigables, para no sentirnos acosadxs por tontos que no saben lo que quieren (aun sea para todxs imposible acercarnos de lleno a nuestro deseo), que son estafados (ninguna mitad queda fuera del “engaño”, ante la metáfora que es el lenguaje), como si no supieran a quiénes votan (como si votar fuera un acto de alta incidencia política, como si se pudiera acceder, llegar, a la persona con más visibilidad de esta burocratizada configuración verticalista).

Que careta es juzgar que unxs Otrxs quieran seguridad, que busquen repetir sus experiencias gratas, cuando esto es parte de las finalidades compartidas por todxs, en esto podríamos encontrarnos todas las mitades. Si llegáramos a considerar a esta mitad no tan falta como la describe, y que le asquea, este estereotipo que supo comprar, pero no devolver, estaría la opción de al menos intentar correr el plano de la discusión, a superar ciertas comodidades a fin de dar lugar a nuevos espacios y no cerrar lxs de les otres. Superar este mito fantasma de la mitad (más unx (?)), condensado en haber votado a  meneM por segunda vez.

Nunca se pone en cuestionamiento que el plano que se discute es el de la popularidad, ya sabríamos de antemano quien va a ganar: la/el más popular. Así, esto sería mensurable mediante encuestas, y esto es lo que proponemos superar, discutir, destruir, y que lo político pueda ocurrir por otros cauces, que la/el Otrx no sea una amenaza falta de cordura, permitir contemplarnos en las diferencias que nos acercan.

La existencia de esta mitad incompleta, inacabada (ambas lo están) se muestra mediante un discurso “más errático”, confuso, misterioso que el de la otra mitad. Entonces esta representación da idea de una mitad confusa (misteriosa), poco clara, lógica de la cual el narrador Fito se excluye, y se muestra desde otra mitad (seguro que buena). Se presenta la idea de que la política de la mitad “mala” habita en los lugares de encuentro pasajeros / pasatistas, como el taxi y el café.

El café, un espacio con posibilidad de horizontalidad, popular, no puede ser donde ocurre la política para Fito, tal vez le deje el espacio exclusivamente a las encuestas y elecciones.  El café fue espacio de discusión literaria, del necesario debate entre pares, básico para un ejercicio pleno de lo político; mientras que el taxi no lo fue tanto, ya que suele ser un viaje corto, mediado por el dinero, soporta una escucha radial, y es mucho más moderno, tanto como porteño.

Aparece de manera mucho más tangible un enemigo: ese taxista, que claro, es el que va a esos café, y le molesta el asunto de los derechos humanos (porque tal vez este enemigo ni siquiera es humano, está por fuera de estos “derechos”)[4].

En el medio de la exposición hace referencia (contradictoria) a un espacio político más extraño aún: el “tuiteo”, que uno lee pero que “no le interesan a nadie” (?).

Al final del artículo lo misterioso, lo oscuro, ¿el humo? es celeste, y las oraciones ya carecen de comas, sube el ritmo, la temperatura, y nos muestran que nadie más revisó el artículo[5].

Las palabras nos llevan por las calles, y la ciudad empieza a ser también la calle, en cuanto sea atravesada por este cuerpo que (se) envuelve de misterio. A pesar de todas estas palabras, Fito nos dice que ya no quiere “eufemismos”[6].

Por último, según Paez,  la gran masa de votantes lleva una máscara de incógnitas siniestras, habla sobre fuerzas ocultas (?) del país,  que representan lo peor, el dolor, la ignorancia, la hipocresía, de ideas para pocos (¿sólo las de una mitad?), de gente egoísta que se piensa mejor que el resto, entonces superior a la otra mitad, que puede posicionarse sobre el/la Otrx y avisarle cuando asquea. Suena mucho a lo que Fito termina haciendo con su artículo, ya no sabemos de que lado estaría.




Sobre Alejandro Rozitchner en “Ganó la rebeldía de los que quieren un mundo real”, artículo catalogado como Opinión y “Fito, no entiendo”, artículo catalogado como Especial para lanacion.com.

Es imposible que votar sea un acto de rebeldía, con él no nos sublevamos ante nada. El voto acepta las condiciones previas que lo sostienen, no posibilita el cuestionamiento del discurso que lo habilita, el voto es un acto de confirmación a un sometimiento. Peor millones de personas tolerando la perversa lejanía de la ironía representada en aquellos papeles con otros nombres, papeles que fueron embestidos de validez mientras unx haya dejado antes un nombre y un número de documento “propios”, para recién así “poder” “elegir” entre esos otros pocos nombres que sí van a contar (y con tanta celosía).

El resto de los nombres no (los) cuentan, no son ¿Pero quiénes les eligen? ¿Quiénes les legitiman? ¿Quiénes les nombran? ¿Acaso no se nos toca en lo más íntimo de nuestro ser cuando pronuncian nuestro/s nombre/s?

El orden de lo Real es inaccesible, y rebelarse ante esto lo sería también ante lo que instituye la palabra, a lo inacabado de esta, lo que nos permite no más que sentir que nos comprendemos y comunicacmos

El mundo no puede ser salvo que real, y si es la tierra, que ésta existe, no le queda más que ser real.

Más comprometedor sería asumir que hay un solo mundo real, el mundo como configuración de verdades, muchas, colectivas, complejas, que conviven entre sí, coexisten, pero si un sector se subleva porque quiere que el mundo real sea uno, podemos asumir que va a ser el suyo, el de nadie más. Sería una imposición absolutista y negadora, y el proyecto se escapa a un par de votos.

La reelección sería “elegir a los de siempre”[7], la figura de outsider político se le va agotando a Macri, al Pro, al macrismo (si existe tal cosa), y también van siendo “los de siempre”. Ninguno de los postulantes son renovación, desde sus puestos políticos gubernamentales no pueden salvo que ser reelegidos.

Si existiera “la gente normal”, no podríamos ignorar que hay normas de cómo ser y que moldean  nuestra perspectiva del ser humano, pero si sólo esto nos configurara, si sólo esto fuéramos, seríamos seres unívocos que sólo intercambiamos paquetes de información vacíos, y sólo diríamos código, y esa gente inexistente sería la que ganó las elecciones según Rozitchner.

Hay un principio muy complejo (no por lo difícil, sino por su conformación) en la democracia, que tendría que ver con la construcción colectiva, y suponer un bien común (que pobre, sería asumir sólo uno (?)) a esta comunidad, y con esto hay poco de querer ganarle al otro, menos de creer que no pueda valerse de sí mismo para saciar sus necesidades más básicas, irrisorio que deba delegar sus decisiones más determinantes. Necesitamos de lxs unxs y lxs otrxs, y por esto no vamos a anularnos, degollarnos para ser les portadores de la unica verdad, del mundo real: si (te) gané, entonces alguien (se) perdió.

Si ganó la gente inexistente, normal, de las encuestas, de lxs entrevistadxs a los gritos con preguntas que dan por sentada la respuesta, perdió el ser humano atravesado por el inconsciente, por el lenguaje: las personas con las que hablás.

Más grave resulta aún sostener que ese robot no humano, normalizado, no es entendido en la política[8] ¡Pobre! ¿Para qué participar de algo en lo que no me van a entender? Ah, quizás quisiste decir que “no es entendido”, que “no entiende de”, y mirá, no te creas, la política que viene a mediar el poder que genera necesariamente desigualdad puede que ni exista en estos no seres, estos autómatas, ya que son la Norma media ¿No someten al otro porque son tan normales que se equilibran? ¿Por lo tanto en las elecciones también se juega qué tipo de humano “gobierna”? ¿Quiénes somos (más) humanos?

La gente que no es normal, bien podría ser anormal, ¿Quedaría por fuera de la lógica de los electos? ¿Por fuera de la política?

Negar que todo es atravesado por lo político y que todo puede ser tratado en términos políticos, es de una perversión escalofriante, una demostración de un claro interés por sostener cualquier relación de desigualdad inclinada al status quo del capitalismo de turno[9].

Nefasto sostener que es ingenuo que el mismo Estado que escribe, aprueba, desaprueba, reprime por, y que mata mediante ni cumpla la Ley[10] (que no termina en el papelito escrito que nos mantiene lejos del estado natural), no vele por ésta. En el artículo citado, la política es en lo estatal, si algunos no políticos ganaron, es porque votaron por alguno que va a estar sentado en alguna silla con algún título, alguna jerarquía en el Estado, este ser no político elige a otro tampoco político para que esté en la política...  es perverso pensar que no se va a cumplir la ley en minúscula, porque la mayúscula supera la parte escrita del Estado, y bien que necesita de esta, esa es la parte ingenua, pensar que el Estado no va a cumplir la Ley, cuando la es.

Para la lógica Pro, ya no hay enemigo porque lo está negando, ya que no eligió a/la misme que yo, hincha para el otro equipo. Negarlo es la estrategia primera y más económica. Lo existencial no viene a negar al otro[11], cuestión necesaria para la consciencia de unx mismx. Lo que explica Rozitchner no es una postura existencial, es un aislarse de los cuerpos fragilizados, desarticulizados, menospreciados, marginalizados. El Pro parece haber estado cansándose de huir, ahora querrían perseguir (marcar las casas habitadas por alguna otredad), el pro puso play (?), avanzó, mutó: no hay que quejarse del otro, hay que dejarlo de lado, excluirlo, o ni siquiera existe, ni cuenta, sólo les nuestres son bienvenides.

De esta liquidación, negación del/de la otre como par, del cual ya no temer (antes debíamos temernos como iguales, ante el mercado libre, el modelo noeliberalista, en  los que todxs somos competencia, salvo que anulemos a algunxs como humanxs, que los ignoremos, que los excluyamos del mercado, de la sociedad no podemos estar seguros), viene el no confrontarse: la postura es positiva, como un nuevo movimiento new age, y el mantra es “somos todes iguales”, vayamos para adelante, ¡Mirá! Y el vecino ve, sólo mira, ya no participa; vio obras, y encima no se terminaron, ¿Qué nos detuvo? Perdón ¿Qué les detuvo?

Rozitchner trabaja con el Pro, es contratado para dar charlas, para escribir algunos artículos, el mismo se enorgullecía de haberles hecho leer Nietzsche, como si fuera una hazaña, mostrándose inteligente, nombrando al mostacho más lindo de los cuestionadores de la razón, tratando de culturizar a esa masa inerte que lidera autómatas, que le son menos que él, que sí puede explicarles, para eso le contrataron. Además alejándose de una falsa intelectualidad, se enfrenta al campo intelectual que Clarín señala como K (¿de capital?), mostrando su propia intelectualidad como legítima, lo dicen las facturas emitidas al Pro[12].

“Ni Mauricio ni Pro esconden una maquinación, como cree el prejuicio, ni una especulación secreta, son ganas de vivir, de más, de pasarla bien y de estar juntos. Todos, cada uno con los que más quiera.”

De nuevo negando el inconsciente. Cuando la especulación a voz baja es la base del negocio financiero, nadie iría gritando sus próximos movimientos en el mercado para generar un asalto a su mercado. La política, no se trata de pasarla bien, y más que estar juntos, se trata de convivir, de comunidad, de reconocernos en las diferencias.

Vivir no pasa por las ganas, menos por simplemente pasarla bien: estar juntos es inevitable, nos necesitamos. La problemática política no viene por ahí, en el 2001 estuvimos con más ganas de vivir y pasarla bien que nunca.


Notas:

[1] Nótese que aún nos excluimos de ambas mitades ontológicas, y por aún, aclaremos que por siempre. También vale aclarar que no comprendemos que haya un orden, sólo se hace referencia a la primera por el orden de aparición en el texto aludido, el de Fito.
[2] Estar frente, encontradxs lo estamos todxs aquellxs que su raciocinio le permita comprenderse envuelto por lo simbólico y otrxs.
[3] “...la mitad de sus habitantes vuelve a celebrar su fiesta de pequeñas conveniencias.”
[4] Aquí la mitad de los porteños prefiere seguir intentando resolver el mundo desde las mesas de los bares, los taxis, (...) sentirse molesto ante cualquier idea ligada a los derechos humanos, casi como si se hablara de “lo que no se puede nombrar” o pasar el día tuiteando estupideces que no le interesan a nadie.
[5] “Siento que el cuerpo celeste de la ciudad se retuerce en arcadas al ver a toda esta jauría de ineptos “
[6] La Nación nos muestra un Fito contundente: “No quiero eufemismos”.
[7] “Ganaron los que no quieren regalarle la política a los de siempre”
[8] “Ganó la gente normal, los no entendidos en política”
[9] “La exageración política, es decir, creer que todo es política y todo debe ser tratado en términos políticos, es más una patología que una postura ideológica.”
[10] “Ganó la gente normal (…) los ingenuos que creen que la política tiene que cumplir con la ley y dar servicio a los ciudadanos”
[11] “Es una posición vital capaz de superar la pelea constante, la desgastante creencia en un enemigo omnipresente que se interpone en el camino del crecimiento. Es una postura existencial que puede hacerse cargo de sus propias limitaciones y trabajar así para superarlas. Sin culpar, sin victimizarse, sin pelearse con todos ni creer que es mejor aislarse porque el otro siempre te quiere arruinar.”
[12] La verdad pudo más que los inventos; el entusiasmo, más que la falsa inteligencia; los proyectos, más que el resentimiento neurótico y la obsesión con el pasado, con un pasado que se altera para hacer caber en un planteo infantil.


jueves, 21 de julio de 2011

El barrio que quería ser cosmos (hasta que se topó con el cinturón gendarme)

 




Érase un barrio creciendo entre otros barrios de la ciudad de Buenos Aires. Favorecido por su ubicación geográfica y la convivencia fraternal, sincera y leal de sus vecinos, el barrio fue desarrollándose a lo alto y a lo ancho como un verdadero territorio vivo. Su olvidadiza memoria nos cuenta que allí vivió quien fuera el primer líder peronista de la historia. Amado por algunos, odiado por muchos, su sobrino nos relata que, a diferencia de lo que los detractores del bárbaro caudillo pretendían, el barrio de Palermo no era foco social inmundo alguno, sino todo lo contrario.

Las primeras noticias que se tuvieron sobre la mutación in extenso del territorio, aquellas que sólo los verdaderos palermitanos nos saben narrar, refieren a la apropiación de ciertos modos de vida particulares de sus oriundos habitantes. Modos particulares de caminar –meneando las caderas y estirando el cogote-, de vestir –saco de lana abotonado y boina francesa a la cabeza-, de decir –¿todo ok?, muy cool, divino, nah, =) -. Con ellas, los palermitanos fueron ganándose una identidad claramente definida a fuerza de hacerse un cuerpo de barrio, muy distinto a lo que entendían era un cuerpo de barro –qué grassa man-. Así, como alguna vez lo fuera la calle Florida, poco a poco Palermo fue convirtiéndose en un estado de ánimo: despreocupado, desinhibido, excéntrico, gozoso. 

Sin embargo, al igual que la cocina de autor que puede degustarse en sus modernas cantinas, una única identidad no dejaba de tener gusto a poco. Tal fue el motivo por el que Palermo comenzó a diferenciarse de sí mismo trazando delimitaciones dentro de su propio territorio. Primero fue Palermo Viejo y Palermo Chico. Luego Las Cañitas, Palermo Hollywood y Palermo Soho.  A ellas le siguieron Palermo Vivo, en referencia a la zona de mayores espacios verdes de la ciudad, y Palermo Boulevard, delimitado apenas por el enfrentamiento en paralelo de dos veredas  separadas –como no podría ser de otra manera- por una única arteria: la avenida Juan B. Justo. Pero el estilo de vida palermitano comprendía inseparablemente en un mismo todo a su propia extensión. Lejos de debilitarse con su subdivisión, poniendo en funcionamiento la operación dialéctica de la unidad en la diferencia, el barrio de Palermo fue haciéndose más y más fuerte. Y a crecer ingobernablemente.

Tal como alguna vez dijera Sartorio en ocasión del levantamiento español contra los romanos –Roma no está en Roma, ella está por entera donde yo estoy-, o Máximo en el levantamiento boedense contra los caballitenses –Boedo queda donde estemos nosotros-, los palermitanos, llevando el barrio a cuestas, comenzaron a extender sus fronteras más allá de sus nada estrechos límites oficiales –recordemos que Palermo era de por sí el más grande de los noventa y nueve barrios porteños restantes-. Los vecinos de los barrios lindantes lo veían aproximarse, primero con cierta emoción y ansiedad por pertenecer ellos también a la vanguardia palermitana. Pero luego comenzaron las preocupaciones por lo que imaginaban una suerte de invasión barrial. Los más viejos fueron los primeros en alarmarse y anunciar nostálgicos los trastornos que la palermización de sus modos de vida podía ocasionarles. La mudez de los comentarios futboleros en el café de la esquina. El desencuentro de los fortuitos encuentros a medio camino de la panadería. La ausencia de la venta ambulante de medias y bombachas. El repliegue del chancleteo de la doña los domingos por la mañana. La dilución de los Maruca te amo firma Yo con aerosol sobre el paredón. La desbandada de los pibes en banda referenciados por el pasaje que los resguarda. 

El primero en sucumbir fue Chacarita, re-bautizado post violación de sus confines con el nombre de Chacalermo –o, como algunos le llamaban haciendo alusión a sus hábitos sepulcrales: Palermo Death. Luego llegó el turno de Villa Crespo, refundado como Palermo Queens, nombre tanto más grato al intento concentracionario de nominarlo Palermo Auschwitz. Pero el avance no cesaría allí. A medida que Palermo crecía iba ganando, proporcionalmente, mayor unidad y potencia. Se trataba de una verdadera máquina bárbara de desterritorialización porteña por sobrecodificación palermitana. 

El monstruo inclemente extendió sus tentáculos hacia el Oeste y capturó las tierras de lo que él mismo llamó Palermo Ico, Palermo Flowers y Palermo Mu. Encrespados por el avasallamiento sin miramientos, los vecinos de este último, antiguamente conocido como Mataderos, se auto-convocaron una noche en asamblea vecinal en el Parque Avellaneda para planear de manera mancomunada la resistencia contra el avance palermitano. Mientras tanto, sus niños –quienes habían quedado durmiendo en casa- fueron gustosamente convertidos al barrio invasor a cambio de juguetes de diseño y golosinas de autor. 

Palermo continuó luego creciendo en dirección norte, donde no sería respetuoso siquiera del cruce de la General Paz y pasaría impune a ocupar las tierras del conurbano. Viéndolo venir de manera irrefrenable, los vecinos de Vicente López –quienes aseguraban tener su propio estado de ánimo- se congregaron espantados frente a la intendencia y reclamaron a las autoridades vecinales una inmediata respuesta. La policía que custodiaba el edificio permitió que una comitiva de tres delegados subiera a entrevistarse con el Intendente. En su despacho, éste los aguardaba tembloroso y cabizbajo. Sin emitir palabra, entregó a los vecinos un sobre lacrado en un cuyo remitente se leía Barrio de Palermo, Ciudad de Buenos Aires, República Argentina, Continente Americano, Planeta Tierra, Cosmos –en alusión no tanto a la puntillosa localización como a los propósitos despiadados de crecimiento planificado. Fue también enviado con copia oculta al Gobernador de la Provincia y a la Presidenta de la Nación, balbuceó el secretario personal del jefe de Estado local.

Y finalmente llegó el turno del sur de la ciudad, donde el crepitante barrio se anexionó los territorios que él mismo daría en llamar Palermo Telmo, Palermo Roca y Palermo Mouth. Según figuraba en sus planes, desde los umbrales del segundo de ellos Palermo proyectaba lanzarse por vía ferroviaria a la conquista del desierto. Y así lo hubiera hecho de no haber sido por la intromisión en su camino del cinturón gendarme. Una cincha verde oliva se imponía a la intrepidez de su extensión y le impedía continuar su excelso crecimiento. Especialistas en la custodia de fronteras, los obedientes efectivos desplegados en fila india cumplían órdenes de no dejar que nada ni nadie cruce hacia un lado o el otro de los términos por ellos mismos trazados. Así como alguna vez lo hicieran con las líneas de los ferrocarriles –líneas de intrusión del afuera en el adentro-, los gendarmes demarcaban, de manera clara y precisa como la letra de la ley, lo propio de lo impropio, lo digno de lo indigno. 

En una primera instancia, los palermitanos se sintieron violentados ante la irreverencia de un cuerpo ajeno y contrario a su libertad de crecimiento. ¿Quiénes se creían aquellos para ordenarles hasta dónde debían crecer? Luego comprendieron. Empecinados por el alcance de la novísima forma impuesta por la moda, habían olvidado haber sido ellos mismos quienes mandaron a hacerse a medida aquel cinto tan à l´avant-garde en las pasarelas más destacadas de la estética securitaria. Garantía de pureza, mantenía a raya debajo de su cintura los movimientos espásticos de los anómalos del desierto. Los beduinos. Los  outsiders. Lejos de figurarse un corazón latente, el cuerpo-Palermo conformaba una cabeza ataviada con un pickelhaube y un torso cubierto por un sobretodo ornamentado con insignias en mangas y charreteras. Largo hasta las rodillas, el atuendo había sido especialmente confeccionado para ocultar la desnudez de las piernas. Así, mientras Palermo se regocijaba de su forma conquistada, debajo del cinturón gendarme los anómalos se movían al ritmo vertiginoso de la falta absoluta de vergüenza. Desnudos bailaban, corrían, saltaban, se alborotaban, vivían.



Nota: Sesenta y siete años antes de aparecido este escrito, el mismo será plagiado por aquel cuyos padres darán en llamar Macedonio Fernández. Bien digo será plagiado puesto que, como el mismo Macedonio dirá en otro de sus debidamente elogiados textos –y aquí sí lo cito por el solo motivo de que no podría tolerar ser acusado dos veces seguidas de plagiador de un mismo autor-, por aquello de que en alta metafísica el tiempo no tiene pasado ni futuro, no es el segundo inventor sino el primero quien comete el plagio. Por otra parte, si fuera obligación de escritor citar cada escrito por él utilizado para la confección del suyo propio, éste texto, tanto como cualquier otro, no sería más que una larguísima serie de citas de escritos ajenos, y así hasta llegar a la palabra primigenia: mamá. Larguísima serie de escritos escritos así como más larga aún de escritos orales, puesto que no todo escrito se escribe, también hay los que se dicen, así como –conformando la amplia mayoría dentro del universo de los escritos- los que no sin esfuerzo con suerte se piensan: escritos humildes y desinteresados que no exigen cita de autoría.

Asimismo, otra de las razones por las cuales no cabe duda de ser este escrito el plagiado y no el plagiador, es el hecho harto evidente de que resulta mucho más verosímil la existencia de un barrio con ínfulas cósmicas que la de un zapallo con idénticas pretensiones. Un barrio es el espacio compuesto por relaciones de cercanía, sean estas geográficas, tectónicas, temporales, a-históricas o afectivas. Espacio cuya trama se teje de a pie y cuya jerga conforma lenguaje oficial. El cosmos, por su parte, tal como alguna vez dijo, dirá y dice en simultáneo en este y a cada instante el encerrado, es el espacio infinito y eterno que todo lo contiene o, si se quiere, que todo lo es. Siendo infinito, no admite lejanía alguna en tanto toda distancia es milimétrica en relación a su infinitud. Y, aunque así lo fuera, por más alejado que un astro o domicilio de amigo se encuentre, se dispone siempre de toda una eternidad para llegar donde se quiera ir. 

Tales proposiciones nos permiten deducir que el cosmos es el barrio por antonomasia, barrio-rey o barrio de todos los barrios. Palermo, mientras crecía y se obstinaba en devenir cosmos, había olvidado ésta realidad fundamental. Y mientras sus vecinos se organizaban en mesas locales preocupados por la inseguridad, los vecinos anómalos de los noventa y nueve barrios cósmicos restantes ya lo habían hecho en mesas sosías preocupados por el aumento inusitado de los índices de obediencia en territorio palermitano.


lunes, 27 de junio de 2011

ciudad, muerte, memoria




Caminar flotante


No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.


Se entiende por qué leer la historia en la ciudad requiere un tránsito atento –como el callcenter emplazado en el centro de la Capital (a su vez centro del periférico país) al que en 2007 se realizaran manifestaciones por sus prácticas flexibilizadoras: como no dejar parte del cuerpo del bien amado sin besar, requeriría cierto metodismo refractario a cualquier espíritu anticartesiano. Sin embargo, sin negar los teléfonos rojos ante el padre del racionalismo y uno de sus hijos pródigos –hermano de Carlos y Federico-, quisiéramos proponer todo lo contrario: tomar la ciudad como texto es hospitalario a su escucha flotante psicoanalítica. No se trata de una competencia metodológica por la mejor epistemología metropolitana: es conocida la reflexión benjaminiana según la cual conocer una ciudad es perderse en ella. Y, en tanto que (re)conocida, repetida (in)cansablemente por quienes hacen de los cliches de su pensamiento los lugares en los que encontrarse y por ende nada conocer. Es sabida también la afirmación camusiana según la que saber una ciudad es conocer cómo se vive, trabaja y muere en ella. Podría intentarse articular el psicoanálisis ya no con la lingüística o el marxismo sino con el urbanismo no tomado como policía de la polis sino como conocimiento no privatizable en disciplina alguna. Si la ciudad permite leer la historia, es un discurso. Si es un discurso, como orgásmicamente se descubrió en los althusserianos sixties, estaría sujeta -libremente sujetada- a ser leída lingüística y -a partir de los estructuralistas sesentas- psicoanalíticamente. Si esto fuera así, su escucha flotante, una escucha aparentemente distraída pero atenta a lo que pueda emerger en una dis-tracción, sería una posible forma de conocerla. ¿Cuál es el inconsciente de la ciudad? ¿Qué es lo que su consciencia reprimió por resultarle intolerable y -por esta misma re-presión- vuelve a la expresión no sólo como mítico retorno de lo re-p(e)rimido sino también como la risa en el funeral o la mosca en la nariz a la hora del discurso, en el momento más inoportuno? ¿Qué tiene para decirnos el inconsciente de la ciudad en torno a sus lugares de memoria? El inconsciente es un niño rebelde, malcriado: emerge cuando debe callar, se disipa cuando podría manifestarse. ¿Qué tiene que ver el inconsciente de la ciudad en torno a sus sitios de memoria que pocos recuerdan y en los que casi nadie recuerda? ¿Y en relación con aquellos otros lugares no oficializados como tal en los que sin embargo suceden actos de memoria? La presencia, de la memoria, por la ausencia, de su oficialización. No se está hablando sólo de los boomerangs, de las contrapartidas, de la museificación en torno a la potencia de la memoria, ni a la indudable preferencia –se omitirá hablar en términos evolucionistas de avances, mejoras, progresos- de las políticas de la memoria por sobre su ausencia o flagrante negación. Intentar -sobre todo intentar- pensar los muertos -siempre se está manipulando cadáveres, y de un modo antropofágicamente alevoso con estas temáticas- en el placard o bajo la alfombra no es un cheque en blanco a desatender el con-texto y las relaciones de fuerza-poder en las que las temáticas espinosas se desarrollan. Así, ¿pueden pensarse como anamnéticos actos fallidos de la ciudad sus oficiales lugares de la memoria donde el recuerdo no tiene lugar y todo lo que pasa son pies y autos que no se de-tienen ante su estatuto? ¿Qué tiene que ver el caminar flotante de la ciudad con la detención -que tan mala prensa goza en las metrópolis donde todo debe círcular y nada piquetear­se (los ojos, los autos, los transeúntes, los estudiantes en la facultad por pasillos y aulas)- imprescindible a la admiración de un sitio de memoria? ¿Cómo des-contemplar, las políticas de la memoria, reivindicación de la memoria presente por presencia en políticas oficiales, que no vivimos tiempos de contemplación sino de sobreexposición? Las dificultades que enfrentan los museos y las escuelas y toda institución disciplinaria que no haya hecho el duelo del paso a otra sociedad, también la enfrentan las políticas de la memoria. ¿Cuál es el (no)juego que estrategias de visibilización por invisibilización le harían a gramáticas negacionistas?




Caminar errante


No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.


La ciudad moderna se configura como un modo territorial de gestión de la fuerza de trabajo. El capitalismo industrial necesita que los trabajadores y las trabajadoras se nucleen en torno a las fuentes de empleo y se aglomeren lo suficiente como para minimizar los gastos de reproducción de sus fuerzas. La ciudad es un lugar de organización de la producción, que tiene a la movilidad como uno de sus valores centrales: circulación de las mercancías y de las materias primas, circulación de los obreros y de la policía. Sin embargo, este modelo abre también el espacio para prácticas que fugan de ese orden. Las grandes avenidas construidas para garantizar las circulaciones más codificadas habilitan, a su vez, nuevas formas de andar. 

Entre esas formas díscolas de estar en la ciudad, Walter Benjamín sitúa la figura del flaneur, el urbanita que transita las calles sin rumbo, para quien la calle es como su casa, que “está como en su casa entre fachadas igual que el burgués es en sus cuatro paredes” (Benjamín, Walter, Ensayos Tomo II, Editora Nacional, Madrid, 2002, p. 37). La flanerie sólo fue posible luego de las reformas que consumaron la “modernización” de París entre 1853 y 1869. La apertura de una red de bulevares fue una medida que facilitaría el desplazamiento de las tropas e impediría la formación de barricadas, que agilizaría el traslado de los trabajadores y de la producción, y posibilitaría un sistema de recolección de residuos capaz de prevenir la propagación de enfermedades. Se trata de una geografía urbana diseñada para evitar las revueltas sociales y mejorar la eficacia de la producción, haciendo posible un desplazamiento de las clases bajas a las periferias y afianzando la posesión del centro urbano por parte de la burguesía. Pero las calles amplias, ampliaron también las prácticas de los/as habitantes. “Antes de Haussmann eran raras las aceras anchas para los ciudadanos y las estrechas ofrecían poca protección de los vehículos. Difícilmente hubiese podido el callejeo desarrollar toda su importancia sin los pasajes” (Benjamin, Walter, Idem). Lo otro a la producción, el andar improductivo, crece entre las baldosas de la nueva París.    

Podría plantearse que la de ir a la deriva fue tan solo una experiencia posible para quienes vivieron la emergencia de la metrópolis moderna y del capitalismo de consumo en ella. Sostener que sólo aquellos que tuvieron inscripta su experiencia en un espacio diferente pueden vivir la ciudad con un ritmo alternativo al que ella impone. La ciudad posmoderna, que no dio a sus moradores oportunidad de vivir en otro medio, sería, entonces, un escenario sin novedades, poblada por seres sin ningún saber o experiencia capaz de contradecir ese hábitat, inhibida su capacidad de sorprenderse o de perderse por las calles. Pero también podemos suponer que lo que hay en aquel deambular es menos un contraste de experiencias (de andar por las callejuelas de París a atravesar sus bulevares, de la inmensidad del campo a la intensidad de la ciudad y así) que la apertura de una sensibilidad que no está pre-dicha en el orden espacial que se habita. 

El flaneur va por las calles sin destino, no produce ni consume. No sale de su lugar de trabajo ni se dirige a él, no sale a comprar ni a vender. Si se pasea por el mercado no es como consumidor, sino, más bien, como mercancía. No es una reminiscencia de la urbe premoderna, es una figura hecha posible por la ciudad capitalista. Sale menos para contemplar las ofertas del mercado, la beldad de los objetos que se ofrecen, que para exponerse a los ojos de la multitud. “La ebriedad a la que se entrega el flaneur es la de la mercancía arrebatada por la rugiente corriente de los compradores” (Benjamín, Walter, Idem, Pag. 57). El régimen de la mercancía no le es externo sino que en él se realiza con una justeza que enquista ese propio régimen: es la pura circulación, sin consumo.
     
El flaneur no es ajeno al entramado urbano por el que transita, nace en él y sólo es posible en su seno. Por eso, sin perder de vista su pertenencia a un momento histórico determinado, podemos pensarlo como una línea de lectura para detectar los modos de andar la ciudad que desandan los automatismos de los que el orden se vale. Hay un elemento que marca una cierta continuidad entre la experiencia que describe Benjamin y nuestro escenario actual que es el carácter securitario del ordenamiento que el flaneur a la vez habita y subvierte. El trazado de vías de circulación es una medida propia de las sociedades de control, que no opera directamente sobre los cuerpos -como lo hace la disciplina- sino sobre el medio en que estos se desenvuelven. La flaneire señala la insuficiencia de un modelo de control, que es el imperante en nuestras ciudades posmodernas, donde el orden se sustenta en el transitar desafectado de las personas, que entumece los sentidos e inmuniza los cuerpos ante todo posible encuentro con el otro, con el paisaje, con los recodos de las calles, las veredas. 

En este contexto, lejos de buscar prácticas puras de negación del orden de la ciudad, podemos abocarnos a situar pequeños desvíos, deambulares fortuitos, que se encabalgan a los transitares prefijados por la arquitectura urbana. Puede que no haga falta haber salido sin destino. Puede que la deriva sea inherente a habitar un espacio, lo que decide que una vaya por una calle y no por otra al lugar (bien puntual y preciso, nada poético) al que se dirige es la forma en que se compone con la ciudad. El cuerpo cansado, despierto, alegre se combina en una maquina de andar con las veredas, los árboles, los tiempos de los semáforos, los otros cuerpos. Y esto no quiere decir que toda persona que salga a la calle se pierda en ella, pero sí que no está ajena a perderse, a (ha)ser otra cosa con la ciudad.


 

Caminar atento


El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.


Caminar por la ciudad es un permanente acto de memoria. Pero hay que ser un caminante atento. Incluso designar a la memoria en su singularidad es inconveniente porque habitan múltiples memorias en la ciudad, memorias convocadas colectivamente, pero también memorias singulares. Si bien la memoria nunca es individual, cada cual puede hacer su propio relato urbano, trazando tantos recorridos personales como habitantes tenga la ciudad. Los relatos serían infinitos.  

“Porque él (Roberto Artl) es sin dudas el cronista de la ciudad, pero es el cronista de una ciudad imaginaria; lo primero que descubre es algo que, desde luego, ya tendríamos que saber y es que la literatura no refleja la realidad sino que postula una realidad.” (Entrevista a Ricardo Piglia en la revista Sudestada N° 69)

Ser un cronista de la ciudad, ser curioso para investigarla, indagarla e interrogarla, es proponer una determinada ciudad, es una particular visión sobre esa ciudad. El intento, siguiendo a Piglia sobre Arlt, no es reflejar una ciudad que se presenta ahí, dada, sino proponer y ensayar una ciudad entre tantas.

En su famoso libro “La cabeza de Goliat”, Martínez Estrada nos invita de descubrir la ciudad mirando hacia arriba, aquella que pasa desapercibida si mantenemos nuestra mirada hacia adelante.  Pasados más de setenta años de aquel ensayo apasionado sobre la ciudad de Buenos Aires, el desafío es el mismo.  Si levantamos la mirada, descubrimos antiguas inscripciones en las paredes, restos de un país fabril o cooperativista, incluso la arquitectura de la ciudad nos convoca a la memoria de un país fuertemente sindicalizado, europeizante o aún colonial.

Los recorridos no serán lineales, la memoria habita en cada cuerpo.

“La parte vetusta de Buenos Aires es la de la planta alta; del primero al segundo piso Buenos Aires está todavía entre 1870 y 1880. También las casas envejecen por partes. Transitando por calles que conocemos bien, miramos del primer piso para arriba y nos resultarán raras, anacrónicas. La planta baja que ve el peatón con sus frentes modernos, sus escaparates, sus puertas y balcones novísimos, es de data reciente y se parece al comercio en general”. (Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat, Editorial Losasa, Página 35)

En este mismo libro, el autor nos propone un recorrido urbano a través de los nombres de las calles. Son nombres, pero también son la historia de un país. Algunos vienen a irrumpir en el orden de la ciudad, como la estación de subte de la línea b que próximamente se inaugurará con el nombre de Juan Manuel de Rosas, allí donde está la estación de tren de la línea Mitre -con destino a la célebre estación terminal de José León Suarez- llamada Urquiza. 

Mirando hacia las baldosas de la ciudad, nos encontramos con los recordatorios de los muertos y desaparecidos que narran una historia criminal del país, y que muchos de ellos aún reclaman justicia.

Solo con un andar atento por la ciudad podemos descubrir las memorias que habitan en ella. Memoria de la historia genocida hacia los habitantes indígenas que fueron masacrados en la Patagonia, y que quinientos años después reclaman justicia, llegando en malón a la Plaza de Mayo, muy cerca del monumento a Roca. Baldosas recordatorias de aquellos que fueron secuestrados durante la dictadura militar, puestas años después por sus familiares u organismos de derechos humanos en el exacto lugar donde fueron arrebatados, dónde fueron vistos por última vez. Y más baldosas por los muertos en la represión de los revueltos días de diciembre de 2001, o como recordatorio de la bomba que explotó en la AMIA durante los aciagos años 90, o también la forma de “santuario” que adquirió el lugar de la tragedia del boliche Cromañón.

Otras memorias nos vuelven con los nombres de aquellos lugares que nos convocan a la reflexión, cómo José León Suarez o Puente Pueyrredón, aunque la lista podría extenderse, incluyendo la mismísima Plaza de Mayo -recordar los bombardeos, las plazas llenas, de Perón, de Alfonsín y de Galtieri, y también, más reciente, el funeral de Kirchner- el Río de la Plata que alojó a los cuerpos que caían moribundos desde lo alto o al que fue empujado Ezequiel Demonty por los policías en septiembre de 2004.

“Ante la pregunta por la ciudad como lugar de la memoria, nos invitan a indagar las situaciones urbanas como generadoras de memoria. Como nos dice Borges: “los ojos ven, lo que están acostumbrados a ver”. Justamente por eso, es tiempo de indagar estas otras formas de la memoria: mas allá del archivo, del monumento, de la plaza oficial; es tiempo de pensar la memoria como eso que está actuando todo el tiempo, como eso que está produciendo y produciéndonos.  Más allá de lo monumental, hay situaciones urbanas que producen memoria, que hacen memoria. La tarea es entrenar a nuestro cuerpo en el ejercicio de esta sensibilidad”. (Pablo Sztulwark en la revista La Biblioteca N° 1)

La ciudad es ciudad de la memoria más allá de lo monumental en sus modos de recordar. Esa es la forma institucional de moldear “lo común”. Pero un andar atento por la ciudad nos permite encontrar modos de la memoria más allá de la grandeza de los monumentos, los edificios, las plazas o los símbolos más visibles. Es saber que, por ejemplo, Corrientes y Esmeralda no es cualquier esquina. Allí Raúl Scalabrini Ortiz situó al hombre que está solo y espera, como el arquetipo en el cual se condensa el espíritu de la tierra. Anda Roberto Arlt, que nos propone vagabundear en la ciudad, como él mismo lo hizo, para poder encontrar algunos signos de lo porteño en sus Aguafuertes. Ya fue mencionado el genial Martínez Estrada con su modo de caminar esta ciudad, y la lista puede ser infinita, incluyendo sin dudas a Jauretche. Borges situó en la manzana donde nació en el barrio de Palermo la fundación mítica de Buenos Aires. Las historias se multiplican, nos componen y componemos esta ciudad a través de los relatos que construimos. Es proponer una ciudad y un método de recorrerla.

La memoria actúa todo el tiempo sobre nosotros. Su cristalización en formas manifiestas y monumentales sólo es posible en tanto que existe previamente una memoria que las sostiene. 

“Si no hay memoria previa, por la cual señalamos al espacio como digno o necesario para que se funde una memoria, si no hay esa memoria previa, el espacio se borra.  Es decir, en la sucesión de hechos, auténticamente no es el espacio que produce memoria, sino la memoria que produce el espacio. Y después esto se va a multiplicar, si es que se multiplica”. (Héctor Schmucler, La inquietante relación entre lugares y memorias, Memoria Abierta, Taller “Uso público de los sitios históricos para la transmisión de la memoria”)

La ciudad nos convoca al ejercicio de la memoria, memoria siempre en disputa, pero es necesario ser sensibles y estar atentos a eso. Las marcas y huellas están ahí, crean el espacio para recordar, pero son el resultado de ese ejercicio.




Memoria, historia, poder


No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.


Somos expuestos unos a otras, “necesitados de un reconocimiento donde los lugares reconocer-ser reconocido no son intercambiables” (Butler, Judith. Vida Precaria. Editorial Paidós. Página 77): relación primaria y binaria, que cede, nos atraviesa, envuelve y embiste. De esta manera percibimos, distinguimos, sentimos, organizamos y operamos realidad. También estamos expuestas a la verdad, a la ley, a la palabra escrita que vehiculiza efectos de poder, a las historias tomadas con fines de formar memoria oficial, que operan sobre nosotras legitimando desigualdades, anulando singularidades.

Participamos de una construcción colectiva en la que se desata la lucha por lo que es siquiera nombrable (estado anterior necesario para ser memorable), lo que debe ser recordado, cómo será recordado, cuándo y por qué. Esto atañe a procesos que no son racionales, la memoria no escapa a los procesos que construyen realidad: es construcción social. Construcciones, asimismo, mediadas por los el juego de relaciones de fuerza que humanizan cierta cotidianeidad, para deshumanizar otras corporeidades y tildarlas de anacrónicas aberrantes. Así se distinguen aquellos por los cuáles es lícito sufrir, se fija quiénes son memorables, “la distribución diferencial del dolor que decide qué clase de sujeto merece un duelo y que clase de sujeto no, produce y mantiene ciertas concepciones excluyentes de quién es normativamente humano: ¿qué cuenta como vida vivible y muerte lamentable?”. (Butler, Judith, Idem, Página 16)

A lo que podríamos denominar memoria social, a lo que se le llama memoria, es algo incontrolable, escurridizo. ¿Qué es lo que nos atraviesa a todas/os? ¿Cómo definirlo? La memoria no es escrita sino en los cuerpos que se componen en distintos espacios. Sin ser el espacio público el único vértice de lo individual/colectivo, es, sin embargo, el más visible. Cuando nos encontramos en un espacio público estamos expuestos a sus configuraciones físicas, tengan el  fin de construir memoria o no. Un espacio conformado para la memoria es señalizado, demarcado con algún índice que nos llame a evocar una imagen, un recuerdo.

La institucionalización de lo memorable por la vía monumental legitima y vuelve a acordar con la verdad, con el modo de ejercicio del poder que normatiza las configuraciones físicas de higienismo historiográfico. Estos modos de la memoria en la ciudad cargan, asimismo, procesos de ocultamiento. Difícilmente en una rememoración oficial sobre un gobierno de facto se enuncien, por ejemplo, las muertes en manos de las fuerzas de seguridad durante los tiempos de democracia.

La ciudad ordena los espacios comunes como instancias de circulación, en los que, sin embargo, debe despertar la atención mínima necesaria para dar lugar a cierta imagen/recuerdo. La disposición de los espacios es determinante para la construcción institucionalizada (central, burocrática) de  la memoria. En el orden de la ciudad -geométrico, numérico, centralizador, atomizante- ocurren los procesos que detenta el estado para generar espacios de memoria legítimos. La penalización de los comportamientos que se alejen del estatalmente esperable es un mecanismo de esa construcción. La intervención que vaya en contra del camino de la memoria/olvido oficial será perseguida, intervenida policialmente, detenida, aislada.

Los cuerpos importan si ocurren dentro de la norma establecida por los discursos verdaderos, aquellos capaces para nombrar de modo legítimo a las personas y a los lugares. “La esfera pública misma se constituye sobre la base de la prohibición de ciertas formas de duelo público. Lo público se forma sobre la condición de que ciertas imágenes no aparezcan en los medios, de que ciertos nombres no se pronuncien, de que ciertas pérdidas no se consideren pérdidas, y de que la violencia sea irreal y difusa." (Butler, Judith, Idem, Página 65)

Aquello que apunte a evidenciar un exceso en relación a la memoria que se intenta difundir será  expuesto como aberración. Tal es el caso de la estación Kosteki y Santillán, con la intervención constante a la cartelería de la estación de tren Avellaneda de la línea Roca como alternativa al camino legalista de la nominación memoriosa. Se trata de una resistencia a la burocratización del espacio público, contra la cual el estado retorna ejerciendo su poder policial por medio de operaciones de “mantenimiento de cartelería” ya legitimado, es decir, volviendo a nombrar Avellaneda a la Estación Darío y Maxi.

Dirigir el reclamo de materializar un hecho histórico a la maquinaria que causó la circunstancia memorable puede acabar entonces en una re-legitimación del monopolio que detenta la misma maquinaria de señalar qué se recuerda y qué no. Cuando la experiencia de memoria es configurada por los mecanismos institucionales que guardan la unidad y unicidad de la historia/memoria, se impone una versión inoculada del hecho, integrando sólo lo que no compromete al modo de ejercicio del poder actual. Así se genera un nuevo ocultamiento: los monumentos no pueden hacer referencia al transcurso de acciones involucradas que se desencadenaron en aquello que se recuerda. Los monumentos son necesariamente estáticos, por lo tanto, inacabados como fuente de reivindicación, justicia o transformación.

La memoria es una forma de vincular los presentes con los pasados. Cuando la búsqueda por el origen conlleva un reconocimiento de la autoridad responsable de que haya sucedido lo recordable,  estamos ante la necesidad vital de liberar el relato de los procedimientos de una maquinaria que anula su singularidad y que sólo persigue la reproducción de sí misma.




¿De quién es la plaza?


Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.


Es indiscutible que la Plaza de Mayo es el lugar simbólico por antonomasia que distintas fracciones de la sociedad argentina eligieron a lo largo de los años como espacio para realizar demandas o apoyar a distintos gobiernos y personalidades vinculadas al poder. No es difícil consensuar que las fechas más significativas que tuvieron a la plaza como escenario fueron el 25 de mayo, el 17 de octubre, el 20 de diciembre y los 24 de marzo. Aunque también existieron movilizaciones hacia la Plaza contrapuestas al valor simbólico e ideológico que esas fechas resumen. Sin ir más lejos, las minoritarias manifestaciones que apoyaron los golpes de estado o la lamentablemente masiva de la nunca declarada guerra de Malvinas.

En cuanto a los grupos sociales exponenciales que le dieron sentido político a la Plaza de Mayo, ocupándola y habitándola, se puede mencionar primero al movimiento obrero que abrazó la política sindicalista de Perón, metonimizado en la famosa figura de las patas en la fuente; y, años más tarde, a las Madres de Plaza de Mayo, que resistieron la represión durante la última dictadura circulando alrededor de la pirámide. Las Madres en su conjunto -a pesar de las internas que sufren los organismos de derechos humanos- ostentan la legitimidad de llevar la posta a la hora de manifestarse en la Plaza, no sólo por ser nominalmente de la Plaza, sino por la extensa lucha que sostienen y el capital político que consiguieron con la Casa Rosada como fondo. Son como habitantes vitalicias que comenzaron a manifestarse por la desaparición de sus hijos, esa figura volátil que encarna una muerte supuesta, por no estar probada, pero muy plausible; la falta de un cuerpo y el reclamo de su restitución para ejercer el derecho al duelo que, desde Antígona en adelante, todo pueblo y toda nación, en mayor o menor medida, asume y pone en acto dentro de su lista de usos y costumbres.

El martes 15 de diciembre de 2009, se produjo en la Plaza de Mayo un hecho ya casi olvidado, enmarcado en un clima de abulia, mediatización, fragmentación, dispersión política, pero con antagonismos marcados y falsamente dicotómicos que se vivían en la sociedad argentina. Un grupo de bolivianos se manifestó por el asesinato a manos de la policía del albañil Juvelio Aguayo, de esa nacionalidad, al que habían confundido con un narco. Los familiares trasladaron el cuerpo en un cajón para velarlo en la Plaza, esa plaza vidriera, en un acto de exposición que, precisamente, apuntaba a visibilizar un hecho solapado que involucraba a una comunidad también velada por los centros de decisión. Mientras tanto, la Asociación de Madres de Plaza de Mayo también se concentraba allí para apoyar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner por las amenazas sufridas durante un viaje en helicóptero. Y para no ser menos, el dirigente del MIJD Raúl Castells se encontraba haciendo una huelga de hambre por los habitantes del Chaco Impenetrable.

Más allá del exabrupto injustificable de Hebe de Bonafini al querer echar con insultos a los familiares que protestaban por un caso de gatillo fácil, con el argumento de que "la plaza es nuestra" y de que "ésta es la plaza de la vida, no de la muerte", el hecho se degeneró más de lo que estaba en la máquina mediática. En una especie de reedición más pequeña de lo que fue la toma ruralista de la Plaza a mediados de 2008 y la posterior recuperación por parte de las organizaciones afines al gobierno, lo de ese día fue una disputa territorial entre kirchneristas (Hebe) y antikirchneristas (Castells) por un espacio emblemático. Algo parecido a lo que se dio un año más tarde, cuando tras el asesinato del militante del PO Mariano Ferreyra a manos de una patota sindical y la muerte del ex presidente Néstor Kirchner, separada por un puñado de días, la Plaza fue el lugar elegido para sendas manifestaciones de dolor, que, sin haber llegado a encontronazos ni simultaneidades, dialogaron entre ellas en un lenguaje imperceptible.

Pero aquella vez, Castells aprovechó para las cámaras la oportunidad para hacer suyo el reclamo de la familia boliviana, en vistas de que los militantes de la Asociación de Madres creyeron que el ataúd podía ser una provocación opositora. El asunto es que, antes de ese choque, hubo problemas entre el MIJD y las Madres por la delimitación de la Plaza y, seguramente, chispazos entre sus respectivos adelantazgos. Y en ese barullo, los medios aprovecharon su posición contraria al gobierno para denostar a Hebe y que sus dichos fueran la noticia. Sus dichos, que fueron un lamentable intento de invisibilizar un reclamo que hace algunos años, cuando no había implicancias con los gobiernos de turno y la comunidad boliviana tenía menos incidencia en el espacio público que hoy, hubiera sido mediado precisamente por los organismos de derechos humanos y levantado como otra bandera de lucha. Días más tarde se supo que los insultos se dirigían contra Alfredo Ayala, presidente de la Asociación Civil Federativa Boliviana, quien está acusado en varias causas judiciales de explotar talleres clandestinos donde trabajan personas en situación de esclavitud. Mientras tanto, la Embajada del Estado Plurinacional de Bolivia solicitó a la cancillería argentina que investigue el asesinato y los hechos ocurridos aquel día.

La Plaza de Mayo es un espacio de visibilización, y como tal, es el lugar que han elegido distintos grupos sociales a lo largo de la historia argentina para instalar en la esfera pública sus demandas. La comunidad boliviana en Buenos Aires recién en los últimos años pudo generar una cierta repercusión social y una visibilidad de la comunidad hacia el resto de la sociedad, con las distintas movilizaciones que protagonizaron a partir de la llamada guerra del gas en 2003 ocurrida en Bolivia, y que terminó con la caída del presidente Sánchez de Losada. Y qué mayor visibilidad que un muerto. Un velorio público de un puñado de familiares, en el mismo espacio –una plaza de sepelios– que más tarde concentraría multitudes ante dos muertes tal vez más significativas en lo que hace a la vida política, pero muertes como la de Aguayo (sobre todo la de Ferreyra, por sus causas), al fin y al cabo. En este caso que comentamos, la demanda de la familia boliviana fue desautorizada por una referente con una autoridad ganada por años de lucha y con la potestad indiscutible de desautorizar a grupos que reivindican la tortura, la represión y el terrorismo de estado (pero resulta incomprensible que lo haya hecho con este caso particular); y, como plus, la demanda quedó invisibilizada gracias a los medios, que resaltaron otros puntos de los sucesos. Esa demanda que no dejó huellas en el espacio público, ni en los lugares del hecho, y tal vez ni siquiera en la memoria colectiva.

Doscientos años después del 25 de mayo los colores de las divisas que alumbra la Plaza de Mayo constituyen un auténtico papel tornasolado. La disputa territorial es puramente política y se debe jugar según esas reglas, que no por eso deja de lado el posicionamiento de fuerzas a través de los cuerpos. De hecho, el espacio público se toma, se ocupa, se pelea y se gana con el cuerpo. El derecho extra-jurídico (que comienza como un desvío marginal frente al orden impuesto por el estado) a establecerse en la plaza se ejerce con la movilización, su visibilización social y la posterior obtención de un capital político que logra instalar el tema en cuestión en la agenda pública. La familia boliviana que fue a velar a su ser querido lejos estaba de pintar de negro los pañuelos de las Madres, como ocurrió con los familiares de los militares muertos por las guerrillas en los setenta, liderados por Cecilia Pando. Las Madres seguirán siendo la punta de lanza de todas las manifestaciones que busquen justicia. Las huellas de los pañuelos sobre las baldosas, en tanto marcas de una lucha por una falta que se estructura como consecuencia del terrorismo de estado, en tanto marcas de esas muertes supuestas, son indelebles. Pero no como escritura de propiedad, sino como faro para el resto de las luchas populares, por más fragmentadas que estén (y justamente, los pañuelos siempre fueron un gran factor aglutinante). Hablamos de las eventuales voces de los sin-voz que toman el espacio público poniendo el cuerpo, a veces sin vida, para hacerse escuchar con un clamor pelado de justicia o con una denuncia contra los atropellos del estado, en el vórtice del remolino urbano y mediático.




El muriente


La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

Federico García Lorca, Alma ausente


Seiscientos nueve segundos para morir. Así consta en los resultados de los estudios tanatológicos que acaban de realizarme en el centro laboratorio Death ´O Clock. Decida qué hacer con sus últimos días, puntualidad inglesa hasta el último suspiro. Último peldaño del colosal interés por el autogobierno de la duración. El Just in time hasta el just no more tiempo. Ni el menor instante de contingencia escapa ya a la cauta observancia de la técnica médica. Si el parto tiene su fecha, ¿por qué la muerte no la suya? Conocer el día y hora de la muerte propia puede resultar insoportablemente terrorífico. Paralizante. Desesperante. Aunque también habilitante de un saber-qué-hacer con el tiempo restante. Espacio abierto a la satisfacción de los deseos que durante toda una vida quedaron postergados a momentos más propicios: dibujar espirales en el cielo planeando en ala delta sobre las sierras cordobesas, bucear el Pacífico en busca de juguetes perdidos, bajar emplumado y calzado en tacosaltos las escaleras del Maipo, estrechar la mano y rozar con las caderas el bulto de Rodrigo de la Serna, entrar a un banco gritando ¡arriba las manos, esto es una expropiación! Como también elegir el lugar adecuado para exhalar el postrer respiro, decir adiós a los seres queridos, brindarles un último consejo, mascullar insultos de manera impune en la cara de quienes nunca deberían haber nacido –ni, por ende, morido-, encargar la propia lápida, redactar el propio epitafio: aquí descanso yo y nadie más que yo. Pero cuando el tiempo habido por delante no es más que una humilde suma de escasos instantes, la elección sobre los modos de efectuar el tránsito hacia el más allá se reduce a unas pocas posibilidades, e incluso a una única cuestión: ¿qué hacer durante los últimos segundos de vida para que veintisiete años de indolencia cobren su merecida preeminencia? Resta apenas el lapso de un solo acto. Uno que sea lo suficientemente esplendoroso –no necesariamente decoroso, bien puede ser monstruoso- para desbordar en imágenes las portadas de revistas y periódicos. Que coloque de un soplo mi nombre desprendido de su cuerpo inhibido resonando en las bocas de comentaristas e interpretacionistas de considerable monta. Que obligue a indagar en una biografía indiferente las razones de semejante acción por sí sola elocuente. Acción polisémica y esquizofrénica cargada de perdigones de sinsentido que purguen las fronteras de lo increíble, cuando no de lo decible. Estrepitosa acción discordante de cualesquiera explicativas lógicas sobrecodificantes. Caótica acción que envenene las órdenes de reticulares urbes mediterráneas cercenadas de misterios esparcidos cual peces por los mares. Intensa acción promiscuamente abierta al mundo del espectáculo de artísticos despojos de glúteos desafectados. Cinematográfica ¡acción! que dé comienzo a la filmación de un thriller imposible de ser llevado a la pantalla sin antes resucitar al auctor protagónico de su póstuma ópera prima. No. No habrá nada de ello. Ya no queda tiempo. La muerte no espera. Impaciente ¡oh Muerte!, si cuanto menos dignificaras la inminencia de tu emergencia con un guiño complaciente para una acción urgente. Pero cuán sabia eres ¡oh Muerte! en no entregarte como mercancía a cambio de glorias magnicidas. Cálculos obscenos en la hora del destierro. Nadie mejor que tú sabe ¡oh Muerte! que el tendal de sobrevivientes no se deja engañar por pretendidas pompas refulgentes, obstinadas en disimular lo que no pueden ocultar: la astucia de la sinrazón. ¿Irreparabilidad de la pérdida irreparable? Tal vez o, simplemente, conformidad obligada con un devenir cero a-premiante. Sin premios ni festejos, sin coronas ni cortejos. Mas resta ensayar una última vía de expiación: escribir. Escribir un escrito que no soporte contención. Máquina testimonial que declare la guerra a la parodia de la conmiseración. Máquina testiga que me acompañe en la partida, que haga del lector un circunstancial amigo de viaje y de mí no un muriente sino alguien aún con vida. No entregaré sin más mis últimos instantes. Haré de ellos un sinfín de mundos albergue de múltiples existencias. Tan variadas como intensas. Escribiré y escribiré hasta agotar toda escritura que un cuerpo abrace en su premura. Resultará una plegaria cuyo tiempo de lectura pausada y atenta equivalga a los exactos seiscientos nueve segundos que al comenzar a escribirla consentía su anunciada abstención. Ni uno más. Ello es todo lo que puedo dar. Luego, el lector hará de mí un gesto inmortal

Nota-aclaración al anterior texto: El mentado escrito fue hallado sobre una de las mesas de la confitería Gran Victoria, ubicada en la esquina de Hipólito Irigoyen y Bolívar. Su autor, Gervasio Rivadaneira, murió por (d)efecto de una bala perdida, hallada escondida en su orificio ocular izquierdo, perteneciente a las fuerzas de seguridad en ocasión de la represión al levantamiento popular como respuesta al decreto gubernamental de confiscación a todo niña de sus chanchitos-alcancía para el pago de los aportes jubilatorios de sus señores patrones. La ausencia del punto final no se debe a un error de edición sino de cálculo: se estima que Gervasio Rivadaneira no midió el tiempo suficiente para el registro de aquel sutil aunque sublime signo de clausura, pereció antes de asentarlo. Este editor, responsable y respetuoso del difunto, se abstuvo de modificar aun el fragmento presumiblemente más insignificante del texto. Respecto a la evidente disparidad entre los tiempos normales de escritura y de lectura, se desconoce si Gervasio Rivadaneira escribía tan rápido como leía o si, en verdad, no llegó a concluir su alegato final y las últimas palabras fueron garabateadas cual Max Brod por el primer lector del autor, advenido (como en definitiva sucede cada vez / toda vez) co-autor de la obra: el mozo de la confitería Gran Victoria. La sangre de Gervasio –junto a la de los chanchitos-alcancía- fue la única tributada en aquellas jornadas de excepcional non-pleitesía. Sus familiares, amigos y compañeros rindieron culto a su performativa partida con la colocación de una baldosa que se obstina en ser lápida frente a las puertas de la confitería: Gervasio Rivadaneira, asesinado -en su debido día y horario- por la represión policial en la rebelión popular. Su cuerpo, mutante inmóvil como el agua que no corre, descansa y se descompone muy lejos de allí. (N. del E.)




Post-facio post-mortem: Un nombre y una fecha sobre una baldosa que quiere ser lápida y cementerio el espacio que la rodea, ya no en las afueras de la ciudad ni vergonzosamente resguardada de miradas mórbidas tras muros sacramentales, sino enclavada en medio del entramado urbano que en su anhelo por retener lo sido hace de la polis una gran necrópolis. Dos temporalidades y dos espacialidades distintas confluyen y conviven no sin conflicto en aquella intersección: el tiempo de la pérdida irreparable inscripto en la baldosa cual casillero de calendario póstumo y el tiempo de quien por allí transita sin bajar la vista ni prestarse a dejar flores; el espacio de la baldosa diferenciada entre tantas otras y el espacio del cuerpo asesinado que allí no descansa sino en los territorios especialmente construidos para la ocasión –diferencia radical entre los cementerios y las marcaciones memoriosas en el espacio de pública circulación: lo que en estos últimos se recuerda no es al muerto sino a la muerte, no a la persona sino a lo sagrado que en ella habita de impersonal. Aunque si así fuera, ¿por qué gravar en el cemento de la baldosa el nombre Gastón Riva y no tan sólo la inscripción que se lee debajo: “Asesinado (/a) por la represión policial en la rebelión popular del 20/12/01” –uno/una/alguien/cualquiera-? Semejante ejercicio de memoria tal vez no requiera excribir el nombre del políticamente asesinado (¿todo asesinado es político?, ¿y todo muerto?) sino sumergirse en la brecha que separa al ser querido y recordado de quienes dolosamente –ya no melancólicamente- cosen su desgarro en recordarlo. Tal brecha insalvable entre quienes en vida recuerdan y quien sin paz descansa en sus recuerdos se yuxtapone al sumidero abierto por la propia muerte: ruptura inasible e irremediable de la que ninguna baldosa enlutada podrá jamás dar cuenta, ni testimoniar la potencia del pensamiento intrínseca a la forma-de-vida de quien ya no se encuentra sino descompuesto en la profanación de su tumba. 


Nota: este trabajo (indisciplinado) de hechura comunal está dedicado a la memoria del comisariado político de instrumento. Agradecemos, asimismo, las fotografías de Nayla Luz.