jueves, 21 de mayo de 2009

La norma, la excepción, el escándalo


Fotografía SubCoop.



La norma, la excepción, el escándalo

Apuntes para pensar el estado de exclusión


I

El 15 de septiembre de 1935 el Reichstag nazi aprobó por unanimidad las leyes de Nüremberg. Éstas prohibían la unión entre judíos y alemanes, y negaban el derecho de ciudadanía a los primeros, reduciéndolos a la categoría de “nacionales”. De este modo, el nacimiento en un determinado territorio dejaba de ser condición suficiente para tener derecho de participación en los asuntos estatales y ser portador de garantías constitucionales. Así, un siglo y medio después de su consolidación a nivel planetario, Estado y Nación comenzaban sus trámites de divorcio. Pero no se trataba de una simple fractura o escisión, había algo más: una nueva forma de exclusión. El Estado excluía a la Nación, y lo hacía a través de su propia lógica jurídico-estatal, dentro de su propia normalidad. Cuatro años después de las leyes de Nüremberg, la excepcionalidad de los campos de concentración atrajo en forma escandalosa la atención del mundo entero. Des-ciudadanizados, el traslado de los judíos a los campos no resultó problema alguno.


II

Es en la segunda mitad del siglo XVIII y de la mano de los fisiócratas cuando la población comienza a considerarse un problema en sí mismo, es decir, escindido del pueblo –otro gran problema. El debate sobre la carestía y la libertad en el comercio de granos es el que habilita la constitución discursiva y programática de este nuevo sujeto político. Los fisiócratas comenzaron a sugerir que la escasez como flagelo era una “quimera”. Por más hambre que haya –pensaban los fisiócratas-, no todos los habitantes de una nación irían a morir, sólo lo haría un grupo de ellos: una multitud de individuos cuyo sacrificio era condición necesaria para la supervivencia de la población. La población se constituía, a través de su gestión, en objeto de intervención de las políticas económicas para el mantenimiento de cierto equilibrio, de cierto orden, al interior de un territorio. Y se constituía, a la vez, como sujeto colectivo de las técnicas de gobierno para el manejo de su conducta. Pero la población no son todos los habitantes de un determinado territorio en tanto no se trata de un determinado conjunto de individuos, sino de un nivel pertinente de acción política que se constituye, sí, como el reverso de la con-sagración al hambre de una multitud de individuos: los excluidos.


III

El significado de exclusión es –al igual que el de excepción- “dejar afuera, separar, discriminar”. Es por ello que, si se toma este concepto de manera literal, puede caerse en el error de pensar la exclusión como el afuera-de-la-sociedad. Si así fuera, entre inclusión y exclusión –es decir, entre población y multitud de individuos con-sagrados al hambre- no habría más que una relación de exterioridad y no de inmanencia, de mutua reciprocidad. Si, como decíamos antes, el sacrificio de algunos se constituye en condición necesaria para la supervivencia de la población, entonces tal vez sea más pertinente pensar la exclusión no como el afuera sino como el umbral de la pertinente inclusión, entendiendo aquí umbral no sólo como límite sino como aquello que brinda abrigo, protección: que permite la vida.


IV

Robert Castel complejiza la dicotomía inclusión-exclusión agregando una tercera zona intermedia: la zona de vulnerabilidad. Mientas que la exclusión es pensada por el sociólogo francés como un estado de gran desafiliación y marginación, la zona de vulnerabilidad se caracteriza por un proceso de precarización laboral y fragilidad social que puja por expulsar a los sujetos vulnerables hacia el estado de exclusión. En este nuevo contexto, el encierro, táctica de gestión de la exclusión propia de las sociedades disciplinarias, parece haberse vuelto obsoleto, siempre y cuando se piense éste como la acumulación de cuerpos dentro de un edificio, y no como posibles encierros otros, más sutiles y no tan evidentes –al mismo tiempo que ocultantes. Por otra parte, la zona de vulnerabilidad pone de manifiesto que el acceso al trabajo ha dejado de operar como filtro divisorio entre inclusión y exclusión, como ocurría en las sociedades fordistas. Sobre estas transformaciones en el mundo del trabajo piensa Alessandro de Giorgi a través de su concepto de excedencia de la productividad social y la distinción que traza entre trabajo –“conjunto de acciones, performances y prestaciones productivas”- y empleo –“sistema de gobierno de los derechos y la ciudadanía”. Ahora bien, si el trabajo ya no se corresponde con aquel filtro divisorio, aquel umbral de exclusión e inclusión, ¿qué es lo que marca hoy día la característica particular de este nuevo estado?; ¿existe algún parámetro unívoco o, tal vez, una serie de éstos a partir de los cuales medir la exclusión?; ¿qué es lo que un individuo debe finalmente perder para convertirse en excluído?


V

Giorgio Agamben piensa la nuda vida como aquel (no)sujeto sobre el que se ha operado un proceso de desubjetivación, quedando de éste no más que cuerpo sagrado, es decir: con-sagrado a la muerte. La figura del musulmán de los campos de concentración nazi fue el modelo que le permitió a Agamben desarrollar este concepto que, antes que él, había ya elaborado Walter Benjamin. Aquello que convertía a un conFINado a un campo de concentración en musulmán era, principalmente, volverse incapaz de decir y de decir-se. Los musulmanes no hablaban: eran hablados, ante lo cual la prueba de su existencia sólo pudo ser dada por el testimonio de otros. El concepto de nuda vida pone a la cuestión del sujeto en el centro del debate, cuestión que Luhmann, en su teoría holística de los sistemas sociales, hace a un lado. Sin embargo, el particular modo que este pensador alemán tiene de pensar la exclusión posee, tal vez, algunos interesantes puntos de encuentro con el concepto de nuda vida del pensador italiano. Para Luhmann, la sociedad es un sistema total cuyo elemento único es la comunicación. Durante el proceso de comunicación constitutivo de lo social, el individuo –sistema psíquico que, como tal, no forma parte de la sociedad- participante en dicho proceso cuenta para los otros como persona. En tanto los individuos no son sociedad, la exclusión no excluye individuos sino comunicación: se trata de comunicación negada. Los individuos sobre quienes recae tal negación de comunicación, aquellos incapaces de reproducirla por quedar fuera del proceso comunicativo, dejan de ser considerados personas y devienen meros cuerpos. Cuerpos sobre los cuales –dice Luhmann- el peligro de muerte se acrecienta de manera considerable.


VI

Las villas miseria del conturbado conurbano bonaerense –umbral de la porteña ciudad capital- existen prácticamente desde que éste se conformó como tal. Forman parte de su paisaje de una manera tan íntima que resultaría casi imposible, para más de una cabeza, pensar el Gran Buenos Aires sin, al mismo tiempo, cavilar acerca de estos espacios de aglutinamiento de pobreza y exclusión. Las villas están allí –y no sólo-, ocupando de manera cotidiana y normal el espacio urbano que las conforma a la vez que es conformado por ellas. Su presencia se encuentra naturalizada de tal modo que ya casi nadie las cuestiona. Hasta que la mañana del 7 de abril los habitantes de la Villa Jardín, Partido de San Fernando, amanecieron amurallados. Un muro de cemento concreto concretizaba su estado de exclusión, atrayendo de manera escandalosa la atención de mucho más que un ojo miope.



sábado, 9 de mayo de 2009

Aprendiendo de las drogas




El muro de la normalización


En otra parte hablábamos de la potencia gubernamental del espectáculo haciendo alusión a la emergente función política que la máquina mediática reviste. Es decir, nos referíamos a cómo, mutación postfordista mediante, el mando disciplinario del capital resulta ya inapropiado, asumiendo los medios un status privilegiado entre las tecnologías de gobierno, o lo que es lo mismo, como gestión biopolítica.


Como un colectivo dijera[1], se tratará, entonces, de permanecer atentos a las consignas, por tanto, imperturbables, obedientes, a disposición de lo que el espectáculo ordene. Así, alguien siempre pensará por nosotros, sabrá decirnos cuál es nuestro lugar, de qué debemos ocuparnos y, más importante aún, a quién o quiénes temer.


Pero ¿cómo se asume esta orden? ¿Quién habla allí? ¿Se trata de la impersonal voz del otro? ¿O al tomar como propia aquella somos nosotros mismos sin más mediaciones? ¿Quién soy yo? De este modo, emerge la difusa articulación entre las múltiples tecnologías de gobierno que conforman el entramado del capital, ya sea en sus modalidades molares como también moleculares.


La infantilización se resumirá, entonces, en un proceso de subordinación y ya no, como la infancia, de apertura al mundo. De esta manera, el modo de producción capitalista no dejará de sostenerse, a su vez, en un modo de semiotización dominante, por tanto, en el valor de la imagen-mercancía, o lo que es igual, en una imagen de referencia.


Fantasmagorías


Los filósofos, como maestros de ceremonias del universo abstracto, ironizaba Georges Bataille, se han dedicado a indicar de qué manera debe comportarse el espacio en toda circunstancia. Sin embargo, para él, el mismo resultará inseparable de la vivencia de un cuerpo, por tanto, irreductible a pura representación: “a nadie se le ocurriría la idea de encerrar a los profesores en la cárcel para enseñarles lo que es el espacio[2]”, nos dirá.


Un mundo común de sentido, y con él, la experiencia del tener lugar, podemos decir, parte de un nudo de intencionalidades vividas. El estar arrojado en el mundo –con los otros y las cosas-, mundo al que, además, creemos un mero ahí, la cosa misma, sin más, pero cuya manera de apariencia es la de lo imaginario, por tanto, resulta del encuentro e indeterminación de las intencionalidades múltiples, discordantes, es decir, de la composición de un conflictivo espacio entre. “Estamos mezclados con el mundo y con los demás en una confusión inextricable”, dirá Maurice Merleau-Ponty[3]. El territorio común deviene, entonces, intersubjetivo, reclama la traducción, y con ella, la única trascendencia humanamente accesible, a saber, el lenguaje.


Pensar la inmediatez de la experiencia de habitar nuestras metrópolis urbanas tardías, constitutivamente atravesada, además, por las representaciones imaginarias sociales, como también mediáticas, entonces, parte de hacer emerger los fantasmas a partir de los cuales somos hablados. No se trata de espiritismo, es claro, sino de las imágenes, palabras y símbolos que se recortan como figuras en ese territorio de nadie que es el inconsciente social. De esta manera, se tratará de hacer visible lo invisible. De traer a presencia aquello que se nos muestra como las cosas mismas, interrogarlo, suspenderlo en un gesto que, a la vez que lo abre, lo reanuda y funda en una tradición.

Genealogía del racismo


En un célebre seminario, Michel Foucault[4] refería a cómo una sociedad que toma a su cargo la vida, gestionando estatalmente la potencia productiva –a partir de tecnologías de gobierno que atraviesan el cuerpo social, individual-, ya no en forma excluyentemente represiva, es decir, que privilegia el hacer vivir, y ya no su contrario, puede hacer ejercicio del poder de dar muerte, por tanto, de destruir a quienes debiera proteger, regular en tanto población normalizada.


Para él, entonces, se trataba de la inscripción del racismo en los mecanismos del estado moderno. Es decir, que la introducción de una cesura en el continuum biológico tomado a cargo daría respuesta al interrogante, separación la cual, a su vez, mediante la eliminación del otro, afirmaría la seguridad y pureza del cuerpo propio. La invención de los considerados anormales, desviados, por tanto, sería la condición para llevar a cabo el poder soberano de hacer morir.


Si esto es cierto, será la emergencia de estas tecnologías de gobierno, como también su mutación específica, localizada, aquello que habrá que interrogar. El pasaje a una sociedad de control, a su vez, no desestimará estos mecanismos de gestión biopolítica, los cuales pueden ser verificados en la producción industrial del miedo, la privatización securitaria y su entramado de dispositivos para la regulación de flujos de población, por tanto, de inscripción racista de los cuerpos e invención de la marginalidad, aunque criminalidad.


Chivo expiatorio


En La historia elemental de las drogas[5] podemos leer cómo, en la Grecia clásica, a través del pharmakós –o chivo expiatorio-, se transfería simbólicamente el mal –la enfermedad-, para luego ser expulsado de la polis. De esta manera, mediante el destierro de dos hombres, se buscaba purificar el cuerpo y la ciudad, hombres los cuales, habitualmente, eran sacrificados, asesinados.


Días atrás, alguien a quién conozco, con uno de sus dos hijos en brazos y su más que corta edad, se acercó para pedirme rellenara una breve encuesta. En cuatro preguntas, por si o por no, quienes allí se organizaban pedían se les concedieran unos campos deshabitados en nuestro barrio, al sur del conurbano. La tercera de aquellas preguntas refería a si le gustaría que desconocidos vengan a vivir al barrio. Le expresé mi molestia ante la misma. Ella dijo “¿pero vos querés que se llene de villeros el barrio?” Discutir sus argumentos, si bien imprescindible, poco sentido tiene cuando prolifera la arquitectura del miedo.



Notas


[1] Colectivo Situaciones, Notas sobre infantilización.

[2] Georges Bataille, La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939.

[3] Maurice Merleau-Ponty, Sentido y sinsentido. Pág. 71.

[4] Michel Foucault, Genealogía del racismo. Undécima lección.

[5] Antonio Escohotado, Historia elemental de las drogas.