sábado, 9 de mayo de 2009

Aprendiendo de las drogas




El muro de la normalización


En otra parte hablábamos de la potencia gubernamental del espectáculo haciendo alusión a la emergente función política que la máquina mediática reviste. Es decir, nos referíamos a cómo, mutación postfordista mediante, el mando disciplinario del capital resulta ya inapropiado, asumiendo los medios un status privilegiado entre las tecnologías de gobierno, o lo que es lo mismo, como gestión biopolítica.


Como un colectivo dijera[1], se tratará, entonces, de permanecer atentos a las consignas, por tanto, imperturbables, obedientes, a disposición de lo que el espectáculo ordene. Así, alguien siempre pensará por nosotros, sabrá decirnos cuál es nuestro lugar, de qué debemos ocuparnos y, más importante aún, a quién o quiénes temer.


Pero ¿cómo se asume esta orden? ¿Quién habla allí? ¿Se trata de la impersonal voz del otro? ¿O al tomar como propia aquella somos nosotros mismos sin más mediaciones? ¿Quién soy yo? De este modo, emerge la difusa articulación entre las múltiples tecnologías de gobierno que conforman el entramado del capital, ya sea en sus modalidades molares como también moleculares.


La infantilización se resumirá, entonces, en un proceso de subordinación y ya no, como la infancia, de apertura al mundo. De esta manera, el modo de producción capitalista no dejará de sostenerse, a su vez, en un modo de semiotización dominante, por tanto, en el valor de la imagen-mercancía, o lo que es igual, en una imagen de referencia.


Fantasmagorías


Los filósofos, como maestros de ceremonias del universo abstracto, ironizaba Georges Bataille, se han dedicado a indicar de qué manera debe comportarse el espacio en toda circunstancia. Sin embargo, para él, el mismo resultará inseparable de la vivencia de un cuerpo, por tanto, irreductible a pura representación: “a nadie se le ocurriría la idea de encerrar a los profesores en la cárcel para enseñarles lo que es el espacio[2]”, nos dirá.


Un mundo común de sentido, y con él, la experiencia del tener lugar, podemos decir, parte de un nudo de intencionalidades vividas. El estar arrojado en el mundo –con los otros y las cosas-, mundo al que, además, creemos un mero ahí, la cosa misma, sin más, pero cuya manera de apariencia es la de lo imaginario, por tanto, resulta del encuentro e indeterminación de las intencionalidades múltiples, discordantes, es decir, de la composición de un conflictivo espacio entre. “Estamos mezclados con el mundo y con los demás en una confusión inextricable”, dirá Maurice Merleau-Ponty[3]. El territorio común deviene, entonces, intersubjetivo, reclama la traducción, y con ella, la única trascendencia humanamente accesible, a saber, el lenguaje.


Pensar la inmediatez de la experiencia de habitar nuestras metrópolis urbanas tardías, constitutivamente atravesada, además, por las representaciones imaginarias sociales, como también mediáticas, entonces, parte de hacer emerger los fantasmas a partir de los cuales somos hablados. No se trata de espiritismo, es claro, sino de las imágenes, palabras y símbolos que se recortan como figuras en ese territorio de nadie que es el inconsciente social. De esta manera, se tratará de hacer visible lo invisible. De traer a presencia aquello que se nos muestra como las cosas mismas, interrogarlo, suspenderlo en un gesto que, a la vez que lo abre, lo reanuda y funda en una tradición.

Genealogía del racismo


En un célebre seminario, Michel Foucault[4] refería a cómo una sociedad que toma a su cargo la vida, gestionando estatalmente la potencia productiva –a partir de tecnologías de gobierno que atraviesan el cuerpo social, individual-, ya no en forma excluyentemente represiva, es decir, que privilegia el hacer vivir, y ya no su contrario, puede hacer ejercicio del poder de dar muerte, por tanto, de destruir a quienes debiera proteger, regular en tanto población normalizada.


Para él, entonces, se trataba de la inscripción del racismo en los mecanismos del estado moderno. Es decir, que la introducción de una cesura en el continuum biológico tomado a cargo daría respuesta al interrogante, separación la cual, a su vez, mediante la eliminación del otro, afirmaría la seguridad y pureza del cuerpo propio. La invención de los considerados anormales, desviados, por tanto, sería la condición para llevar a cabo el poder soberano de hacer morir.


Si esto es cierto, será la emergencia de estas tecnologías de gobierno, como también su mutación específica, localizada, aquello que habrá que interrogar. El pasaje a una sociedad de control, a su vez, no desestimará estos mecanismos de gestión biopolítica, los cuales pueden ser verificados en la producción industrial del miedo, la privatización securitaria y su entramado de dispositivos para la regulación de flujos de población, por tanto, de inscripción racista de los cuerpos e invención de la marginalidad, aunque criminalidad.


Chivo expiatorio


En La historia elemental de las drogas[5] podemos leer cómo, en la Grecia clásica, a través del pharmakós –o chivo expiatorio-, se transfería simbólicamente el mal –la enfermedad-, para luego ser expulsado de la polis. De esta manera, mediante el destierro de dos hombres, se buscaba purificar el cuerpo y la ciudad, hombres los cuales, habitualmente, eran sacrificados, asesinados.


Días atrás, alguien a quién conozco, con uno de sus dos hijos en brazos y su más que corta edad, se acercó para pedirme rellenara una breve encuesta. En cuatro preguntas, por si o por no, quienes allí se organizaban pedían se les concedieran unos campos deshabitados en nuestro barrio, al sur del conurbano. La tercera de aquellas preguntas refería a si le gustaría que desconocidos vengan a vivir al barrio. Le expresé mi molestia ante la misma. Ella dijo “¿pero vos querés que se llene de villeros el barrio?” Discutir sus argumentos, si bien imprescindible, poco sentido tiene cuando prolifera la arquitectura del miedo.



Notas


[1] Colectivo Situaciones, Notas sobre infantilización.

[2] Georges Bataille, La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939.

[3] Maurice Merleau-Ponty, Sentido y sinsentido. Pág. 71.

[4] Michel Foucault, Genealogía del racismo. Undécima lección.

[5] Antonio Escohotado, Historia elemental de las drogas.

1 comentario:

  1. disculpa que nunca nos dignamos a saludar. creo honestamente que es uno de los mejores analisis que se han disparado desde el episodio huerta.
    un fuerte abrazo y esperemos qe al menos todo esto que sucedió , sirva para fortalecer y ampliar una crítica y una práctica antagónica más amplia.
    saludos

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