La inflación, es sabido, no es un fenómeno exclusivamente monetario. Así como aquella no fue una realidad excluyentemente alfonsinista, disfrutándola también los inicios de la década menemista, por no hablar de los últimos tres años kirchneristas más allá de los rezos de las sociológicas estadísticas del morenista Indec, en términos generales, la inflación no es un fenómeno privativamente económico: ¿qué otra cosa sucede –se sabe- cuando una gusta de alguien y no puede reprimir las formas que el cuerpo tiene de somatizarlo, incluso independientemente de los deseos de manifestación de la gustanta?
Sin embargo, tampoco son las realidades económicas o corporales las que monopolizan el fenómeno –o la práctica- de la inflación. Hay inflaciones comerciales, como la de los medios masivos de comunicación para con la inmensa mayoría de los jugadores argentinos en el exterior, o inflaciones conceptuales, como la de una noción –poder concentracionario, nuda vida, tachismo- cuando aquella parece abarcarlo y explicarlo todo, desde una campo de concentración racional/modernamente diagramado hasta la vida cotidiana en una de las principales urbes del mundo; desde la situación de los musulmanes judíos en los Lager alemanes hasta la situación de los niños de la calle en una estación de trenes. Discriminar no es malo, en contra de lo que el Inadi rece. Claro, discriminar no en una acentuación propia de los que dejan de hablar con alguien porque no es quien creían que era, sino en un sentido fenomenológicamente analítico, filo-sófico. No se puede comparar, sin más, el genocidio armenio con
El possístico levantamiento de un muro en la frontera entre San Isidro y San Fernando –y aquel levantamiento, a diferencia de inflaciones pantalonentales, no fue meramente una pose- suscitó una serie de artículos en Página/12 donde se reflexionaba no sólo sobre las consecuencias sociales de aquel apartheid norteño sino, también, sobre los pre-supuestos filo-sóficos –conscientes o inconscientes- detrás, adelante y a los costados de aquella decisión: quizá, más que su profundidad, su mayor –y lejos de ser menor- virtud fue el sentido de la oportunidad, que, para el día siguiente en que un proto-¿fascista? intendente ordenara el comienzo del levantamiento de un muro de separación, un diario ya hubiera escrito al menos dos notas con intención reflexiva. De estas, seguramente, la más destacable fue la de Sandra Russo, como de costumbre. Sin embargo, con el paso de los días –porque el pensamiento, además de caminatas, necesita tiempo-, Ricardo Forster publicó un ensayo –el pensar, podría decirse con cierta impunidad, está del lado de lo ensayístico- en donde ensayaba una reflexión no sólo sobre el muro –una realidad, además de infernal, imperialista, sionista y comunista al mismo tiempo- sino también sobre lo que este implicaba en la conceptualización –voluntaria o involuntaria- de los pibes chorros que pretendía mantener de un lado de la pared. Para hacerlo, filosóficamente, se valió de uno de los principales conceptos –quizá el principal- trabajado por el filólogo italiano Jorge Agamben, uno de los desheredados herederos del pornográficamente largo mayo italiano. Como decía Saer –el viejo Pauls-, no se trata de leer los influenciados a la luz de los infuenciadores, sino viceversa. Las influencias, como las condecoraciones, hay que merecerlas: de otro modo, lisa y paranoicamente, son sospechables.
Forster, haciéndose eco del estado de moda que goza –y padece- la filosofía política contemporánea –las modas, como las olas, ya son parte del mar-, se valió del concepto de nuda vida para caracterizar a los jóvenes de las clases populares –lo que Barcelona, en un arrebato de incontenible incorrección política, título Negros de mierda- discriminados –en un sentido negativo (o discriminatorio) del término- por el muro. Amparándonos en nuestra condición de don nadie, no es nuestra intención –aunque, comunicacionalmente, lo que menos interese sea ella- convertirnos en exégetas de nadie. Sin embargo, en el caso de creerle mucho –quizá demasiado- a Agamben, la –si se nos permite el término- aplicación de aquel término para pensar a nuestros pibes chorros resulta, cuanto menos, discutible. Como es sabido, y accesible a cualquier pelele –nosotras incluidas- que se apersone hacia alguno de los tres tomos de Homo Sacer, Agamben caracteriza a los sujetos –que, si nos ponemos estrictas, ya no serían tales- que incluye dentro de lo que denomina nuda vida como aquellos a los que cualquiera puede dar muerte pero que sin embargo resultan insacrificables. Es de esta tensión, y no paradoja o contradicción, de donde el concepto tal vez obtenga buena parte de su potencia, y quizá también la compresión –justificación- de su más que positiva recepción de comienzos de los ’90 a la actualidad. El musulmán, aquel que puede ser muerto con un soplo de aliento pero que –en algunos casos- vio la muerte del campo antes de que este terminara de matarlo a él, es el ejemplo antonomásico de nuda vida propuesto por Agamben. El musulmán, ese ser supuestamente reducido a una existencia puramente biológica –este es uno de los puntos más problemáticos del pensamiento agambeniano-, es la mayor creación del campo, el mejor alumno de una escuela educada –cuando las escuelas todavía educaban, y no eran meros golpones de apoltronamiento o museos de nostalgia- en los claustros de la modernidad.
Como señalara un fenomenólogo amigo -uno de nuestros maestros-, no existe una existencia meramente biológica. Toda existencia es psíquica-corporal, biombo indivisible sólo divisible analíticamente a los fines de la investigación pero fenomenológicamente indisociable a la hora de inscribirse en la realidad. El musulman -como quien padece Mal de Alzheimer-, por más que sus ojos devuelvan la imagen de la muerte, se mantiene vivo no sólo por inercia biológica sino también por producción psíquica, afectiva, vincular: nadie, no artificialmente, vive en un estado de muerte psíquica y sobre-vivencia corporal. Pero esto, como el trasfondo político del pensamiento agambeniano, es harina de otro costal.
Lo que no lo es, a nuestro criterio, es que la homologación de la nuda vida concentracionaria con los pibes chorros apartados –o los chicos de la calle estacionados- resulta insostenible. Mientras que ojos de musulmanes vieron la entrada de tanques roosveltianos o stalinistas en los campos de concentración nazi-fascistas, la vida de los sujetos populares discriminados -o de los chicos en situación de calle nomadizados- lejos está de ser insacrificable. Más bien, todo lo contrario: son carne de cañón del gatillo fácil, el chivo expiatorio de una sociedad –no sin memoria, sino- que –muy posestructuralistamente, aunque jamás haya leído la santa trinidad Lacan/Althusser/Laclau- homologa el significante policía con la palabra valija seguridad. No sólo a pesar de las enseñanzas del reciente pasado político, sino también de las presentes desapariciones. Para Franja Morada que lo mira por televisor, quien –irrespetuosamente- el año pasado imprimiera un cartel afirmando que en 25 años de democracia no habían sucedido, entre otras cosas, secuestros y desapariciones. Luego, desde ya, lloramos su significante amo®.
chicxs, muy bueno el espacio, cuánta data y texto!
ResponderEliminarles dejamos un abrazo y seguimos en contacto, lxs iconos.