domingo, 27 de febrero de 2011

Variaciones sobre GH




Cualquier taller de urbanismo –o, si se prefiere, sobre la ciudad- debería haber estado entre los primeros en escribir sobre Gran Hermano (GH): sin embargo, por vergüenza cultural[1], particularmente vergonzosa entre estudiantes sociales y puntualmente de Comunicación, aquello no ocurrió, al menos hasta donde se tiene noticia. GH, comparado con una de las tres santas trinidades del KDT kirchnerista, es un consumo simbólico frívolo, una expectación contraria a la efectiva o supuesta inteligencia del espectador: como si, gramsciana-rancieranamente, hubiera no inteligentes, para merma de quienes así se identifican. Una vez más es Alan Pauls, con su Historia del pelo (2010) visionaria en mostrarnos bourdeanamente –aunque jamás se cite al autor, quizá no sea de su agrado, no importa- las capitalizaciones del pasado traducibles en el presente, quien ayuda a pensar la importancia de la frivolidad: pocas cosas más frívolas, además de ver GH, que el pelo, cuidarlo, invertir en su cuerpo para luego capitalizar sus dividendos. GH es una suerte de pelo de nuestra sociedad –y me refiero a la argentina, no al burbujeante micromundo sociohumanístico, con su cuidado descuido y consumos legítimos-: pocos dicen estar pendientes de él, pero sin embargo todos saben lo que sucede. Es cierto que una sociedad massmediática se parece bastante a una sala de peluquería: aún no queriendo enterarte de lo que te estás a punto de enterar, enterarse o no no depende de la propia voluntad: como ser judío, portado en el apellido aunque se desconozca cuánto pesa un kipá, es una fatalidad. Pero también GH es el menemismo del progresismo y puntualmente de los ámbitos demasiado humanos y poco sociales: nadie negaría saber sobre el archisabido panóptico de(l metrosexual) Benthman, dentro de la presente metáfora la primera presidencia menemista, pero sin embargo fue reelegido dos veces –antes que el kirchnerismo descubriera la transversalidad, los derechos humanos y los ’70- por una sociedad hegemónicamente antimenemista. Si bien los índices de medición de audiencia nos dicen que los realitys –sobre el que versa este vano y frívolo ensayo y aquel donde los sueños sueños no son sino bailes- pierden ante las ficciones que 4 de los 5 canales de aire posicionaron en el prime time, al menos GH, en caso de confiar en esa megacorporación de la corporación jurídica que son los escribanos, posee un caudal de frenéticos enviadotes de sms nada despreciable. Solamente esta cantidad de votantes –una nueva mostración (y en esto los amigos anarquistas van a estar contentos y los amigos peronistas tristes, a pesar del spinozista Jauretche) que votar es botar la participación para votar delegación-, y que el público en estudio se colombianiza no por inseguridad paramilitar sino por coreo de consignas terroristas de su inteligencia, justificaría que estudiantes y egresados de carreras dedicadas a la sociedad en general, con la interpelación especialmente puesta en una carrera actualmente a la mano como Comunicación, se ocuparan de pensar su especificidad, pero sobre todo, más que lo que tiene en común con el panóptico del ya vendido en kioscos Foucault, con la novela de Orwell o con anteriores ediciones igualmente infames del presente programa, en sus variaciones: no es ninguna novedad, desde el momento en que Zizek se cuela en el fragmento de canción que los participantes cantan a la hora de abandonar la casa -¿cómo investigar urbanismo y no ocuparse de la casa más famosa del país?-, que el capitalismo –como el olvido- es cambio mientras el socialismo –como la memoria- es permanencia. Quizá de aquí pro-venga el desprecio que las izquierdas en general manifiestan hacia estos fenómenos así como la comodidad en el afincamiento en una retórica de la memoria: ¿cómo ver y molestarse en escribir un articulito sobre un programa que, además de lisonjear gratuitamente –sin comerla ni beberla- la etiqueta sin etiqueta de frívolo, vuelve imposible, dada la cantidad de partícipes que entraron, los que salieron por votación y por motus propio y los que entraron en reemplazo de los últimos, y la misma –en contra de lo que se dice, y no precisamente desde la producción- insignificancia de sus vidas, recordar siquiera el nombre de cada uno de los participantes? ¿Por qué molestarse, cuando puedo formarme continuamente viendo 678, mirando una película o –muchisísimo mejor- leyendo un libro –leer Hegel antes que ver Los Simpson un domingo a la siesta-, en ver a esta equipo de rugby ampliado que no sabe escribir y a gatas hablar? En el citado artículo se mentaban los abultados pechos de una participante: a la postre, por esos portales de video que permiten ver tanto filmaciones inéditas de desiguales enfrentamientos entre israelitas y palestinos como menemistas programas transgresores de la década del ’90 que a su vez capitalizan las que algunas vez fueron experiencias transgresoras en facultades sociales, hallada en el papel de striper al recientemente casado jefe de intendencia porteño. Sin embargo, aquellos sugerentes escotes no bastan: por supuesto que, como la homosexualidad femenina -¿es posible hablar de lesbianismo por fuera del binarismo hombre-mujer?; ¿cómo, si decimos buscar transcender esta dicotomía, nos puede interesar la denominación de una práctica que parte precisamente de aquella normatividad?-, la transexualidad, una efectiva o supuesta estadía en la cárcel, son carnadas para prender el morbo de una audiencia vouyeurista en similares proporciones al exhibicionismo de aquellos. Esta, en todo caso, es la tensión que genera el malestar provocado por determinadas instituciones: no –como twitea Clarín- el ultrakirchnerismo o –como responde el kirchnerismo- la oposición que va a genocidiar o exiliar al kirchnerismo en el improbable caso de que Cristina pierda en octubre, sino la sobreexposición espectacular o el aislamiento ensimismado. En el caso de algunas tecnologías, por ejemplo ciertas redes sociales, dándose ambos fenómenos a la vez. De hecho, son dos caras de la misma moneda: me sobreexpongo mediáticamente porque me aíslo hogareñamente de la sociabilidad encarnada. La función conservadora del hogar, en oposición, aunque también pueda serlo, a lo que abre, como el conflicto o las críticas, la calle, los bares, la ciudad. Es llamativo que las izquierdas que gustan demonizar estos programas por frívolos o insignificantes no hayan emprendido sus críticas precisamente por allí: no hay nada más conservador que una casa, sea famosa o no. En esta dirección, resultan ridículas –por no escribir tontas: si no hay no inteligentes tampoco hay tontos (no hay jerarquía en la ignorancia, como gusta repetirse sloganeramente)- las indiferencias más que impugnaciones que pueden verse en la segunda estación del semanal circuito mediático kirchnerista: no se trata de que dentro de la casa se hable del matrimonio igualitario para que, de buenas a primeras, deje de ser ignorable para resultar interesante -como si el clivaje que lo determinara fueras las medidas tomadas en los últimos 8 años (ya 8 años)-, sino lo que la casa permite pensar. Lo que una casa dispara pensar. La producción del programa es soberana: decide sobre la excepción. De aquí que, como con el capital, resulte zonzo hablar de traición, palabra cara a las tradiciones de izquierdas. La casa, concomitantemente, en la presente edición estalló uno de los soportes sobres los que antes se basaba: la separación adentro-afuera. Una barra invertida en lugar de guiones. Como en el siempre citado anillo de Moebius, tal corte ya no existe: adentro y afuera, como aceite en el mar, se con-funden. No sólo por la obvia comunicación con el afuera por las redes sociales, sino por la inverosímil proveniencia de los gritos de otras bocas que no sean las de producción: puede ser conspirativo, pero la paranoia es una producción serial de la casa. Esta, con sus vecinos, ya no es más agua y aceite sino petróleo y mar. Esto comporta toda una teoría de la vecindad: una doble vecindad, o vecindad superpuesta, donde, en contra de lo que marketineramente se repite, importa tanto la vecindad interna como la externa. La con-vivencia como el grado sumo de vecindad. No hay personas más vecinas que las concubinas. Y sin embargo no se piensa la convivencia en términos de vecindad. No deja de resultar llamativo que no se haya apelado a GH para pensar el Indoamericano. Continuará.


Notas

[1] “5 notas sobre #GH2011”, en práctica discursiva. dispersiones en la regularidad.
  

miércoles, 9 de febrero de 2011

Una muerte nunca vale




Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.
Federico García Lorca, Alma ausente

Una muerte nunca vale otra muerte, y no porque la singularidad de sus circunstancias se rebelen irreductibles a lo Uno, ni porque aún resuene, siquiera a modo de farsa, la consigna montonera: 5 por uno no va a quedar ninguno. Y es que, finalmente, la personificación de la muerte, su arcaico anhelo de inmortalidad, de permanencia más allá de la descomposición del cuerpo, acaba siendo capturada por la máquina axiomática de la tanatopolítica, valorizada y arrojada sobre el campo santo para competir por los laureles de la gloria junto con múltiples otras muertes. La cuestión, pues, yace en indagar cuál es aquel parámetro de medición capaz de soslayar el abanico de singularidades que hace de cada muerte una muerte única e irrepetible –muerte, resta decirlo, hasta devenir gato, hay una sola-, parámetro a partir del cual de una multiplicidad de muertes podría extraerse La Muerte, que no sería una, indeterminada, sino muerte soberana. Si la pregunta fuera por la muerte en cuanto acontecimiento inclemente, tiro de gracia que arranca del cuerpo la última experiencia del último suspiro, tal vez se podría inquirir su precio –que siempre es justo, ¿o acaso alguien se cree capaz de ocupar el lugar de tercero de apelación cuando de ponerle precio a una muerte se trata?- en el mercado negro de sicarios, barrabravas para-policiales y mercenarios. Pero no es del acto de matar a lo que se trata, sino de aquel estado de continuidad irrepresentable en que la vida emerge displicente como radical excepción. ¿Con qué parámetro medir, entonces, las diversas muertes para hallar aquello que hace que una muerte nunca valga otra muerte: cantidad de lágrimas derramadas, de días de duelo padecidos, de personas movilizadas al entierro, a la Plaza (¿será acaso que con la muerte de Néstor, como con la de Evita y Perón antes, la Plaza devino cementerio –no así con el poco recordado bombardeo del ´55, pues no es en los cementerios donde se mata, sino en los campos de concentración y de batalla-?), longitud de avenidas berazateguienses con el nombre del difunto mayor, diámetro de baldosas memoriosas con el nombre del difunto menor (¿cuántas baldosas vale una avenida?), altitud de montículos de piedra, exotismo de flores entregadas, cantidad de caracteres del epitafio, costo del mármol de la lápida, de las cruces de madera reciclada? Si tomáramos alguno cualquiera de tales parámetros al azar, ¿podríamos responder cuántos Marianos vale un Néstor? ¿Cuántos Robertos y cuántos Sixtos vale un Mariano? ¿Cuántos Bernardos, cuántas Rosemaries, cuántos Juanes, cuántos Julios? ¿Y cuántos n/n vale cada uno y una de ellas? ¿Alguien sabe de quiénes se trata? ¿Podríamos tal vez medir las muertes por la cantidad de recuerdos que sus nombres despiertan? A las muertes no se las mata con el olvido pues nadie puede morir dos veces, apenas se las torna insignificantes, vanas, sin-sentido, indignas.


Imágenes.

 


Y con qué fin toda esta dialéctica en historia
para qué ir al paraíso estando muertos
para qué buscar la gloria estando vivos
si la gloria está muy lejos de este huerto.
Loquero, Esculturas

Un campo –sí, otra vez, todos a la vez: de juego, de concentración, de batalla, campo santo- inmerso en la intensidad de una ciudad a la que nunca le importó, franqueado por avenidas en que circulan privaciones advenidas al encierro automotor. / Un puente haciendo las veces de palco preferencial, de tribuna de Coliseo o elevación del terreno desde el cual dirigir los movimientos militares. / Miles de fogatas alumbrando la metáfora de la pérdida irreparable, astros fulgurantes caídos al ocaso de los villeros. / Madres llorando y pidiendo por sus hijos. / Varones sin saber qué pedir pero sí cómo hacerlo: afilando el machete contra el guardarrai del puente. / Jóvenes obscenos recién desembarcados del pre-metro jugando a ser corresponsales de guerra sin cámara ni grabador, incapaces de testimoniar lo que no se atreven a mirar.

Cuando imágenes inasibles por discursos imprudentes hacen estallar nuestros modos habituales de decir, las preguntas por el testimonio –no sólo por el cómo sino, sobretodo, por la elección de lo que se dice sobre el fondo de lo que se calla- se disparan al aire sin solución aparente más que la verborragia de pretensiones redundantes y elocuentes hábiles para enmarcar todo acontecimiento en las letras de titulares gráficos y zócalos televisivos. Expresiones harto ponderadas de afán sobrecodificante cargan con la simpleza de nombrar aquello que, por (in)definición, carece de nombre y acaban escabulléndose en la insensatez de lo que se repite, y se repite, y se repite sin mediación reflexiva alguna. La violencia desnuda y descarriada sobre un espacio en que el formalismo de la otra violencia –la monopólica del Estado- se limita a habitar desde el diagrama distante de la avenida es calificada de zona liberada, aunque lo que allí suceda poco tenga que ver con la idea de una liberación. Sin demasiadas avenencias, propongo arrancarle al significante la pregunta por el objeto indirecto de la acción escondida tras la argucia del participio: ¿liberada de quién: de la palabra, del discurso político, del orden pretérito, de la ley, del Estado?
Las imágenes de la ocupación del Parque Indoamericano durante los momentos de conflicto entre “vecinos” parecían salidas de la descripción del estado pre-social hobbesiano en que el hombre lobo del hombre –no así la mujer, que en las tomas de tierra, como no lo hubiera permitido incluso un acérrimo libertario como Buenaventura Durruti, resulta la primera en escapar del aplomo de la retaguardia para arrojarse impávida a la solemnidad de la batalla- se lanza a una guerra de todos contra todos hasta que, finalmente, acaba solicitando al soberano imponga la seguridad del cerco gendarme. Pero el paso de la historia no admite retrocesos, menos aun a instancias míticas. Cuando el monopolio de la fuerza decide actuar por omisión sobre tal o cual localización, cuando opera un dejar hacer - hacer matar entre cuerpos marginales en abierta disputa, lo que allí acontece no es el retorno a un momento en que la ley aún no se hubiera inscripto, sino el desgarro de su propia línea de inscripción, la apertura de una grieta en el trazo indeleble que el significante en letra mayúscula ha dejado tras su arrasamiento originario. Más que retorno a un estado pre-social, la zona liberada en el Parque Indoamericano conformaría el reverso de un Estado de excepción: no confirmación del poder soberano sobre la pura vida biológica, sino producción de las condiciones para el reclamo de su intervención.


Palabras.



Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Ponerse en el lugar de un ser cuya alma está mutilada por la desgracia o en peligro inminente de serlo es anonadar la propia alma. (…) Por ello a los desgraciados no se los escucha.
Simone Weil, La persona y lo sagrado

- Vengan con nosotros que es peligroso, somos vecinos, venimos a manifestarnos para que los ocupantes se vayan.
- Mi hijo, mi hijo está abajo, lo van a matar.
- Corré, corré, corré.
- ¿Van a bajar o se van?
- ¿Realmente tienen necesidad de quedarse?, los van a matar.
- ¿Querés que demos la discusión política ahora?
- Vayan, vayan a hacernos el aguante desde el Jumbo.
- Quiero ir a mirar, estar ahí, verlo con mis propios ojos.

En la zona liberada del Parque Indoamericano, allí mismo donde la Ley se desgarra y el significante se agrieta, no hay lugar (o: hay no-lugar) para el debate político. Las palabras se lanzan y se pierden como escupitajos impotentes al calor de las fogatas, el verbo se escabulle y cobarde se exilia en recintos equipados con aire acondicionado y sistema de audio. El orador de palco y tribuna se muerde la lengua y atraganta con las (s)obras del arte de su retórica, mientras los cuerpos afectados por la erótica del combate defienden impertérritos su vida y su tierra. ¿Asistimos, en tales acontecimientos, a un agotamiento de la palabra, un desborde de los hechos más acá de las fronteras del verbo, emergencia de la imposibilidad de decir, de testimoniar?
La experiencia límite de la muerte es, por antonomasia, aquella sobre la cual nunca nadie podrá dar cuenta, intensidad nirvánica cuando irrumpe, continuidad inexpugnable al instante, a la que la vida no puede más que rendirle culto. Cementerios, placas recordatorias, epitafios, animitas, mausoleos, espacios de la memoria, no podrán jamás evocar la muerte: triunfo ostensible del olvido. Así pues, si su emergencia prodigiosa lleva consigo a cuestas, como un jorobado su joroba, la imposibilidad de la palabra, el destierro anticipado de esta última, ¿anuncia de manera afónica el cortejo fúnebre de los cuerpos silenciados?
Lejos de satisfacer una condena soberana, el silencio conforma la expresión de una resistencia, más que el anuncio del fin de una vida, tal vez –bien lo saben quienes padecieron, detenidos y desaparecidos, las confesantes torturas cívico-militares- la única posibilidad de su supervivencia. Y es que, valga la aclaración, el silencio no delata la imposibilidad de decir, sino la elección de no hacerlo. Lo que mata no es el silencio ni denuncia éste el agotamiento del lenguaje que –al igual que el Estado-, una vez pronunciado, ya no admite su retorno a una mítica lengua pre-babélica. Lo que mata, con implacable sutileza y masiva efectividad, es la ausencia de una escucha atenta. Si de algo fue liberada la zona del Parque Indoamericana fue justamente de ella, de la posibilidad de las y los ocupantes a ser escuchado su reclamo, de que su discurso fuera tenido en cuenta en igualdad de condiciones que los discursos mediáticos, de senadores y diputados, de funcionarios, de militantes renombrados y vecinos indignados. La vulneración a los y las ocupantes de su derecho a ser escuchados constituyó su asesinato en cuanto sujetos, generando a su vez las condiciones para el posterior aniquilamiento impune de los cuerpos.


Experiencia.



Me niego a pensar que hemos sido derrotados, que las vidas secuestradas, torturadas y asesinadas por los estados terroristas de este vapuleado planeta tierra fueron en vano.
Fun People, Spirito del 77

Compañeros de la Asamblea de Flores ocuparon algunas de las tierras del Parque Indoamericano. El viernes 10 de diciembre a la noche, luego de ir a la reunión especial de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, fuimos desde el bachillerato popular “20 Flores” hasta Soldati. Llegamos al Supermercado Jumbo minutos después de que asesinaran al pibe de 19 años, mientras en el predio nuestros compañeros intentaban sacar a uno de los heridos, a quien le habían aplastado la cabeza y explotado un ojo. Caminamos hasta el puente, allí nos quedamos inmóviles observando desde arriba las cientos de fogatas prendidas por los ocupantes para pasar la noche, mientras alrededor nuestro mujeres lloraban y nos pedían el celular para llamar a sus hijos que estaban abajo, y otros vecinos marchaban con facas y machetes buscando entrar a desalojar a las y los ocupantes. Se escucharon nuevos disparos y salimos corriendo. Al rato nos llamaron nuestros compañeros que estaban en el predio para que nos acercáramos nuevamente al puente. Les dimos algunas aguas que les habíamos llevado, les dijimos que por qué no se iban de allí, que los iban a matar, que los ayudábamos a salir. "¿Querés que demos la discución política ahora?", nos contestaron. Nos fuimos. 
Las imágenes desmedidas, imposibles de ser capturadas en toda su intensidad por las cámaras televisivas, la experiencia del terror a perder lo más precioso que nos queda cuando todo lo demás carece de sentido, me hicieron pensar sobre la violencia desnuda que adviene cuando la palabra se ausenta. Miedo y vergüenza, tonalidades emotivas emergentes ante situaciones que exigen el suficiente tiempo de reflexión para una elaboración que no caiga en la imprudencia de la declamación. Ya no se trataba de una lucha por la tierra, sino por la vida de quienes estaban en el predio. Ellos eligieron no salir, ¿qué es lo que moviliza a que alguien decida arriesgar su vida de tal manera? Tal fue la pregunta que motivó la escritura del presente texto. Tal vez será que, contra los argumentos de Oscar Del Barco para injuriar a las organizaciones armadas de los ´70, no toda vida vale lo mismo. Tal vez será que, quienes optamos por no bajar aquella noche, decidimos que nuestra vida –y, por ende, nuestra muerte- vale más que la de quienes decidieron quedarse en el Parque aquella noche.

         Arrellanado en un estrato más profundo y arcaico que la expresión consciente de un ideal o de un deseo, el anhelo por la inmortalidad –en sus múltiples formas y colores: encarnación, resurrección, supervivencia del doble- no escatima exigencias de tipo alguno a los actos en cuyos efectos se juega la sobre-escritura del nombre. La heroicidad del combatiente y la gloria del militante constituyen, dentro de los estrechos márgenes del campo de lo político, las esplendorosas ambiciones por medio de las cuales se apresta a afrontar el riesgo a la muerte, el segundo de los mayores miedos del individuo –el primero: el olvido. Muerte y olvido conforman, por superposición –pues cuál es el fin de la memoria (así como de los cementerios y museos) sino el absurdo intento por preservar aquello que se ha ido-, el ineludible destino sobre el que pende el sentido de la persona. Para el combatiente heroico y el militante que busca la gloria, dar la vida por un ideal es el precio que deben pagar por alcanzar la inmortalidad: paradójica peripecia de superar la finitud de la duración habitando el recuerdo del más allá. Pero la vida no se da tan sólo en el momento excepcional en que la muerte deviene posibilidad tangible, sino también –y sobretodo- mucho más acá: en la cotidianeidad de los ámbitos por los cuales transitan los afectos, allí donde el pensamiento resulta inescindible de los modos de ser. Aquellos instantes de confusión, aquel pastiche de emociones del que ni el yo ni el nosotros son capaces de dar cuenta, conmueven la emergencia de lo impersonal –dimensión anónima y pre-individual- que yace silencioso en cada uno. Aquellos instantes en que los ideales dejan de ser un horizonte lejano a alcanzar mediante la entrega incondicional y se funden con lo habitual de la existencia de un modo que resulta inaprensible para la máquina axiomática de la tanatopolítica, apartan de un manotazo el velo de la apariencia para dejar al descubierto la evidencia de que, finalmente, una muerte nunca vale, pues las formas-de-vida son lo único que cuentan.