Cualquier taller de urbanismo –o, si se prefiere, sobre la ciudad- debería haber estado entre los primeros en escribir sobre Gran Hermano (GH): sin embargo, por vergüenza cultural[1], particularmente vergonzosa entre estudiantes sociales y puntualmente de Comunicación, aquello no ocurrió, al menos hasta donde se tiene noticia. GH, comparado con una de las tres santas trinidades del KDT kirchnerista, es un consumo simbólico frívolo, una expectación contraria a la efectiva o supuesta inteligencia del espectador: como si, gramsciana-rancieranamente, hubiera no inteligentes, para merma de quienes así se identifican. Una vez más es Alan Pauls, con su Historia del pelo (2010) visionaria en mostrarnos bourdeanamente –aunque jamás se cite al autor, quizá no sea de su agrado, no importa- las capitalizaciones del pasado traducibles en el presente, quien ayuda a pensar la importancia de la frivolidad: pocas cosas más frívolas, además de ver GH, que el pelo, cuidarlo, invertir en su cuerpo para luego capitalizar sus dividendos. GH es una suerte de pelo de nuestra sociedad –y me refiero a la argentina, no al burbujeante micromundo sociohumanístico, con su cuidado descuido y consumos legítimos-: pocos dicen estar pendientes de él, pero sin embargo todos saben lo que sucede. Es cierto que una sociedad massmediática se parece bastante a una sala de peluquería: aún no queriendo enterarte de lo que te estás a punto de enterar, enterarse o no no depende de la propia voluntad: como ser judío, portado en el apellido aunque se desconozca cuánto pesa un kipá, es una fatalidad. Pero también GH es el menemismo del progresismo y puntualmente de los ámbitos demasiado humanos y poco sociales: nadie negaría saber sobre el archisabido panóptico de(l metrosexual) Benthman, dentro de la presente metáfora la primera presidencia menemista, pero sin embargo fue reelegido dos veces –antes que el kirchnerismo descubriera la transversalidad, los derechos humanos y los ’70- por una sociedad hegemónicamente antimenemista. Si bien los índices de medición de audiencia nos dicen que los realitys –sobre el que versa este vano y frívolo ensayo y aquel donde los sueños sueños no son sino bailes- pierden ante las ficciones que 4 de los 5 canales de aire posicionaron en el prime time, al menos GH, en caso de confiar en esa megacorporación de la corporación jurídica que son los escribanos, posee un caudal de frenéticos enviadotes de sms nada despreciable. Solamente esta cantidad de votantes –una nueva mostración (y en esto los amigos anarquistas van a estar contentos y los amigos peronistas tristes, a pesar del spinozista Jauretche) que votar es botar la participación para votar delegación-, y que el público en estudio se colombianiza no por inseguridad paramilitar sino por coreo de consignas terroristas de su inteligencia, justificaría que estudiantes y egresados de carreras dedicadas a la sociedad en general, con la interpelación especialmente puesta en una carrera actualmente a la mano como Comunicación, se ocuparan de pensar su especificidad, pero sobre todo, más que lo que tiene en común con el panóptico del ya vendido en kioscos Foucault, con la novela de Orwell o con anteriores ediciones igualmente infames del presente programa, en sus variaciones: no es ninguna novedad, desde el momento en que Zizek se cuela en el fragmento de canción que los participantes cantan a la hora de abandonar la casa -¿cómo investigar urbanismo y no ocuparse de la casa más famosa del país?-, que el capitalismo –como el olvido- es cambio mientras el socialismo –como la memoria- es permanencia. Quizá de aquí pro-venga el desprecio que las izquierdas en general manifiestan hacia estos fenómenos así como la comodidad en el afincamiento en una retórica de la memoria: ¿cómo ver y molestarse en escribir un articulito sobre un programa que, además de lisonjear gratuitamente –sin comerla ni beberla- la etiqueta sin etiqueta de frívolo, vuelve imposible, dada la cantidad de partícipes que entraron, los que salieron por votación y por motus propio y los que entraron en reemplazo de los últimos, y la misma –en contra de lo que se dice, y no precisamente desde la producción- insignificancia de sus vidas, recordar siquiera el nombre de cada uno de los participantes? ¿Por qué molestarse, cuando puedo formarme continuamente viendo 678, mirando una película o –muchisísimo mejor- leyendo un libro –leer Hegel antes que ver Los Simpson un domingo a la siesta-, en ver a esta equipo de rugby ampliado que no sabe escribir y a gatas hablar? En el citado artículo se mentaban los abultados pechos de una participante: a la postre, por esos portales de video que permiten ver tanto filmaciones inéditas de desiguales enfrentamientos entre israelitas y palestinos como menemistas programas transgresores de la década del ’90 que a su vez capitalizan las que algunas vez fueron experiencias transgresoras en facultades sociales, hallada en el papel de striper al recientemente casado jefe de intendencia porteño. Sin embargo, aquellos sugerentes escotes no bastan: por supuesto que, como la homosexualidad femenina -¿es posible hablar de lesbianismo por fuera del binarismo hombre-mujer?; ¿cómo, si decimos buscar transcender esta dicotomía, nos puede interesar la denominación de una práctica que parte precisamente de aquella normatividad?-, la transexualidad, una efectiva o supuesta estadía en la cárcel, son carnadas para prender el morbo de una audiencia vouyeurista en similares proporciones al exhibicionismo de aquellos. Esta, en todo caso, es la tensión que genera el malestar provocado por determinadas instituciones: no –como twitea Clarín- el ultrakirchnerismo o –como responde el kirchnerismo- la oposición que va a genocidiar o exiliar al kirchnerismo en el improbable caso de que Cristina pierda en octubre, sino la sobreexposición espectacular o el aislamiento ensimismado. En el caso de algunas tecnologías, por ejemplo ciertas redes sociales, dándose ambos fenómenos a la vez. De hecho, son dos caras de la misma moneda: me sobreexpongo mediáticamente porque me aíslo hogareñamente de la sociabilidad encarnada. La función conservadora del hogar, en oposición, aunque también pueda serlo, a lo que abre, como el conflicto o las críticas, la calle, los bares, la ciudad. Es llamativo que las izquierdas que gustan demonizar estos programas por frívolos o insignificantes no hayan emprendido sus críticas precisamente por allí: no hay nada más conservador que una casa, sea famosa o no. En esta dirección, resultan ridículas –por no escribir tontas: si no hay no inteligentes tampoco hay tontos (no hay jerarquía en la ignorancia, como gusta repetirse sloganeramente)- las indiferencias más que impugnaciones que pueden verse en la segunda estación del semanal circuito mediático kirchnerista: no se trata de que dentro de la casa se hable del matrimonio igualitario para que, de buenas a primeras, deje de ser ignorable para resultar interesante -como si el clivaje que lo determinara fueras las medidas tomadas en los últimos 8 años (ya 8 años)-, sino lo que la casa permite pensar. Lo que una casa dispara pensar. La producción del programa es soberana: decide sobre la excepción. De aquí que, como con el capital, resulte zonzo hablar de traición, palabra cara a las tradiciones de izquierdas. La casa, concomitantemente, en la presente edición estalló uno de los soportes sobres los que antes se basaba: la separación adentro-afuera. Una barra invertida en lugar de guiones. Como en el siempre citado anillo de Moebius, tal corte ya no existe: adentro y afuera, como aceite en el mar, se con-funden. No sólo por la obvia comunicación con el afuera por las redes sociales, sino por la inverosímil proveniencia de los gritos de otras bocas que no sean las de producción: puede ser conspirativo, pero la paranoia es una producción serial de la casa. Esta, con sus vecinos, ya no es más agua y aceite sino petróleo y mar. Esto comporta toda una teoría de la vecindad: una doble vecindad, o vecindad superpuesta, donde, en contra de lo que marketineramente se repite, importa tanto la vecindad interna como la externa. La con-vivencia como el grado sumo de vecindad. No hay personas más vecinas que las concubinas. Y sin embargo no se piensa la convivencia en términos de vecindad. No deja de resultar llamativo que no se haya apelado a GH para pensar el Indoamericano. Continuará.
Notas:
[1] “5 notas sobre #GH2011”, en práctica discursiva. dispersiones en la regularidad.
Muy interesantes los prejuicios de por qué los estudiantes de sociales supuestamente no se animan a tratar temas como GH... jeje (GG).
ResponderEliminar¿El problema sería que no se animan? ¿Hay problema en esto?
Recuerdo la participación de Eliseo Verón, en Gran Hermano 2001. Justificaba su intervención académica (así definida por él mismo), llevando la bandera de una cruzada intelectual, mostrando la posta del camino del futuro en las ciencias sociales, se definía como aquél que no tenía miedo de ensuciarse con temas que sí atañen los intereses de la sociedad (?) (¿de qué sociedad?). Prometo buscar la cita de autoridad, pero no hay por ahora, autoridad digo.
Pensé que el texto iba a hablar sobre fenómenos de inoculación, como eso de que Gran Hermano y todo su peso orweliano terminó siendo un concurso machista que mide quién las tiene más grandes. Eso hubiera escrito como estudiante (?) jaja, salud!
El texto trabaja, o al menos intenta, un concepción ampliada del estudiantado sociohumanístico, no restringida.
ResponderEliminarNo sé qué autoridad es hoy extraible de Eliseo Verón, quizá los dos palitos celetes del logo presidencial de Duhalde.
La "inoculación", tanto como lo que el texto sí tematiza sobre su final, en todo caso son proyectos de futuros escritos, como el final "continuara" denota: es injusto pedirle a un texto lo que uno esperaba de él y no en todo caso lo que él tiene para ofrecer. Bienvenidas sean las escrituras de lo que esperábamos y no encontramos.
"No sé qué autoridad es hoy extraible de Eliseo Verón, quizá los dos palitos celestes del logo presidencial de Duhalde." jajaja, genial.
ResponderEliminarSí, totalmente injusto, pero es una ausencia que late, mas q latente. Ahí quedó el puntapié incial.