domingo, 13 de marzo de 2011

la ciudad autista





Autismo. Bien puede objetársenos el que nos tomemos para la chacota un trastorno que poco tiene de divertido. Puede. Mas, lo que no se detiene en las metrópolis, lo que pasa en esos flujos veloces, las afecciones que arma, nada tienen de desconexión. No en un sentido que no sea mundanamente articulado, industrialmente ensamblado. Es sabido que las ciudades emplazaban –no enrejaban, privaban, separaban- aquello que podemos llamar ciudadanía, propiedad de lo común. Así, lo común requiere, asimismo, sus dispositivos. Un hacerse del espacio de lo propio, y no meramente un ir a éste. La limitancia es esto: considerar [no creer, no importa qué se crea, sino qué encadene los cuerpos] que lo político reside en alguna parte separada que no en nosotras/os. El espacio –como los derechos- no nos es dado, es arrancado, apropiado –o, mejor, sin propiedad [así sea la de lo llamado público] que no pase por un uso común, esto es, de cualquiera-. Asimismo, es indiscernible de sus afectos, sensibilidades. ¿Cómo podríamos hacernos del espacio de lo común si lo que emerge al encuentro es la agresividad automo(in)vilizante? Que se nos replique que el automóvil es agresivo, arrancándole bicisendas a los trazados autistas, no quita que lo que nos retiene sea una planicie de máquinas ensordecedoras que a nosotras/os atañe, puesto que gobierna el espacio, reticula, organiza, esto es, priva –y decíamos más arriba que el espacio es los afectos que se tienden, luego, ¿qué cosa sino una movilización del ánimo se pone en funcionamiento?-. En la velocidad sólo los autos pasan. Fijados en ella los cuerpos únicamente pueden protegerse, armarse, dispararse, máquinas-veloces encerradas en el tránsito, privándose del contacto con la carne del mundo. Tras sus bólidos, sus equipamientos, sus GPS, nada pasa, no hay qué los implique, no hay más que un tendal de privatizaciones que avasallan, pisotean a nosotras/os, cuerpos endurecidos en la movilización generalizada de lo que nada espera. Es urgente detener el tendido angustiante de lo que no conduce a ninguna parte más que a la indiferencia, esto es, a un desprenderse de la sensualidad de los cuerpos.

Y decimos un sentido, esto es, una sensibilidad armada, estratificada, organizada en unas líneas de montaje que se tienden de los alambres que en nosotras/os se incrustan y encuentran su modo de apariencia en el tránsito. De éstos hilos que nos retienen quisiéramos hurtarnos. Algo pasa, se incorpora. Si es cierto que la sociedad del espectáculo nos apuntala, ordena, emplaza unas fijaciones, si es que nuestros cuerpos-flujos se endurecen en la movilización generalizada, no es por ello menos cierto que el movimiento que anima lo común es inasible por una tecnología de gobierno que nos aplana en las autopistas, que desconecta esa mundana presencia que a nosotras/os envuelve.

Asimismo, la limitancia es centro, palabra [apropiada] de orden puesta en circulación. Empero, nosotras/os desgarramos la medida [y, es sabido, el hombre es la medida de todas las cosas, forma que destroza la planicie sobre la que nos paseamos; ¿qué es la forma-hombre? Diremos que es un punto de relaciones que anuda un propio –un propio sin fundamentos que le sean apropiados: bajo las palabras sólo el tiempo emerge, la inquietud de los cuerpos-movimiento-], excedemos, hacemos sabotaje a las palabras-órdenes en el aturdimiento de lo que ahí se nos muestra en el mientras tanto de su duración, en la desestratificación del cuerpo organizado.

Angustia es arrancarse de la carne que nos circunda, desprenderse del tejido del mundo o, mejor, privarse de lo que nos abraza a una experiencia de lo sagrado, desertar de un plano que nos tiende –brotes que emergen en un terruño del que somos apariencia-, y no encontrarse afectuosamente en él. La tristeza de las ciudades no es otra cosa que el ritual siempre repuesto de una separación que nos priva de lo común, de los afectos alegres -¿y acaso no sonríe la ciudad al encuentro tumultuoso, su potencia desatada?-, del cuerpo desorganizado que torna ingobernable la máquina-metrópolis, abriéndole huecos a lo aplanado del equivaler generalizado, al autismo de las ciudades.


1 comentario:

  1. ¿Y lo que se aburren en el campo? Me digo a veces que la ciudad es también un mal necesario. Pero un mal tipo memorias del subsuelo.

    Y, ¿del metro no hay apunte?

    Por cierto, bravo por el escrito.

    Un abrazo y les sigo.

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