martes, 22 de marzo de 2011

fábrica sin patrones





Desde el trabajo hasta la facultad se hace una hora y pico. Tren o bondi, es lo mismo. Mientras el 148 agarra envión, nos tomamos el laburo de garabatear algunas impresiones sobre la sede nueva, esa que bien conocemos, puesto que traemos puesta. Impresiones que son confusas, intercaladas entre imágenes que para nosotras/os siguen estando ahí. Asimismo, éstas no hablan en lugar de nadie, sobre nadie. Nada hay que representar aquí. No nos hacemos del espacio hasta que no hemos hecho las cosas más impensables en el mismo. Entrar de nuevo a la facultad nos trae recuerdos de la calurosa noche de invierno en que decidimos que a las/os estudiantes nos hacía falta un comedor, un bar, un espacio común para el encuentro. Y es que hay un tiempo escurriéndose por debajo del tiempo. Recordemos sino al tomate que está tendido en la mata y viene un hijo de yuta y lo mete en una lata… Si nos detenemos a ver, bajo la planicie de los pasillos, ahí están las luchas que persisten en la mudeza de la experiencia. Sólo hay que despegar la costra, las durezas de la normalización y emerge, como un hueco de aire que inquieta. Interrumpiendo el ruido de fondo, el palabrerío, donde antes funcionaba una máquina, un aula, la Nº 6, allí encontramos que podía tener lugar un comedor estudiantil. Y lo levantamos con el trabajo acomunado de las/os compañeros estudiantes y trabajadores de organizaciones sociales. Gran noche aquella. Frente a los portones de la facultad, la burocracia nos venía a visitar. Y es que burocracias hay muchas, encarnadas en el plano que les es propio -burocracia, esto es, institución de gobierno, y no del gobierno-. Nuestra fábrica de palabras autogestionada. Y los rompehuelgas que nos violentan. No éramos muchos esa noche aguantando los portones. Los provocadores y nosotras/os. La mayor parte, cerca de 1000 compañeras/os, fueron hacia un colegio secundario –recordemos que los pibes habían dejado claro que no iban a dejar que la falta de presupuesto se les viniera sobre sus cabezas- al cual una patota había ido a amedrentar, disciplinar. La asamblea que veníamos realizando se interrumpe para ir a efectuarse a las puertas del colegio. ¡Y no saben qué linda imagen la de la vuelta de las/os compañeros en medio de la noche! ¡Imagínense la cara de los vecinos que salían a sus balcones para ver la asamblea itinerante que surcaba la Av. 9 de Julio, entradas las 2 de la mañana! Y sí, es que el edificio único lleva inscripto en sus paredes la ebriedad de las/os tomadores que se amucharon en asamblea sin propietarios. 

 

         Caminamos. Para quienes venimos del sur del conurbano, Constitución es un verdadero triunfo histórico. No hace falta más que hacer unos pasos desde la plaza hasta la sede. Qué mejor lugar para poner una facultad de sociales: objetos de estudio por todas partes se pasean, como si se resistieran a ser cosa, como si tuviesen voz propia, pensasen, sintiesen, ingobernables por toda palabra soberana. Putas y travestis por doquier, obreros viajantes, chinos cada media cuadra y puestos de comidas que ningún estudiante de medio pelo probaría en su vida, ni siquiera si un día, conmovido, se proletarizara. ¡Al fin, la clase obrera a las puertas de las facultades! ¡Y sólo había que tomarse el subte a Constitución! ¡O el tren! ¿Cómo no lo pensamos antes? ¡Imagínense el día glorioso en que vayamos a dar cátedra a Plaza Constitución! ¡O el día en que, radicalizados, tomemos el mismo tren que las multitudes malolientes! ¿Y no es que transitamos esas mismas líneas de montaje de la precarización de la vida para acercarnos a las facultades? ¡Qué esquizofrenia! ¡Qué espectáculo! Definitivamente, hay vida más allá de Parque Centenario. Arlt se relamería de vernos aparecer entre los bajos fondos, qué bichos raros muñidos de morrales seremos. Los días de facultades ebrias pensábamos que las clases no tenían patrón. Clases autoorganizadas se pusieron en funcionamiento por todas partes, haciéndose del espacio holgazanamente rotulado como “común”, inventándolo. Algunos profesores se tropezaron aquellos días, enredados con sus palabras. Las ecuaciones se mostraron algo bastante más complejas, irreductibles a la última palabra apropiada. Y las creencias mostraron que sus presupuestos eran precarios. Los problemas emergían, en el entuerto, en la piedra en el zapato. Es sabido, no se pueden desatar los problemas, mas sí es posible buscar entre ellos, disparatarse en el lenguaje, encontrarse en él. En lugar de obstinarse, bien hubiesen hecho nuestros sacerdotes en pensarse envueltos en esta perplejidad. Como niñas y niños que buscan, arroparse en las preguntas. Hoy, incorporados en la nueva sede, esa que tanto nos costó lograr, una cosa nos conmueve: el auditorio guarda una promesa, la de las asambleas autónomas que allí tendrán lugar cuando nosotras/os nos hagamos del espacio comunal.

 

         Hay algo que está como incrustado al espacio, indiscernible. Y es el encontrarnos nosotras/os, como tejidos en él, envueltos en nuestra mundana presencia. El gobierno de los espacios quiere la pulcritud de lo privado. Toda una metafísica se nos aparece así. No que pisemos el espacio, dejando nuestras marcas, sino que éste nos pisotee a nosotras/os. La facultad no es lugar de mero pasaje, otro de los tantos que en las metrópolis urbanas se ensamblan. Las bicisendas que a pocos metros de ella se tienden, presuponen el autismo, esto es, el gobierno de los autos, no el autogobierno. El juego de palabras no es por ello menos significativo. Lo que llamamos gobierno de los autos arma subjetivaciones, individuaciones. El autismo quiere que aquella vieja figura que se encarnaba en el plano de las ciudades, haciéndose, acomunándose, emplazándose en ella –esto es, el ciudadano-, no tenga lugar más que en la movilización generalizada –y entonces el autista como privación de lo común-. La pura circulación por los pasillos sin nada que la detenga se parece a este orden auto(in)movilizador que nos arranca lo común. Autismo. La pregunta que vamos mascullando, mientras nos apresuramos en alcanzar el último bondi: ¿qué tiene que ver el edificio único con el desmantelamiento de lo común? ¿Se nos dice así que hemos consumado el ansiado fin de la historia?

 

 

Nota: este testo de escritura automática mas no autista fue enviado a mi primer día en el edificio único, sitio administrado por docentes de la carrera de cs. de la comunicación, UBA. Si prestan atención verán que el presente se encuentra entre los comentarios -nuestros propios comentarios a la sociedad del espectáculo-, siendo decisión editorial que así fuera. Y es que, es sabido, el poder organiza el espacio del que nosotras/os nos tensamos.

 

 

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