miércoles, 28 de julio de 2010

Autopistas





La prioridad es construir autopistas. Las autopistas son una forma muy eficaz de determinar caminos. El automovilista no se puede detener en cualquier momento ni puede cambiar de rumbo repentinamente. Tiene que saber mantener la voluntad del destino. Conservar la cordura y repeler el deseo de viajar junto con la persona que va en el auto de al lado o de caminar por el pasto que crece al lado del asfalto. Reprimir todo deseo de transversalidad. Seguir la recta línea estoica. Por eso, el objetivo más importante de hacer una autopista bordeando el río no es promover el uso de medios de transporte individuales ni cercenar la vida al aire libre de quienes viven en el lugar, sino poner a prueba la conducta de los automovilistas. Pilar de nuestra sociedad, las clases automovilizadas tienen que ser inexpugnables. Tener el suficiente control de sí como para no dejarse afectar por el movimiento pendular de las ramas entre la brisa fresca, para ni siquiera detectar el vaivén tenue del agua en la orilla, la ondulación de las algas soltando sus esporas.

Fracasados los espacios de encierro, la velocidad de los cuerpos es lo que compartimenta. El andar del cuerpo encierra el cuerpo. Se encapsula en el movimiento. Se reviste de un armazón de vidrio y metal en la ruta, de una armadura de ansiedad y paranoia en la calle. Y en el borde se abruma su río. Porque el cuerpo lleva sus propias sirenas. Si, las tiene amordazadas en el baúl del auto. Pero a veces no puede callarlas. 


miércoles, 7 de julio de 2010

Un hijo es un departamento





Mis problemas con las mujeres son humanos
o me aburren o estoy hasta las manos.

AC, “Una bomba”,
Honestidad Brutal, 1999.



          Que nos perdonen los futuros padres y madres. Sin esfuerzo, ya contamos un cuarteto que, en meses más, meses menos, pasarán a tener descendencia. Un heredero, una lega. Que nos disculpen, asimismo, los enemigos de la propiedad. Pero un hijo es un departamento, un inmobiliario, un dos ambientes con livingcomedor y dormitorio.

         Los locadores, dueños de propiedad que no se dedican a habitar, prestar o regalar sino a alquilar como modo ocioso de llegar a fin de mes y mantener o aumentar sus cuentas bancarias, padecen para con sus inmobiliarios el mismo vicio y lugar común que la mayoría de los progenitores para con sus primogénitos -o, incluso, que ciertos hermanos para con sus hermanos menores-: la inflación. No hablamos del indiscriminado aumento de los alquileres soportado por la casi ontológica corrupción de las administraciones de consorcio -¡autoorganización vecinal ya!-, ni de la inverosímil –aunque heterogénea y compleja- metodología mediante la cual el INDEC –al que cuadros del oficialismo como Verbitsky, luego de justificar las aventuras del otro fiel/no-traidor de Moreno, se dedicaron a denostar con la furia de los conversos, necesitando sublimar en críticas la complicidad antes demostrada en comprensiones- mide el nivel de aumento de precios en el país, sino que nos referimos a la sobreestimación, exageración, hipérbole de lo que se considera de propia posesión: y no es ninguna novedad que algunos padres conciben así su paternidad para con los hijos. Esta inflación radica en la popularmente conocida percepción de las madres –o, desde luego, de los padres: no será aquí donde se lean machismos anacrónicos por lo perezosos y no por lo iluminadores- de que su hijo es genio: no sólo el muchacho más sensible y bueno de la clase y el barrio, sino también el futuro astro de la música, el fútbol, el estudio. Aguardamos que los amigos que en un futuro cercano serán padres no cometan los mismos pecados, holgazanerías, redundancias. Aunque seguramente así sea, ya que, si sucede con una casa recién alquilada o un auto flamantemente comprado, ¿por qué no habría de acontecer con una propiedad mucho más móvil que una casa y aún más gratificante que un auto como lo es un hijo? No escupimos para arriba, ya que poseemos cuerpos educados –lo cual es una redundancia, ya que todo cuerpo lo es, no hay afuera de la educación- y modales aún mejor ponderados: lo mismo podría sucedernos a nosotros, en caso que el fantasma de la infertilidad se haga aún más real de lo que ya es y nos vuelva resentidos ante la adopción como sangre-no-de-mi-sangre, en la circunstancia de que fuéramos padres y madres. Como María José, madre de un primogénito por parir, fantasía perversa de compañeros que añoran la acabación más acá del allá en lugar de más allá del acá, transeúnta que –tradicionalmente (uno de los últimos vestigios de tradicionalismo que la modernidad, cuando todavía respiraba, no pudo erradicar y ahora, que somos menos modernos de lo que fuimos, todo se vuelve cuesta arriba: el respeto a los mayores, la autoridad de la longevidad)- recibe asientos a montones en trenes, colectivos y subtes. Lo que se desea recibir en la ciudad, en la metrópoli inoperante donde la animalidad es una forma de viaje y el tiempo es siempre adolescente, son piropos, guarangadas o propuestas indecentes, no sitios donde apoyar el culo. Para más, cada día más gordo por el futuro infeliz que porto adentro.

         Los locadores, como los padres con sus hijos, consideran que su propiedad es mucho mejor de lo que efectivamente es. Repetimos: como los progenitores con sus primogénitos. Sospechan que, en contra de lo que el efectivo inquilino/potencial usurpador sostiene, la renta con la que –humillación mediante de verse forzado (la fuerza de la ley) a aceptar inspecciones oculares mensuales de que todo está como cuando comenzó, mitología circular y repetitiva- ceden finitamente a habitar pero no a poseer la propiedad en cuestión es infinitamente menor de lo que debería ser. De lo que mereciera ser. La meritocracia de la renta. De la especulación, de la ociosidad –no como la pensaba Laforge, desde luego, sino en el camino de las tierras improducidas que llevan agua para el ganado del terrateniente pero afectan la producción nacional y, por ende, la soberanía alimenticia (ahora que está de moda hablar de ella)-, de la improducción –de nuevo, la cola de paja de lo leído (es decir: vivido) nos lleva a las aclaraciones, la demanda de los sitios donde pusimos la vista y el afecto: no, improducción, como desinterés antiutilitario crítico de la instrumentalidad del arreglo a fines, del toma y daca, del ni vos ni yo, sino pereza sustentada en alguna diferencia (económica) pasada que permite la inacción cómoda y no trágica del presente mientras el contribuyente en cuestión debe (él sí), en un marco posfordista que vuelve ridículo (fortista) todo exceso, tirar, malgastar, despilfarrar, cuanto menos un tercio de su sueldo (cuando no la mitad) para tener un lugar donde dormir, comer, coger-. Cuando anda el horno de la cocina, la habitación no padece humedad y el departamento no es una caja de zapatos. Los dueños que alquilan, como enfermas del sexo que jamás arañan la saciedad, la llenitud, la completitud, siempre quieren más, todo el tiempo consideran que podrían cobrar más de lo que cobran, ganar más de lo que ganan. Santucho –y no sólo él, desde luego, ya que aquel no era más que un heredero del legado de las tradiciones emancipatorias sobre los cambios necesario para que la realidad sea (ya no se diga más justa, sino siquiera, apenas) menos injusta- tenía razón cuando escribía que, además de una reforma agraria, tributaria, productiva, debería operarse –agenciarse, dirían los más delezistas que Deleuze, sea que tomen papa, sopa o leche o no- una reforma urbana: disminución de los alquileres, otorgamiento de las viviendas a sus inquilinos históricos –en el marco postoyotista se puede alquilar de por vida y, no sólo jamás tener una casa propia, sino incluso vivir ajustado ad eternum porque la renta se come al menos un tercio de los ingresos-, expropiación de los propietarios que poseen más de una propiedad y la(s) destinen a fines expoliadores: es decir, ahogo del locatario, no vivienda única y familiar. Por eso es que, a modo de anacrónico programa de izquierda vernácula, además de autoorganización vecinal destinada a la autogestión administrativa, los inquilinos, sobre el fin de su contrato, luego de haber presentado una falsa garantía de las que presentan muchos por edificio, pueblo o grupo de amigos, deberían romper el empapelado –en caso que exista: si no, emprenderla contra la blanca pared-, darle de mazazos –al mejor estilo calamarense con el Demasiado ego de García en (la hoy des-aparecida) librería de música de Arenales y Coronel Díaz- a la cocina nueva, desquitarse –hacer justicia divina, hacerse valer, defender sus derechos- con los vidrios del lugar. Lo que, poscolombinamente, podría llamarse quemar las naves. Sólo que, desde ya, mucho menos etnocéntricos, genocidas e infinitamente más justos que el nulamente cortés Hernán Cortés. Somos los Cristobal de las Casas de los alquileres.



Nota: sí, sí, Cobain no tiene nada que ver en todo esto. Mas recordamos aquello de que nunca llegará la hora de sentar la cabeza. ¿No ven lo incómodo de tal cosa? Papá Cobain y mamá Pizarnik, imagínense... ah, no, no, el Anti-Edipo no nos permite aquello...


jueves, 1 de julio de 2010

El berrido democrático


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El berrido democrático  
(En la carta de lectores de La Nación aparece esta nota)


Escribo, ahora, movido por el ¡pan, pan, pann!, de la alarma de un auto en la calle. Y por una revelación. ¡¡Pan, pan, pann!! ¿Cuánto puede soportar uno indolentemente con ese martilleo agónico, que busca como un niño los oídos de su mayor, su responsable? Niño, aquí en cambio sí oímos tu berrido, al que tal vez acuda violenta, repentinamente, tu dueño, porque en cuanto a mí, he cambiado de parecer frente a los pobres y monótonos cantos de las bocinas, de las alarmas y de las sirenas.

Continúa el llamado trepando hasta mi tercer piso, no ha parado y lleva tres horas. No grita solo ya que en la calle y en toda esta zona céntrica hay miles de bocinas insultándose, advirtiéndose, nunca sin urgencia, siempre por las dudas, sensibles y en efecto participativas. La proyección de la idea, me arriesgo a decirlo (como cualquiera arriesgaría en mi butaca), nunca había alcanzado este grado de difusión y de socialización de los medios de producción. Un auto es más barato que producir un programa de televisión y su alcance no depende de una antena. Si tenemos en cuenta que una bocina bien tocada, por dar un ejemplo, en cualquier calle del microcentro, que suelen tener un promedio de sesenta oficinas o habitaciones que dan a la calle, con unas cuatro personas en cada una o cerca de la ventana, contamos unas 240 personas. Si a eso le sumamos los peatones y el resto de los que ocupan los autos alcanzamos, estimativamente, a unos 300 oyentes sólo en una cuadra a los que lamentablemente les llega el ¡¡pannn!!, antes que el bien intencionado “guarda, amigo, paso yo”. ¡Si nos llegara esa noble advertencia! ¡Pero no, quedan sepultadas recomendaciones siempre útiles como “¡en amarillo podemos avanzar, que no te intimide el rojo!”, o “te agarraste el vestido con la puerta”, ¡“de nada”! Acaso por este detalle, por esa distorsión del mensaje, de los comentarios y los juicios, los automóviles no sean el medio o el instrumento privilegiado para la libre expresión.  

La pregunta por el compromiso democrático no debería desatender, pues, el que nuestras máquinas griten a boca de jarro. Vivo sobre Moreno, cerca de Lima − y continúa el gorjeo, estoico −, y es asombroso ver en la rutina de nuestros conductores tremendo nivel de compromiso, de participación al momento de recordar la circulación en la ciudad y de las fértiles discusiones sobre cualquier tema que convoque a una hilera de ideas de las que, otra vez, debido a que opinan superponiéndose o bien todas a la vez, sólo se oye un ¡¡pannnnnnnn!! ¡Qué lástima! Sólo se destaca, a veces, alguna bocina creativa que profiere un ¡píriubi, píriubi, píririubii!, lo que nos permite suponer algunos avances en la diferenciación de los concienzudos y realistas conductores, los insistentes y sin sosiego. Normalmente sólo escuchamos el ruido, ¡pan!, y cuánto se pierde. 




Otro aspecto de este medio desatendido es que desborda la individualidad y apunta al contagio, no lo dudo (no dudo, ahora, nada), y siempre invita a los demás a participar desde su asiento. Hagan la prueba, paren la oreja y oigan la reacción que provoca una ambulancia cuando se encuentra atorada en una calle: una, dos, tres, millones y millones de bocinas largan sus bramidos y demuestran que el sonido abre el espacio y desobstruye el camino. ¡Qué espíritu de solidaridad! ¡La agonía de un ciudadano no puede hacerse esperar, por supuesto! ¡Hete aquí, finalmente, la reacción cantada de nuestro pulgar oponible! ¡¡Pannnnnnnnnn!!

(Ese niño ya nos alarma a todos… ¿está huérfano?, ¿o qué?) Aquí he dejado, espero, dos ideas para que tengan en cuenta los investigadores en ciencias sociales y sobre todo nuestros legisladores, que son puras palabras frente a la performatividad y a la contundencia del conductor porteño, el del pulgar sonoro y ligero. Verdaderamente no puedo seguir reflexionando − como si nada ocurriese − pero analicen este fenómeno que no es anárquico ni organizado, que no está representado en la Ley de Medios, que une, lamentablemente, todas las voces en una pero por sobre todo que funciona, siempre, por más que le pese a cualquiera, según nuestra Constitución. Se los recomiendo para que tanto esfuerzo proferido no quede en un simple ruido. Si sólo nos conformamos con oír el vulgar ¡pann!, ¡paan! dejamos sin efecto esa enormísima fuerza civil que quiere expresarse y dispone, casi, de un solo y antojadizo tono, instalado en una fábrica por alguien que seguramente ni se imagina que sólo unos dispositivos tecnológicos podrían darle al conductor una mayor libertad de expresión, antes que el rudimentario rugido que él coloca. Acudo a la prensa, y a los agudos ojos que leen, porque incluso a quince metros de distancia siento con mi propio cuerpo la desilusión de los conductores frente a sus arcaicas bocinas, se brotan de impotencia, les viene alergia al ser incomprendidos, encuentran en sus manos las de Hayde y les atacan toda una serie de urgencias que redundan en un berrido monótono.


Dr. Amílcar Chekyll