viernes, 27 de marzo de 2009

Las memorias de los memoriosos




La memoria, como el ser según Aristóteles, se dice de muchas maneras. Es decir: la memoria se dice de muchas formas posibles. Pero, como el ser, siempre se dice, es decir, es ser en el lenguaje, memoria en el lenguaje. No hay otra forma de hacer memoria, de traer el pasado al presente, pero siempre desde un presente que lo reactualiza, que lenguajeramente, desde un lenguaje que -como el más aplicado de los hijos de la madre humanidad- vuelve imposible el acceso a eso que vanamente se intenta asir pero que sin embargo no deja de representarse, de mirar desde todos los costados posibles en que algo que no se muestra a la vista se deja ver a los sentidos. Por eso, re-cayendo en el lugar común de lo inter-trans-multi-disciplinario, sin que los tres sufijos resulten intercambiables, es que no es in-diferente que el pasado reciente argentino, durante años dominados por las dictaduras de la memoria y la historia, haya comenzado, de diez años a esta parte, a ser disputado en su re-pre-sentación por otros géneros y desgeneramientos: no sólo la literatura –los cuentos y las novelas- sino, también, la pintura, la fotografía, el cine, la escultura.


Los tufos de una época podrían ser lo que Kafka entendía por verdad o la forma en que Merleau-Ponty describía la percepción de una casa: si la primera es una y sólo una, pero el hombre sólo tiene acceso a una sola de sus caras, la segunda es un objeto con varios lados que en su inmensa mayoría resultan inasibles al género humano. Así como vemos una casa desde sólo uno de sus costados posibles, así como nos acercamos a una cara de la verdad al mismo tiempo que nos alejamos de la restantes, la inscripción de la memoria, la re-pre-sentación del pasado, es un caminar a tientas en un ambiente oscuro o los primeros pasos de un prematuro infante cuando sus padres intentan expulsarlo de las playas del upa o del cochecito: lo que es alumbrado, pisado fuerte, por una disciplina, digamos la historia, es auscultado, relativizado, por otra, digamos la literatura. Cabe la pregunta de si resultaría deseable que la condición para escribir una novela –o cuentos, como Félix Bruzzone, postreinta hijo de desaparecidos guerrilleros del ERP, que se gana o pierde la vida limpiando piletas al tiempo que escribe mejores cuentos que los contemporáneos de sus des-aparecidos padres- sobre la(s) guerrilla(s) y la dictadura sea ser un especialista en las contorsiones del campo de la memoria posdictatorial. Mientras que la respuesta positiva podría resultar totalitaria, propia del totalitarismo de las disciplinas que pisan fuerte en sus respectivos campos repletos de minas –la historia en las humanas, la sociología en las sociales-, la respuesta negativa podría pecar –desde una concepción atea del pecado- de relativista y hasta de diletante. Así como no se puede decir o escribir todo al mismo tiempo, a riesgo de caer en la tartamudez o en la escritura soliloquista, tampoco se puede escribir o decir cualquier cosa de cualquier cosa. ¿Por qué no escribimos un cuento, o un ensayo o una ponencia, sobre las torturas y robos de bebes de las cinco guerrillas con alcance nacional que habitaron la década del ’70? Pero, ¿por qué nos deberíamos ver privados de responderles a los/as compañeros/as del FER –(siguiendo la ortodoxia leninista) Frente Estudiantil Revolucionario- que el cuerpo de Santucho por el que reclaman en las paredes de la ciudad con sus grafitis está no sólo muerto, como el mismo reclamo del cuerpo lo comprende, no sólo desaparecido, como resulta obvio, sino también inexistente, es decir, inencontrable? Es un atolladero porque, pareciera, el reclamo del cuerpo desde donde velar al muerto, la materialidad desde que iniciar el velo-duelo, es, a veces, la reproducción del poder concentracionario de no sólo desaparecer los cuerpos de los asesinados –cuerpos que, como documentos o sobre-vivientes, son prueba judicial- sino, también, de esparcir la vana esperanza de que ese desaparecido que hace treinta años no aparece en algún momento pueda aparecer. Son conocidas las historias de las madres o abuelas que el sonar el teléfono, o el ring del timbre, o el sonido de un auto que se estaciona enfrente de su casa, abrigan la esperanza de que esa llamada, esa persona que toca su puerta, ese conductor que se baja del coche, sea el hijo o hija del que hace lustros no saben nada. Para hacer el duelo, es indiscutible, es imprescindible el cuerpo, una tumba a la que ir a llorar y recordar al mismo tiempo que se intenta olvidar, es decir, procesar el duelo. Pero, como con un amor frustrado, lo que precede al duelo es el perdón y el olvido. No se puede olvidar si antes no se perdonó. Recién puede iniciarse el duelo una vez que se comenzó a olvidar porque antes se pudo perdonar. Esto, es obvio, tiene dos precedentes que en caso de omitirse vuelven al que omite cómplice o negacionista: la verdad y la justicia. No se puede comenzar el perdón que abrigará el olvido que después permitiría el duelo si antes no se alcanzó –construyó, se dirá desde el postestructuralismo o la fenomenología- la verdad que vehiculiza la justicia, si antes no nos aproximamos a una de las múltiples facetas de una única verdad, si antes no se vio la casa desde al menos uno de los –como mínimo- cinco lados desde la que puede observarse. En la Argentina, en tanto la construcción de la verdad y la obtención de la justicia todavía resultan truncas, a mitad de camino, la discusión del conocido lema de los organismos de derechos humanos Ni olvido ni perdón, no nos reconciliamos resulta provocativo –y, por lo tanto, interesante- teóricamente pero necesitado de precauciones políticas, contextuales e históricas a la hora de ser dicho o escrito.


La reconciliación, es sabido, no es propiedad de las cómplices y genocidas jerarquías eclesiásticas católicas –y no sólo, el comportamiento de las altas esferas de la comunidad judía también resultó colaboracionista por omisión-: hay una veta hegeliana, filosófica, de la misma. Nadie, en su sano juicio, por demasiado tiempo, puede vivir en guerra con el mundo. Se puede hacer la guerra de clases, la guerra a otro estado –guerrero, ofensivo, asesino, por ejemplo, el Estado de Israel (¿El antisionismo es también antisemitismo, no será que el sionismo mismo es antisemitismo puro?)-, pero no la guerra al mundo: cada una de aquellas guerras, como tantas otras, comprenden un mundo propio, personal, con el que no sólo no se está en guerra sino que se está en absoluta paz. Esa reconciliación con ese mundo propio está basada en la verdad y la justicia como condiciones de posibilidad del olvido, el perdón y el duelo. Cuando se haga justicia con los responsables militares de la última dictadura, no sólo llegará la hora de emprender el ansia de justicia con sus cómplices y fagocitadotes civiles: llegará, también, la hora de olvidar.

El olvido, esto sí que no puede olvidarse, requiere de la verdad. Y la verdad, además de no ser una, sino, como el ser, muchas, no es tampoco algo que, como el amor, se encuentra, sino que, como una casa, se construye. Y esa construcción depende no sólo de lo que hacemos sino también de lo que decimos y de cómo decimos lo que hacemos, lo cual, además de resultar un hecho, puede resultar estimulador o entorpecedor de lo que hacemos. Lo que hacemos, que es también lo que decimos, es la forma –y el contenido- con que nos damos a conocer al mundo, es el modo en que le hacemos la guerra a la fracción del mundo que miente y subyuga y la manera en que estamos en paz con la parte del mundo que nos resulta –o deseamos, llenando de algo esa plenitud desde la que se desea- verdadera y justa. Cabría preguntarse, entonces, a qué parte de nuestro mundo, de nuestros respectivos mundos, en algunas oportunidades alineados y en otra no-tercermundistamente-no-alineados, apuntan, por ejemplo, consignas como ¿Dónde está el cuerpo de Robi? o Aparición con vida. Seguramente, nadie sabe donde está el cuerpo de Santucho, ya no existe –creemos- un Museo de la Subversión en donde el cuerpo de aquel, como su título de contador público, es un trofeo de guerra de genocidas. Los cuerpos, que se reclaman vivos, no van a aparecer con vida, si hay suerte aparecerán vueltos huesos en una fosa común. Quizá, llegó la hora de preguntarse hasta qué medida la repetición por más de dos décadas de determinadas consignas no resulta funcional a una de las tácticas básicas del poder concentracionario: la duda sobre la muerte o vida del desaparecido y, por lo tanto, la obstrucción del duelo, tan necesario para vivir como la verdad, la justicia y la memoria.



Imagen traída desde acá.


1 comentario:

  1. Bella argumentaciòn. Sin embargo, no creo para nada que lo que deba seguir al perdòn (si es que este es posible, mas allà de la verdad y la justicia, que deberiamos construir como necesaria sabiendolas falibles) no creo, decìa que al perdon deba seguir el olvido. Mas bien una actualizaciòn constante, no por ello asfixiante, de la memoria. Si lo que somos es, al menos en parte, el tejido de los relatos(relatos de si) y acciones de los que nos precedieron, deberiamos aceptar y recordar que, al menos en una remotisima parte de nuestro ser, somos tambien esos asesinos.
    Lamentablemente, esa parte no es tan remota, por el contrario es muy actual.
    Gracias, saludos.

    ResponderEliminar