lunes, 29 de marzo de 2010

Volveremos y seremos burbujas: memorias en la ciudad de las rubias




Todo lo sólido se desvanece en el aire.



         Por motivo del acto en Ferro del pasado once de marzo –fecha peronista si las hay-, cuando –si de ser feministas se trata- Kirchner de Fernández re-asumió su presidencia del pejotizado PJ, el Movimiento Evita, el principal convocante del (y al) acto, empapeló la ciudad, lienzo de las heterogéneas textualidades del presente, con afiches que mostraban la vieja imagen montonera: Campora a un gobierno que tendría a Perón en el poder. Y luego se dice que la idealista juventud politizada setentista adolecía de formación teórica en la misma proporción en que rebalsaba de calentamiento ideológico: la distinción entre gobierno y poder, que se puede estar en el gobierno sin tener el poder, que se puede tener el poder –de Greiscol- sin necesidad de tomar el gobierno, demuestra lo contrario.

         Aquella imagen-convocatoria, sin embargo, no sólo conectaba con la campaña electoral camporista del ’73 hegemonizada e identitarizada por la JP-Montoneros –el guión, en lugar de la barra invertida, no es antojadizo-: también remitía al acto de Atlanta que esta organización realizó como demostración de fuerza y como –científica- demostración del grado de apoyo a la guerrilla de la mayoría de la sociedad argentina de entonces. Pero, también, este afiche, colocado no hace todavía un mes en la contemporánea CABA, irreconocible de lo que debe haber sido en la época del garche indiscriminado de la primera mitad de los ’70, dispara –y la metáfora, una vez más, no es casual- otra cosa: desde qué marcos –talleres de marcos: las universidades no son otra cosa que esto- una organización, un país, una persona, interpreta lo que vive.

         Es sabido: en contra de lo que algunos digan, nadie entiende su vida desde ningún lugar –y, por ende, desde todos-, desde un lugar nulo, desde un no-lugar. Quien esto diga, cientificistamente, está cayendo en manos de la ideología. Todos, al hablar, pensar o interpretar, lo hacemos desde determinados marcos –teóricos, afectivos, vivenciales-, que, al tiempo que nos intentan ayudar a entender lo que vivimos, nos soportan al ser soportados por ellos, nos brindan un cable a tierra en el marco –desmarcado- de la metrópoli inundada de cables –con o sin zapatillas de goma colgando de sus cuerpos- que llueven sobre nuestras cabezas. Son los cables a tierra de los marcos los que nos ayudan a no vernos sobrepasados por una actualidad signada por la abrumadora hiperpresencia de la realidad.

         Sin embargo, a riesgo de empantanarnos en las arenas del relativismo, no todos los marcos -aunque igualmente válidos para sostener a quienes de ellos se sirven- resultan equivalencialmente intercambiables: cuál resulta preferible por sobre otro, esa quizá sea una de las posible definiciones de política. Descontando a los que, por lejanías epocales o cercanías temporales frescas en la memoria colectiva por lo trágico de su existencia, lo cual las vuelve prácticamente inverosímilmente indefendibles, tal vez la política no resida más que en un enfrentamiento de marcos desde los que leer lo que se vive.   

         No es otra cosa que esto lo que sucede con los afiches empapelados por el Movimiento Evita para invitar –en caso que verdaderamente sea este el motivo de los empapelamientos ciudadanos- al acto del 11 de marzo pasado en Ferro: allí, un hecho que estaba por suceder, más o menos imprevisible como todo hecho, no era librado a las potenciales contingencias de toda acción, sino que, como un convoy del bushiano lejano oeste, era enlazado a un pasado que, no por pasado, resulta pisado. Para bien de los académicos y funcionarios que hacen de aquel su razón de ser y reproducción.

         Es indudable que, así como nadie habla desde ningún lugar, sino siempre desde una situación político-ideológica, un movimiento o partido no puede existir, no sin el presente desde el que lo hace, sino por fuera del pasado en el que se referencia: y que este pasado, como las memorias cuando son requeridas en un grado de exactitud al que por lo general son refractarias, resulta tanto recuperado como inventado. O, mejor dicho, re-creado en su re-cuperación. Esto, además de habitual, resulta necesario, imprescindible: todos necesitamos una tradición, un legado, una herencia transmitida en la que clavar uñas y dientes como signo de nuestra identidad. Ahora, algo muy distinto es leer todo suceso acaecido en nuestras vidas desde ese lugar: esto, como resulta previsible, comporta el doble peligro de creer –porque se practica, ya no que son las creencias las que condicionan las practicas sino viceversa- en la gemelización de fenómenos ya sucedidos y de perder de vista las originalidades de lo que acaba de suceder y no lo había hecho antes. Así, nostálgicamente –y por ende conservadoramente, ya que la nostalgia, entre otras cosas, no es sino la anulación de la posibilidad de la creación, la repetición de que todo está ya inventado-, el pasado le gana al presente, pero, sobre todo, al futuro. Algunos ya lo han dicho y mucho mejor que aquí: no se trata de negar el pasado, ni de olvidar que desde allí hincamos las garras para ser quiénes somos pero pudiendo ser siempre otros, sino de escarbar en el pasado para comprobar qué de él nos es útil para imaginar el futuro, sin soñar nostálgicamente que el mejor futuro no es más que una re-posición del que consideramos el más amable –es decir: más amado- de los pasados vividos. Esto, además de nostálgico, es melancólico, propio de quien no pudo hacer el duelo –o sea: olvidar y reconciliarse- con determinada historia para, desde allí, intentar construir otra cosa, pero siempre teniendo presente –en el presente- que la construcción por venir tendrá más que ver con lo por-venir que con lo que alguna vez vino pero terminó, expiró, se fue, aunque, siempre, de algún u otro modo, permanezca sedimentado en el presente.

         Es interesante la palabra sedimentación: esta, además de asociarse a determinado marco filosófico, hace referencia a las herencias que la naturaleza lega sobre las rocas y transmite, a partir de su lectura desde determinado marco geológico, a los seres humanos. El presente es una roca en donde sólo una de sus muchas sedimentaciones es lo sucedido en los ’70. Dicho de otro modo: la historia nacional -y por ende mundial- cuenta en su tronco con mucho anillos de los cuales uno solo/sólo es lo acaecido durante la década más moderna del país. Creer lo contrario, en una tal vez involuntaria doble operación, es sobredimensionar para achicar –no el Estado sino- el presente, pero, sobre todo, las esquirlas de futuro presentes en aquel todavía no discriminadas. La palabra esquirla también es interesante: como es sabido, es lo que resta sobre determinado cuerpo luego de la explosión de un vidrio que lo afectó. El vidrio es el objeto transparente, creador de la ilusión de ingenuidad, por excelencia. La supuesta ingenuidad, ha sido dicho, fue lo que posibilitó que jóvenes envidriaran sus ojos ante el desfallecimiento del octogenario líder que, pocos meses antes, había organizado desde el Estado la caza de brujas donde él era el conductor de los cazadores y ellos las brujas a cazar. A veces el presente requiere del olvido radical de ciertas aristas del pasado para existir y, en unas de sus posibilidades, convertirse en futuro. Eso no es exclusividad de negacionistas u olvidacionistas. Es propiedad de todo el que selecciona el pasado que quiere –puede- recordar. Es decir: de todos. Sin embargo, hay recuerdos y re-cuerdos: aquellos que procesan y elaboran lo vivido y padecido, como –entre otros pocos ejemplos- Carri con Los rubios, y aquellos que se apegan a una apegada representación mimética del pasado. Pura repetición y poca diferencia. ¿Qué es lo que hace la diferencia en una tradición que no se piensa a sí misma?     


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