miércoles, 7 de abril de 2010

Entre el voyeurismo y la exhibición





Siempre hay una referencia literaria a alguna obra de arte u obra mayor para alimentar al carroñero texto menor. Al apocado texto bemol. Al bloguero texto residual. Así que.

Más aún si se arranca de una postal. De una Julieta de postal (y llegamos a la referencia, ahora agarrate que la bola de nieve refrita te chamusca las pestañas).

En el carnaval la historia se multiplica en serie. Y se repite como contrafarsa. Entre otros personajes, siempre puede encontrarse alguna Julieta que espera a Romeo o a Godot. Como la de la mentada imagen, que desde su platea preferencial, parece esperar impaciente los 100 goles de Romeo en San Lorenzo. O tal vez haya elegido un atalaya desde el cual atravesar con su mirada las máscaras que, sin ser venecianas sino santelminas, no dejan de recrear un carnaval de góndolas que, lejos de flotar, exhiben en su mayor fulgor supermercantil torres de latas de conserva (cfr. Las llamas que llaman y la masificación selectiva del carnaval o el carnaval como consumo). Y desde allí, decíamos, Julieta se erige en voyeur exclusiva de la multitud. Ya no hace falta flâneurearla desde un espacio público como el ventanal de un bar; podemos volver a las bases burguesas decimonónicas y reservarnos el espacio privado de las cuatro paredes para observar la multitud, allí donde las miradas se cruzan y confunden en desorden orgiástico, sin mezclarnos con ella. La multitud carnavalera, donde el régimen de lo visible expone todas sus facetas y los espectadores y los pasantes intercambian sus roles y sus miradas como figuritas. En este caso, la Julieta de arrabal parece expresar una mirada pura y panóptica, vigía pescadora que busca un crustáceo entre un cardumen de festejantes sin ojos laterales para ella.

Pero te olvidás, Juli, o Eta, como más te guste, que un eximio fotógrafo digital que por allí pasaba te captó y trocaste de voyeur a exhibicionista. Qué tensión esa, eh. Claro que exhibicionista involuntaria, no te voy a decir que estás en pose de Coca Sarli y preguntando qué pretende usté de mí. Exhibicionismo involuntario como cuando hacemos la mímica de un guitarrista de música de rock famosísimo frente al espejo (tipo guitar hero), voyeurs de nuestra propia imagen, y de repente vemos por detrás de nuestro reflejo, en una ventana del edificio de enfrente, una silueta que nos mira, seguramente divertidísima. O como cuando vamos en bondi mirando embobados el exterior, todo ojos, y en cuanto frena empezamos a sentir un peso pupilar irisado sobre nosotros, y caemos en la cuenta de que estamos siendo observados desde afuera por todas las personas que, por ejemplo, están en la hilera de la parada de turno o mirando desde el interior de otro bondi que frenó a la par del nuestro; y la balanza visual se desequilibra hacia el otro lado. ¿No captaste la comparación? Sí, muy larga. Mirá, Julieta, la cosa es que ahora sos parte de una postal que puebla la hacinada web, la densificada iconósfera (¿por ahí no pasaba el cohete menemista que iba a Japón en dos horas?). La tangente de tu mirada quedó apresada como una secante trunca, enmarcada contra la pared descascarada de píxeles que algún que otro par de ojos degustará con fruición más turbia que turbada.

Y como el régimen de lo visible, el régimen enunciativo también puede cambiar de un párrafo a otro, como en este texto chatarra.

En todo caso, quien piense que esto no fue más que una hermenéutica pedorra para ejemplificar un poco cómo algún retazo teórico también puede hacerse literaturismo barato, texto menor, en fin, la pretensión crítica enterrada en un enorme basural de palabras farragosas de tan virtuales, estará en lo parcialmente cierto. Pero por sobre todo, la risa.


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