Llama un resplandor
ya están en la esquina
templando el tambor
y corre la lija
y crece el barullo
y arranca la clave
parece que largó.
Jaime Roos, "El tambor"
Las Llamadas de Montevideo veintediez fueron otra vez la apoteosis del extenso carnaval uruguayo, el momento del año en que se suspende la rutina; el espacio donde, según Bajtin, los roles de la sociedad se subvierten, o mejor aún, deberían subvertirse. Porque lamentablemente el carnaval ya no es lo que era. Cuando la fiesta se mercantiliza, se masifica selectivamente (confrontar si no con el carnaval de Río de Janeiro). Es decir, sólo pueden entrar y ver el desfile algunas masas. La calle Isla de Flores, por donde desfilan las comparsas, cumple con el requisito de ser angosta y encajonada para que el repiquetear de los tambores no pierda sonoridad. Pero entre las gradas y los asientos numerados no hay mucho más espacio para acomodarse en las veredas de las casi diez cuadras por las que se desarrolla el desfile. Entre las personas que quedaron agolpadas en las bocacalles transversales a Isla de Flores intentando ver al menos el flamear de las banderas en puntitas de pie, impedidas por la policía, las vallas y la cantidad de gente congregada, se llegó a escuchar una frase contundente: después dicen que esto es popular.
Como consuelo nada pequeño todavía pueden verse los preparativos de este lado de las vallas. Ese momento auténtico que relata el cronista Jaime Roos, donde las lonjas se templan al calor de un fueguito, las caras se pintan frente a las ventanillas de los autos estacionados y las mama viejas empinan alguna botella de coca y se mezclan con el resto de las personas que pululan impregnándose de la carne carnavalera. Allí pudo verse a Páez Vilaró y a Cachila aprontando la salida de Cuareim 1080, una comparsa que homenajea al conventillo Medio Mundo, ubicado en dicha dirección y demolido por la dictadura el 3 de diciembre 1978 (día en que actualmente se celebra el Día del Candombe). Un conventillo donde se templaron los ritmos afroamericanos a fuego lento y que fue espacio exponencial de la cultura negra y cuna de la comparsa Morenada. Y hasta fue escenario de la obra Cachafaz, de Copi, esa oveja negra de una familia noble, oriental y mediática como los Botana.
En fin, una vez más se volvieron a escuchar los cueros en los barrios Sur y Palermo de la otra orilla, la del otro monte, además de las voces murgueras desde los tablados de la ciudad montevideana. Y de este lado del río no estaría mal seguir el ejemplo charrúa y volver a caer en las garras del hedonismo popular. Habría que interpelar a las masas juerguistas a comprometerse, ser parte de la fiesta, y que ésta no sea un mero espectáculo, un carnaval simbolizado como mercancía y autorrepresentado, donde lo único que faltara fuera ponerse los anteojos 3D. Lo popular de la cuestión sería que ese pueblo que asiste como espectador e interviene sólo con la mirada deje de postergar la puesta en juego de su cuerpo y el éxtasis que ésta genera. El carnaval es el tiempo en el que el arlequín Hop-Frog quema reyes a lo bonzo y todos ríen; es el tiempo en el que el melancohólico Pierrot y la sombra de Colombina se multiplican en cada esquina buscando algún rincón desfarolado para chapar a la antigua.
Don Luc Pierrot atiende también acá
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