Traída desde Red Eco
Radios como hongos que amanecen tras la tormenta salen del taller. Se arma el barullo, estalla el silencio. Florecen sesenta y tres radios libres. Proliferan contra el ruido blanco de los medios mercantiles. Se echa a andar el intelecto colectivo; los talleres de armado se arman de paciencia y hacen resonar lo otro, como pliegues maquínicos que se enlazan y tejen alegres redes de la autonomía. “Más peligroso que radio comunitaria con transmisor”, vociferan las remeras de la RNMA. Escuchen , miren, resistan, creen, luchen, diviértanse, y otra vez: ¡diviértanse! No esperen más, ya no hay nada que esperar, ¡hagan su propio transmisor! Es el antagonismo por todos los medios.
Sesenta radios-hongos brotan, presurosas, del taller. Los bondis de todo tipo, oriundos de los más lejanos parajes del país, e incluso de más allá de él, enchastran sus manos y mamelucos de creativa obra. Saben qué hacer, pero sobre todo ensayan el cómo, que no se reduce a aquél. El cómo importa, en él tiene lugar la labor creativa, la potencia nos muestra su rostro: y es que la inteligencia del común puede mucho más de lo que, día a día, la maraña de dispositivos, máquina tras máquina, le hace creer. Allí está la familia para gritarle que no sirve para nada, que es un inútil; la escuela para nombrarlo incapaz y mandarlo al rincón; los medios corporativos para infantilizarlo como un espectador; los políticos para decirle que, sobre los asuntos comunes, nada puede, que éstos son propiedad de los especialistas, de los que saben qué hacer. La metrópolis urbana es eso: un incesante barullo de la máquina de máquinas, un apretado ovillo. ¡Basta ya de tanto ruido! ¡Hagamos que tenga lugar el silencio, que se detengan los flujos del capital y así podamos encontrarnos!, o, mejor, ¡estallemos el silencio en una proliferación de polifónicas voces y cantos!, ¡que nazcan mil máquinas mutantes, delirantes!
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Tiempo hace ya que conocimos a las/os compañeros de lo que hoy es Radio Viga, durante el conflicto de 2008 en Sociales UBA, enchastrándonos las manos en aquellos talleres de armado y puesta en común del saber-hacer antagonista. Paisanos de la comunicación comunitaria, las/os del grupo DTL solían traer al hombro una antena y un transmisor; máquinas disidentes para darle cuerda a la multitudinaria asamblea que, así, pasó, siquiera abreviadamente, a autogestionar la potencia del intelecto común, a desplegar la autoorganización de las/os estudiantes, y ya no, como es la costumbre –que, como una costra, se nos pega, hace hábito-, meramente a discurrir en un interminable pliego de reivindicaciones –ese territorio del pavoneo narcisista que se nos aparece como un saber-poder de propietarios: las/os presidentes de siempre.
Las asambleas la más de las veces no hacían otra cosa que limitarse a la exigencia a las autoridades, entre éstas a los medios corporativos: no faltaba más que las cámaras encendieran sus reflectores para que la calle cortada que albergaba la asamblea autónoma se dispersara como un volátil flujo mediático. ¿Nombramos a los amigos/as para mirarnos el ombligo? No, para nada. Ellos fueron parte de un fenómeno de autoorganización del intelecto común. Y esta experiencia de autovalorización que viene silbando bajito, que emerge como manifestación de la potencia es un magma bullente, no reductible a lo Uno. Se hacen visibles aquí o allá tal o cual fragmento pero todos remiten a lo que cualquiera puede, a su verificación, su puesta en acto.
Mediasfera. Entre un grasiento fondo de polución el entramado maquínico se recorta: es conquista del éter por la mercancía. Las incorporales redes del gobierno de las mentes bullen allí. Son ruido blanco, barullo, saturación del cerebro, psicosis securitaria, auto(in)movilización informática y publicitaria: órdenes del capital a través de las imágenes, los sonidos, las palabras, los gestos, el comportamiento, las costumbres. La interferencia que la comunicación comunitaria opera tiene lugar allí. Se aloja en los huecos de aire, se engancha detrás de alguna nube cómplice. Hace piquetes en el aire, informa un paraguas de la autonomía, un paraguas que desprivatiza el cuerpo del común, la potencia de cualquiera, y que es continuamente asediado por el capital, pero que, bardero como sólo él puede ser, se escapa hacia los márgenes, haciendo quilombo, mucho quilombo. En los huecos incorporales la autonomía habita; en los espacios de libertad que abrimos la autoorganización se nos muestra, divirtiéndose, confundiéndose. Hacer visible la autogestión es insurreccionar el intelecto común, es extender la ingobernabilidad de los cuerpos. La autogestión es autodefensa, es resistencia a través de la creación.
Desistir de hacer uso del lenguaje espectacular: rechazar la forma mercancía, esa trascendencia postmoderna –que inviste también el cuerpo de la imagen: lenguaje consagrado de la separación-, y sus formas de gobierno. La premisa del así llamado consenso espectacular, las órdenes del capital que se dictan a través del espectáculo, no es otra que ésta: y sobre todo nada de guerra. El mercantil lenguaje de la separación generalizada es el persistente apuntalamiento de la impotencia de lo que un cuerpo puede, es decir, de lo que cualquiera puede, su separación de sí misma, que es organización de la tristeza.
Sesenta y tres radios comunitarias armadas en una semana, otras tantas televisiones comunitarias, antenas negras que se alzan, insurrectas, contra el saturado cielo de la mercancía –y entonces, ¿el cielo por asalto?-, como así también múltiples experiencias de autogestión de la producción de conocimientos disidentes, resumidos en colectivos autónomos –como el que, humildemente, éstas palabras enuncia-, revistas y cátedras autogestivas, son la verificación de la autoorganización del común: autovalorización, exceso de la potencia, insubordinación al mando del capital –y a su captura-, invención de formas de vid(a) irreductibles a la servidumbre maquínica. En el ensayo de la autogestión generalizada, pues, nosotras/os nos confundimos con alegría.
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