martes, 22 de marzo de 2011

Mi primer día en el edificio único





Conocí el edificio de Santiago del Estero el año pasado. Después de una de las primeras asambleas que se hicieron en Ramos, algunos estudiantes de Comunicación nos fuimos al futuro edificio único. En Trabajo Social no eran muchos y había que “ponerle el cuerpo a la toma”, como decían los chicos en aquel entonces.

      Caminábamos por Franklin, con un par de compañeros, cuando uno se dio cuenta de que solo tenía dos pesos.

      –Y después me tengo que volver a mi casa –dijo.
      –Ma’ sí, tomemos un taxi –respondió el otro.
      –¿Vos sos bobo? –le dijo el primero–. Te digo que compré unos apuntes y tengo dos pesos nomás.
      –Yo tengo cinco –contestó–. ¿Vos? –me preguntó.
      –No sé, dos o tres también.
      –¿Con cinco pesos vamos hasta Constitución?
      –¿Cuánto hace que no te tomás un taxi?
      –No sé… Cuando era chico me corté una mano y mi mamá me subió a uno, pero creo que no lo pagamos.

      Desde un costado, una chica nos dijo que no importaba. Somos unos cuantos: hablamos con los del subte y nos dejan pasar. Buenísimo.

      Después de hacer combinación entre la línea B y la C, nos bajamos en la estación Independencia. Caminamos por Lima y doblamos en Carlos Calvo. En la esquina de la Facultad, de la mano de enfrente, hay un kiosco que dice Wi-fi. El “problema” es que al kiosco no se puede entrar, ni hay mesas para que uno se siente. Qué loco, ¿no? Debe ser para que se conecten los que tienen teléfonos inteligentes, mientras se compran unos chicles.

      Tengo que confesar que, al entrar, el futuro edificio único me impactó. No había carteles (¿no se puede manifestar ideas políticas sin saturar de afiches el espacio público?) y el piso estaba impecable. ¿Será muy pro querer/pedir/intentar que se cuiden los espacios comunes, de manera que inviten al intercambio y al debate? Dijo Voltaire hace mucho tiempo: no comparto tu opinión pero ofrecería un hígado para defender tu derecho a expresarla, mientras no lo hagas en las paredes de la Facultad.

      Después de caminar un poco por el edificio, pude comprobar algo muy importante: los inodoros estaban desinfectados; mis “nalgas” iban a poder entrar en contacto con la tabla sin temor a contagiarme de algún hongo mal habido. ¿Será muy pro querer/pedir/intentar sentarme en un inodoro de la Facultad sin contagiarme de hongos? ¿Será muy pro preguntarme todo el tiempo si lo que pienso es muy pro?

      Estábamos en que, hace un año, fui a Constitución a “ponerle el cuerpo a la toma”. Eran las semanas en las que hacíamos blogs para “difundir los reclamos”, como se decía en aquel entonces. Es para celebrar que ahora sean para contar las primeras impresiones que tenemos del edificio único, y no para pelearnos entre nosotros. Porque, como dice el sentido común –que es el mejor de los sentidos–, si todos tiramos para el mismo la, arañamos un 440.

      La noche que conocí el edificio de Santiago del Estero comimos pizza de Ugi’s. A diferencia de Ramos –donde los chicos y chicas de La Barbarie cocinaban para “tomadores” y “tomadoras”–, en Constitución no había cocina ni gas. Creo que no estuvo bien: los fondos del Centro de Estudiantes se usaban para pagar pizzas de Ugi’s. Esos 0,001 pesos que nos cobraban de más en cada apunte fotocopiado, fueron a parar a los estómagos de quienes pasamos esa noche en Constitución. Igual, no tengo remordimiento. A diferencia de lo que se piensa, fue precisamente para acabar con este flagelo –para combatir la dilapidación de los fondos del CECSO– que algunos decidieron construir un comedor. En aquel entonces, me pareció una buena idea.

      Cuando me pongo reflexivo, pienso que las comunidades de cada facultad mantienen su edificio a imagen de cómo piensan la sociedad en la que viven. Si ustedes se fijan, en Ciencias Económicas, donde ignoran La ideología alemana y El capital, son los pisos superiores los que sostienen la planta baja.

      En Sociales, conocemos de pe a pa la relación entre la base y la superestructura; es por eso que el futuro edificio único es tan sólido. Pero, en otros aspectos, hacer una sede a imagen de la forma en que pensamos la sociedad en la que vivimos nos creó algunos problemas. No sé si fue por la influencia de los estudiantes y los profesores de Sociología –no quiero ser prejuicioso–, pero me parece que sobreestimamos la utilidad de la estadística. Este año ya no curso, yo no las vi. Pero –según me contó un compañero– había aulas que eran muy amplias, por lo tanto, pusieron un durlock y, donde podía cursar una comisión, ahora pueden cursar dos. En las aulas originales había un par de aires, para combatir el calor, y unas cuantas estufas, para paliar el frío. (¿Los estudiantes de Sociales no nos merecemos cursar con una temperatura propicia para estimular el pensamiento?). El problema es que los aires y las estufas estaban en las mismas “paredes laterales”. Ahora, me dice mi compañero, hay aulas que tienen dos aires y unas cuantas estufas, y aulas que no tienen ni unos ni otras. Es cierto, si bien es bueno cursar con un clima propicio, el calor artificial de una estufa puede imitar, pero no puede igualar el calor del sol. El “problema” es que, en algunos salones, también falta el switch para prender las luces, porque está en el salón contiguo. Las estadísticas nos dicen que por cada dos aulas hay dos aires y cuatro estufas. Sin embargo, en la realidad, algunas comisiones van a tener más de lo que precisan y otras van a tener menos: una metáfora del sistema un poco desigual en el que vivimos. Ahora que lo pienso, posiblemente quienes decidieron poner los durlocks lo hicieron para recordarnos esas desigualdades. Para recordarnos, precisamente, que las ciencias –y, sobre todo, las ciencias sociales– no están separadas de la “realidad” en la que se insertan.


Nota: este testo delirante nos fue acercado por un/a compañero/a con motivo de poner en común "impresiones" en torno a la apertura de la mayor parte de lo que será el ansiado edificio único. El mismo está referido a mi primer día en el edificio único, sitio administrado por docentes de la carrera de cs. de la comunicación, UBA.



fábrica sin patrones





Desde el trabajo hasta la facultad se hace una hora y pico. Tren o bondi, es lo mismo. Mientras el 148 agarra envión, nos tomamos el laburo de garabatear algunas impresiones sobre la sede nueva, esa que bien conocemos, puesto que traemos puesta. Impresiones que son confusas, intercaladas entre imágenes que para nosotras/os siguen estando ahí. Asimismo, éstas no hablan en lugar de nadie, sobre nadie. Nada hay que representar aquí. No nos hacemos del espacio hasta que no hemos hecho las cosas más impensables en el mismo. Entrar de nuevo a la facultad nos trae recuerdos de la calurosa noche de invierno en que decidimos que a las/os estudiantes nos hacía falta un comedor, un bar, un espacio común para el encuentro. Y es que hay un tiempo escurriéndose por debajo del tiempo. Recordemos sino al tomate que está tendido en la mata y viene un hijo de yuta y lo mete en una lata… Si nos detenemos a ver, bajo la planicie de los pasillos, ahí están las luchas que persisten en la mudeza de la experiencia. Sólo hay que despegar la costra, las durezas de la normalización y emerge, como un hueco de aire que inquieta. Interrumpiendo el ruido de fondo, el palabrerío, donde antes funcionaba una máquina, un aula, la Nº 6, allí encontramos que podía tener lugar un comedor estudiantil. Y lo levantamos con el trabajo acomunado de las/os compañeros estudiantes y trabajadores de organizaciones sociales. Gran noche aquella. Frente a los portones de la facultad, la burocracia nos venía a visitar. Y es que burocracias hay muchas, encarnadas en el plano que les es propio -burocracia, esto es, institución de gobierno, y no del gobierno-. Nuestra fábrica de palabras autogestionada. Y los rompehuelgas que nos violentan. No éramos muchos esa noche aguantando los portones. Los provocadores y nosotras/os. La mayor parte, cerca de 1000 compañeras/os, fueron hacia un colegio secundario –recordemos que los pibes habían dejado claro que no iban a dejar que la falta de presupuesto se les viniera sobre sus cabezas- al cual una patota había ido a amedrentar, disciplinar. La asamblea que veníamos realizando se interrumpe para ir a efectuarse a las puertas del colegio. ¡Y no saben qué linda imagen la de la vuelta de las/os compañeros en medio de la noche! ¡Imagínense la cara de los vecinos que salían a sus balcones para ver la asamblea itinerante que surcaba la Av. 9 de Julio, entradas las 2 de la mañana! Y sí, es que el edificio único lleva inscripto en sus paredes la ebriedad de las/os tomadores que se amucharon en asamblea sin propietarios. 

 

         Caminamos. Para quienes venimos del sur del conurbano, Constitución es un verdadero triunfo histórico. No hace falta más que hacer unos pasos desde la plaza hasta la sede. Qué mejor lugar para poner una facultad de sociales: objetos de estudio por todas partes se pasean, como si se resistieran a ser cosa, como si tuviesen voz propia, pensasen, sintiesen, ingobernables por toda palabra soberana. Putas y travestis por doquier, obreros viajantes, chinos cada media cuadra y puestos de comidas que ningún estudiante de medio pelo probaría en su vida, ni siquiera si un día, conmovido, se proletarizara. ¡Al fin, la clase obrera a las puertas de las facultades! ¡Y sólo había que tomarse el subte a Constitución! ¡O el tren! ¿Cómo no lo pensamos antes? ¡Imagínense el día glorioso en que vayamos a dar cátedra a Plaza Constitución! ¡O el día en que, radicalizados, tomemos el mismo tren que las multitudes malolientes! ¿Y no es que transitamos esas mismas líneas de montaje de la precarización de la vida para acercarnos a las facultades? ¡Qué esquizofrenia! ¡Qué espectáculo! Definitivamente, hay vida más allá de Parque Centenario. Arlt se relamería de vernos aparecer entre los bajos fondos, qué bichos raros muñidos de morrales seremos. Los días de facultades ebrias pensábamos que las clases no tenían patrón. Clases autoorganizadas se pusieron en funcionamiento por todas partes, haciéndose del espacio holgazanamente rotulado como “común”, inventándolo. Algunos profesores se tropezaron aquellos días, enredados con sus palabras. Las ecuaciones se mostraron algo bastante más complejas, irreductibles a la última palabra apropiada. Y las creencias mostraron que sus presupuestos eran precarios. Los problemas emergían, en el entuerto, en la piedra en el zapato. Es sabido, no se pueden desatar los problemas, mas sí es posible buscar entre ellos, disparatarse en el lenguaje, encontrarse en él. En lugar de obstinarse, bien hubiesen hecho nuestros sacerdotes en pensarse envueltos en esta perplejidad. Como niñas y niños que buscan, arroparse en las preguntas. Hoy, incorporados en la nueva sede, esa que tanto nos costó lograr, una cosa nos conmueve: el auditorio guarda una promesa, la de las asambleas autónomas que allí tendrán lugar cuando nosotras/os nos hagamos del espacio comunal.

 

         Hay algo que está como incrustado al espacio, indiscernible. Y es el encontrarnos nosotras/os, como tejidos en él, envueltos en nuestra mundana presencia. El gobierno de los espacios quiere la pulcritud de lo privado. Toda una metafísica se nos aparece así. No que pisemos el espacio, dejando nuestras marcas, sino que éste nos pisotee a nosotras/os. La facultad no es lugar de mero pasaje, otro de los tantos que en las metrópolis urbanas se ensamblan. Las bicisendas que a pocos metros de ella se tienden, presuponen el autismo, esto es, el gobierno de los autos, no el autogobierno. El juego de palabras no es por ello menos significativo. Lo que llamamos gobierno de los autos arma subjetivaciones, individuaciones. El autismo quiere que aquella vieja figura que se encarnaba en el plano de las ciudades, haciéndose, acomunándose, emplazándose en ella –esto es, el ciudadano-, no tenga lugar más que en la movilización generalizada –y entonces el autista como privación de lo común-. La pura circulación por los pasillos sin nada que la detenga se parece a este orden auto(in)movilizador que nos arranca lo común. Autismo. La pregunta que vamos mascullando, mientras nos apresuramos en alcanzar el último bondi: ¿qué tiene que ver el edificio único con el desmantelamiento de lo común? ¿Se nos dice así que hemos consumado el ansiado fin de la historia?

 

 

Nota: este testo de escritura automática mas no autista fue enviado a mi primer día en el edificio único, sitio administrado por docentes de la carrera de cs. de la comunicación, UBA. Si prestan atención verán que el presente se encuentra entre los comentarios -nuestros propios comentarios a la sociedad del espectáculo-, siendo decisión editorial que así fuera. Y es que, es sabido, el poder organiza el espacio del que nosotras/os nos tensamos.

 

 

miércoles, 16 de marzo de 2011

desterrar la barbarie. arrancarla de las facultades.




DESTERRAR LA BARBARIE, ARRANCARLA DE LAS FACULTADES. A las órdenes puestas en circulación subyacen unos presupuestos ordenamientos que se nos aparecen invisibilizados, inscriptos como están en los muros de las ciudades. El aplanamiento discursivo de los saberes comunales, no letrados, su despojo e infantilización, habla a nosotras/os de jerarquías que se incrustan en los cuerpos, esos otros ingobernables. Así, nos encontramos ante nuestros propios cadáveres en el ropero de las siempre demasiado humanas ciencias sociales, epistemicidios de los que las facultades bien saben, puesto que los apuntalan.

Ese espacio promiscuo que nosotras/os también compusimos, y que un grupo de compañeras/os consideró nombrar como “La Barbarie”, es un brote que se muestra sobre una planicie de mercantilización del saber-poder, que interrumpe las órdenes que disponen el espacio, los cuerpos, su potencia. No es casual que la enciclopédica violencia arremeta nuestras tierras comunales. Se nos dice que el C.B.C. que allí tendrá lugar no tiene presente la necesidad de bares para las/os estudiantes que allí cursen. ¿Qué cosa se ordena? Las/os verdaderos estudiantes no precisan encontrarse. Las intensiones, inquietudes, movimientos que tironean de los dispositivos bien harían en quedarse en los textos arrancados al soplo de lo vital, a la fugacidad de lo viviente. Es preciso alzar tabiques que los separen de tamaño envolverse en un abrazo. Todo uso comunal debe ser extirpado, amarrado, gobernado, como el cuerpo-siervo, como el pueblo-niña, como el ciudadano-espectador: educado. No hace falta policía para ello -saben nuestras autoridades- tan sólo ponerlos a circular, que no se detengan, que no se encuentren -en los márgenes- hueco de aire alguno que contamine la trama individualizante, su tendal de máquinas privatizantes.

Si es cierto que los espacios son indiscernibles de los afectos, entonces, el bar autogestivo que es motivo de nuestro disparate, nos mueve a ello por sentirlo propio. Incrustada entre los engranajes de la ciudadela de la razón, la barbarie resiste toda maquinaria apisonadora de rugosidades, texturas, informidades que se fugan a la forma apropiada –y los llamados “verdaderos estudiantes”, como, asimismo, los “verdaderos trabajadores”, inventos que la burocracia pedrazista esgrimiera en sus comunicados al usuario-espectador, ésas otras servidumbres que se nos ordenan, llamando así al orden a lo que no puede tenerlo, resumen sólo puras formas en un cielo metafísico-, refractarias a las líneas de montaje de subjetividades privadas, a sus cuerpos organizados.

Hace bien el gobierno, la jerarquía, la burocracia en encontrarse un enemigo en el espacio arrancado a la normalidad privatizante. Aplanar todo brote que emerja, que se hurte a los mecanismos de servidumbre policial. Eso que aparece como experiencia de lo comunal, rostro de la potencia, urgente, es preciso desprenderlo de la máquina que en nosotras/os funciona, de la que somos mundana apariencia. Un aula es una máquina que rechina, que resuena de fondo, en armonía con otras máquinas de la servidumbre. Detenerla, como la barbarie lo hizo, habitándola, desviándola de su función, muestra lo que se puede si se excede las órdenes, la organización de los cuerpos, la jerarquía. No es preciso que en todas partes se inviertan los motores áulicos, tomando como una palabra sagrada, con sus intérpretes apropiados y cifras, con sus ecuaciones simples y sus sacerdotes, la experiencia que nosotras/os tenemos a cuestas, y que es la de la barbarie, la persistencia de ella en el edificio del saber-poder. La experiencia se trae encima, se lleva puesta. Las bibliotecas que se nos dice ocuparían el espacio de la barbarie -¿des-intrusarían?-, como si de un rebote de aquella otra estratagema se tratase, aquella que, luego del conflicto de las facultades ebrias tuvo lugar como desinfección, pretendiendo que eso nos haría olvidar la intermitencia de la (a) que emerge, ingobernable, en la duración que le es propia, decíamos, pueden pasarnos por arriba, ocupar el espacio de la autogestión, aplanándolo todo en una babélica biblioteca –los desafiamos a ello-, mas, sépanlo, la barbarie persiste, como un brote, como el cuerpo que se desata, que tiene lugar en el ahí, que no se deja amarrar por el gobierno de lo ilustre. En los rincones, al margen de las inteligencias, algo sobreviene. No es sólo la inundación que en las precarias instalaciones de las facultades suele aparecerse. Es la autonomía que se inquieta en lo oscurito. Ahí sus luces paranoicas no funcionan, sus órdenes aplanadores nada pueden. Y no sea cosa de que las/os estudiantes que transiten la nueva sede del C.B.C. proyectada en Ramos Mejía 841 puedan leer –no repetir, sino incorporar lo ensayado, considerar que podría ser de otro modo a como es- en las paredes la experiencia que inquieta los muros, que está incrustada en el ahí. No sea cosa que se infecten, Dios y el Estado no lo permitan, y se hagan de lo común.


domingo, 13 de marzo de 2011

la ciudad autista





Autismo. Bien puede objetársenos el que nos tomemos para la chacota un trastorno que poco tiene de divertido. Puede. Mas, lo que no se detiene en las metrópolis, lo que pasa en esos flujos veloces, las afecciones que arma, nada tienen de desconexión. No en un sentido que no sea mundanamente articulado, industrialmente ensamblado. Es sabido que las ciudades emplazaban –no enrejaban, privaban, separaban- aquello que podemos llamar ciudadanía, propiedad de lo común. Así, lo común requiere, asimismo, sus dispositivos. Un hacerse del espacio de lo propio, y no meramente un ir a éste. La limitancia es esto: considerar [no creer, no importa qué se crea, sino qué encadene los cuerpos] que lo político reside en alguna parte separada que no en nosotras/os. El espacio –como los derechos- no nos es dado, es arrancado, apropiado –o, mejor, sin propiedad [así sea la de lo llamado público] que no pase por un uso común, esto es, de cualquiera-. Asimismo, es indiscernible de sus afectos, sensibilidades. ¿Cómo podríamos hacernos del espacio de lo común si lo que emerge al encuentro es la agresividad automo(in)vilizante? Que se nos replique que el automóvil es agresivo, arrancándole bicisendas a los trazados autistas, no quita que lo que nos retiene sea una planicie de máquinas ensordecedoras que a nosotras/os atañe, puesto que gobierna el espacio, reticula, organiza, esto es, priva –y decíamos más arriba que el espacio es los afectos que se tienden, luego, ¿qué cosa sino una movilización del ánimo se pone en funcionamiento?-. En la velocidad sólo los autos pasan. Fijados en ella los cuerpos únicamente pueden protegerse, armarse, dispararse, máquinas-veloces encerradas en el tránsito, privándose del contacto con la carne del mundo. Tras sus bólidos, sus equipamientos, sus GPS, nada pasa, no hay qué los implique, no hay más que un tendal de privatizaciones que avasallan, pisotean a nosotras/os, cuerpos endurecidos en la movilización generalizada de lo que nada espera. Es urgente detener el tendido angustiante de lo que no conduce a ninguna parte más que a la indiferencia, esto es, a un desprenderse de la sensualidad de los cuerpos.

Y decimos un sentido, esto es, una sensibilidad armada, estratificada, organizada en unas líneas de montaje que se tienden de los alambres que en nosotras/os se incrustan y encuentran su modo de apariencia en el tránsito. De éstos hilos que nos retienen quisiéramos hurtarnos. Algo pasa, se incorpora. Si es cierto que la sociedad del espectáculo nos apuntala, ordena, emplaza unas fijaciones, si es que nuestros cuerpos-flujos se endurecen en la movilización generalizada, no es por ello menos cierto que el movimiento que anima lo común es inasible por una tecnología de gobierno que nos aplana en las autopistas, que desconecta esa mundana presencia que a nosotras/os envuelve.

Asimismo, la limitancia es centro, palabra [apropiada] de orden puesta en circulación. Empero, nosotras/os desgarramos la medida [y, es sabido, el hombre es la medida de todas las cosas, forma que destroza la planicie sobre la que nos paseamos; ¿qué es la forma-hombre? Diremos que es un punto de relaciones que anuda un propio –un propio sin fundamentos que le sean apropiados: bajo las palabras sólo el tiempo emerge, la inquietud de los cuerpos-movimiento-], excedemos, hacemos sabotaje a las palabras-órdenes en el aturdimiento de lo que ahí se nos muestra en el mientras tanto de su duración, en la desestratificación del cuerpo organizado.

Angustia es arrancarse de la carne que nos circunda, desprenderse del tejido del mundo o, mejor, privarse de lo que nos abraza a una experiencia de lo sagrado, desertar de un plano que nos tiende –brotes que emergen en un terruño del que somos apariencia-, y no encontrarse afectuosamente en él. La tristeza de las ciudades no es otra cosa que el ritual siempre repuesto de una separación que nos priva de lo común, de los afectos alegres -¿y acaso no sonríe la ciudad al encuentro tumultuoso, su potencia desatada?-, del cuerpo desorganizado que torna ingobernable la máquina-metrópolis, abriéndole huecos a lo aplanado del equivaler generalizado, al autismo de las ciudades.