jueves, 4 de noviembre de 2010

Inversionistas y albañiles. Lo que quedó de la toma.




Inversionistas y albañiles
Lo que quedó de la toma


La diferencia radical entre el trabajo para sí de los inversionistas y el trabajo para sí de los albañiles reside en que los primeros construyen casas para luego venderlas; los segundos, para vivir en ellas. Mucho antes de colocar la piedra fundamental, los inversionistas realizan una serie de cálculos racionales de costo-beneficio que les permiten saber si la construcción será o no un negocio rentable. Entre dichos cálculos, ocupan un lugar preponderante los planos arquitectónicos, donde se proyectan a escala las dimensiones de cada habitación de la casa, así como la funcionalidad que se otorgará a cada una de ellas. Planos, mediciones, proyecciones, estimaciones, cálculos y más cálculos en cuyo horizonte se perfila la fantasía de reducir a cero el riesgo de inversión, hacer de ella un negocio seguro eliminando el mayor dejo posible de contingencia.

Muy distinto es el modo en que los albañiles emprenden la construcción de sus propias casas. Su única certeza es la necesidad de comenzar por los cimientos. Sus planos, no más que un boceto del pensamiento o, cuanto mucho, un dibujo improvisado en el bar de la esquina sobre una servilleta de papel manchada con café. Las formas, tamaños y funciones destinadas a cada una de las habitaciones van delineándose a medida que avanza el insondable proceso de construcción que, por su escasa o nula pro-yección, siquiera cabría incluirlo en el universo de la pro-ducción. Así puede suceder que termine abriéndose una ventana en lo que se creía la medianera, una sala de juegos donde se extendería un pasillo, la habitación de los niños en la que sería la de los padres o un comedor donde se pretendía el aula 6.

Las formas estratégicas a partir de las cuales un movimiento político decide llevar adelante su plan de lucha se asemejan bastante a los modos de planificación y ejecución de los inversionistas. Los pliegos de reivindicaciones cumplen la función de la ganancia proyectada, que no es tan sólo materialmente cuantificable, pues contiene asimismo de modo inmanente las posibilidades de su capitalización, el reconocimiento del conjunto del movimiento de los aciertos de tal o cual agrupación y su implicancia en el logro de aquello que se procuraba obtener: becas para estudiantes, compromisos firmados, terceros pliegos para la construcción de edificios (o adefesios) únicos, veeeeinte milloooones de peeeesos. Ante semejantes reclamos, las medidas de fuerza adoptadas –previamente, fríamente calculadas- son apenas meros medios para.

La Toma de la Facultad se inscribe como uno de tales medios –tal vez, incluso, el medio por antonomasia que el movimiento estudiantil se ha dado a sí mismo en los últimos años. Pero hay en ella algo más, un exceso que se despliega ingobernable a los modos instituidos de lo político, emergencia de experiencias no previstas por el plan, profanación de la proyección en el tiempo de la impaciencia y en el espacio del uso común. Tales contingencias escapan a la captura del cálculo y resultan insoportables para el ojo previsor (pre-visor: que ve antes de ver) de los inversionistas. La toma del aula 6 (toma menor respecto a la Toma de la Facultad) y posterior construcción del comedor de Constitución no había sido prevista por nadie más que por las estudiantes organizadas en comisión quienes, vestidas para la ocasión con overol de albañil, se lanzaron inexpugnables a saborear los nuevos manjares de la cocina comunal. Y es que, por más rica que sea la comida de la vieja, no hay como la que una misma hornea, ni como la imagen infantil de una niña parada en puntitas de pie queriendo encender la hornalla de la cocina mientras sus padres se ocupan de lo político del hogar: cosa de grandes. 

Aconteció entonces lo peor: subversión irreverente de la razón, catástrofe de la medición. El Gobierno de la Facultad anunció que, para ceder a las reivindicaciones que el movimiento demandaba, ya no bastaba con levantar las medidas de fuerza, también se debía detener aquello que las excedía, y no se trataba tan solo de entregar el comedor, sino de hacerlo retornar al momento original anterior a la alteridad –desaparición forzada del tiempo pleno de la experiencia: acá no pasó nada. Ante la nueva situación, los inversionistas, ansiosos por capitalizar un nuevo triunfo histórico, salieron a hacer lo que mejor saben: vender. “Veinte millones por un comedor, un negoción”, se decían entre codazos y relamidas en el buró erigido detrás del micrófono de la asamblea. Y así fue que, bajo pretexto y confianza de que el Gobierno les cedería un nuevo espacio, especial y arquitectónicamente diseñado para la función, respetuoso de las condiciones de seguridad y salubridad que demandan el Instituto de Calidad Alimentaria y las normas ISO 9001, retomaron las formas primitivas de la política, se envistieron en padres proxenetas de la horda y entregaron sus hijas al jefe acaudalado de la tribu vecina. Pero olvidaron –pues aún en las sociedades de la memoria se olvida, condición funesiana de seguir viviendo o, para el caso, capitalizando- que en las ciudades-museo los espacios denuncian recuerdos. Las marcas de la historia se inscriben en ellos como pintadas indelebles en los muros o cicatrices y tatuajes en los cuerpos. Así pues, aunque los pupitres vuelvan a vaciar el espacio en que hoy se cocina a fuego lento la potencia del autogobierno, el aula 6 ya no volverá a ser lo que era, en sus paredes se traslucirá el signo peso ($) de la venta, y los cuerpos de las estudiantes-albañiles –cuyo perfume persiste impregnado al aroma de la comida casera que emanan las ollas del lugar (pues, vale la aclaración, en aquella construcción no hubo enajenación)- recordarán por siempre la traición. 

Si en verdad la devolución del aula 6 en las mismas condiciones en que se encontraba es condición para la entrega de los 20 millones, pues entonces como movimiento estudiantil deberíamos exigir la administración del dinero y decidir en asamblea –como hicimos con cada una de las acciones del plan de lucha- en qué gastarlo: si en la construcción de una casa de altos estudios a la que la clase obrera, como recita el cántico, deba subir en escalera, o en una fábrica de producción colectiva de conocimiento; si en golosinas para endulzar las gargantas agrias de discursos vacuos y compromisos pendencieros, o en armas para cuando llegue la hora de las barricadas –última instancia de la política ante el agotamiento de la palabra. Cuando ello suceda, vendedores y compradores estarán por fin del mismo lado del mostrador, aquel contra el que apunten los cañones de la autogestión.



Ya entrada la primavera,
en momentos del trabajo en que el patrón
mira para otro lado, 2010


2 comentarios:

  1. Me gusta cuando se ponen narrativistas. La reflexión subordinada a la acción. Literatura y política.
    Saludos.
    D.

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  2. "Ya entrada la primavera,
    en momentos del trabajo en que el patrón
    mira para otro lado, 2010"

    Poesía, rebeldía, revolución, todo en una firma. Genio!

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