Escribo, ahora, movido por el ¡pan, pan, pann!, de la alarma de un auto en la calle. Y por una revelación. ¡¡Pan, pan, pann!! ¿Cuánto puede soportar uno indolentemente con ese martilleo agónico, que busca como un niño los oídos de su mayor, su responsable? Niño, aquí en cambio sí oímos tu berrido, al que tal vez acuda violenta, repentinamente, tu dueño, porque en cuanto a mí, he cambiado de parecer frente a los pobres y monótonos cantos de las bocinas, de las alarmas y de las sirenas.
Continúa el llamado trepando hasta mi tercer piso, no ha parado y lleva tres horas. No grita solo ya que en la calle y en toda esta zona céntrica hay miles de bocinas insultándose, advirtiéndose, nunca sin urgencia, siempre por las dudas, sensibles y en efecto participativas. La proyección de la idea, me arriesgo a decirlo (como cualquiera arriesgaría en mi butaca), nunca había alcanzado este grado de difusión y de socialización de los medios de producción. Un auto es más barato que producir un programa de televisión y su alcance no depende de una antena. Si tenemos en cuenta que una bocina bien tocada, por dar un ejemplo, en cualquier calle del microcentro, que suelen tener un promedio de sesenta oficinas o habitaciones que dan a la calle, con unas cuatro personas en cada una o cerca de la ventana, contamos unas 240 personas. Si a eso le sumamos los peatones y el resto de los que ocupan los autos alcanzamos, estimativamente, a unos 300 oyentes sólo en una cuadra a los que lamentablemente les llega el ¡¡pannn!!, antes que el bien intencionado “guarda, amigo, paso yo”. ¡Si nos llegara esa noble advertencia! ¡Pero no, quedan sepultadas recomendaciones siempre útiles como “¡en amarillo podemos avanzar, que no te intimide el rojo!”, o “te agarraste el vestido con la puerta”, ¡“de nada”! Acaso por este detalle, por esa distorsión del mensaje, de los comentarios y los juicios, los automóviles no sean el medio o el instrumento privilegiado para la libre expresión.
La pregunta por el compromiso democrático no debería desatender, pues, el que nuestras máquinas griten a boca de jarro. Vivo sobre Moreno, cerca de Lima − y continúa el gorjeo, estoico −, y es asombroso ver en la rutina de nuestros conductores tremendo nivel de compromiso, de participación al momento de recordar la circulación en la ciudad y de las fértiles discusiones sobre cualquier tema que convoque a una hilera de ideas de las que, otra vez, debido a que opinan superponiéndose o bien todas a la vez, sólo se oye un ¡¡pannnnnnnn!! ¡Qué lástima! Sólo se destaca, a veces, alguna bocina creativa que profiere un ¡píriubi, píriubi, píririubii!, lo que nos permite suponer algunos avances en la diferenciación de los concienzudos y realistas conductores, los insistentes y sin sosiego. Normalmente sólo escuchamos el ruido, ¡pan!, y cuánto se pierde.
Otro aspecto de este medio desatendido es que desborda la individualidad y apunta al contagio, no lo dudo (no dudo, ahora, nada), y siempre invita a los demás a participar desde su asiento. Hagan la prueba, paren la oreja y oigan la reacción que provoca una ambulancia cuando se encuentra atorada en una calle: una, dos, tres, millones y millones de bocinas largan sus bramidos y demuestran que el sonido abre el espacio y desobstruye el camino. ¡Qué espíritu de solidaridad! ¡La agonía de un ciudadano no puede hacerse esperar, por supuesto! ¡Hete aquí, finalmente, la reacción cantada de nuestro pulgar oponible! ¡¡Pannnnnnnnnn!!
(Ese niño ya nos alarma a todos… ¿está huérfano?, ¿o qué?) Aquí he dejado, espero, dos ideas para que tengan en cuenta los investigadores en ciencias sociales y sobre todo nuestros legisladores, que son puras palabras frente a la performatividad y a la contundencia del conductor porteño, el del pulgar sonoro y ligero. Verdaderamente no puedo seguir reflexionando − como si nada ocurriese − pero analicen este fenómeno que no es anárquico ni organizado, que no está representado en la Ley de Medios, que une, lamentablemente, todas las voces en una pero por sobre todo que funciona, siempre, por más que le pese a cualquiera, según nuestra Constitución. Se los recomiendo para que tanto esfuerzo proferido no quede en un simple ruido. Si sólo nos conformamos con oír el vulgar ¡pann!, ¡paan! dejamos sin efecto esa enormísima fuerza civil que quiere expresarse y dispone, casi, de un solo y antojadizo tono, instalado en una fábrica por alguien que seguramente ni se imagina que sólo unos dispositivos tecnológicos podrían darle al conductor una mayor libertad de expresión, antes que el rudimentario rugido que él coloca. Acudo a la prensa, y a los agudos ojos que leen, porque incluso a quince metros de distancia siento con mi propio cuerpo la desilusión de los conductores frente a sus arcaicas bocinas, se brotan de impotencia, les viene alergia al ser incomprendidos, encuentran en sus manos las de Hayde y les atacan toda una serie de urgencias que redundan en un berrido monótono.
Dr. Amílcar Chekyll
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