Pensar sin hueco de aire, decimos. Suena pretencioso, sí. Es esa manía de ponerle nombre a todo –me dice, y así la primera persona [que, contra toda evidencia, no es yo: es otro] se cuela entre nosotras/os-. Dale, si se lo robaste a Lewkowicz[1], murmura otro (ese otro, que es yo) por ahí. Empero, ¿qué significa robar cuando de lo que se trata es del lenguaje? Claro, podemos preguntarle a la venerable cámara argentina del libro –y, mejor aún, a Horacio Potel-, ellos, seguro, seguro, saben bien. Mas, esto que decimos y/o escribimos, ¿no nos remite sin más a una tradición que llevamos ahí, como si dijéramos, a nuestras espaldas?, ¿es que acaso hay algo que podamos llamar original en nuestro blandir la (esquiva) palabra? Y entonces, ¿es la tradición quien (nos) habla? Y no es que todo sea siempre ya repetición, es claro, pero, hay lenguajes comunes, ¿no? Todos esos como si que nos hacen ser así como siempre ya (horror) somos: rituales. Lenguaje es institución, mundo, afectos, y es sabido, asimismo, la propiedad privada no lo es menos. Pero también (el lenguaje) es exceso en torno a todo mando, fuga.
Hete aquí, pues, que estábamos en clase, que la misma era una puesta en común preparada por las/os estudiantes que por entonces estábamos siendo. Los roles invertidos pero sin carnaval, sin tumultuosa diversión de los cuerpos. Hasta se había formado la ronda de los iguales. Todos en círculo, cual las así llamadas clases públicas –y sí, hay que ponerle nombre a todo, ¿por qué?, porque lo contrario hace presente lo sin fondo: el caos [no el de tránsito, no. Ese ritual invisibilizado ya repone un orden: el de la circulación de mercancías que nunca puede detenerse, y entre éstas, el de la mercancía-vedette que lo dispone todo en torno suyo, la auto(in)movilización privada como la más mundana significación, esa en la que nos movemos (y deseamos movernos siempre ya)], puro flujo sin distinción alguna, como el agua dentro del agua[2]-, el mate pasando de mano en mano, de boca en boca –y nosotras/os sabe: el mate es siempre ya una ocasión para el encuentro con cualquiera, una ofrenda, quizás, hasta diremos (sí, incluso algo livianamente) intercambio simbólico-. Y de repente el hueco. No, no, ninguna falla edilicia. Nada que se desmorone, todo lo contrario: algo emerge. Un hueco se nos aparece.
¿Qué es esto del hueco de aire? La clase se dicta. Las/os estudiantes lo hacemos bajo la atenta mirada de la docente (si esto no fuese un testo serio, como corresponde a ésta no menos seria institución que es NDC, diríamos que ella, voyeuristamente, lo disfruta). Ella es una copada, eh. Hasta pusimos en común los parciales, buscando aflojar las amarras del dispositivo, que, es sabido, o, mejor, experimentado, vivido, luego, no-sabido, suelen apretar bastante… aunque, claro, hasta esto llegue a producir placer, perverso deseo. Una experiencia, cabe decir, a la que no estamos acostumbrados. ¿Qué, nos copiamos?, se escucha decir. Esto debe ser algo constructivista… ah, sí, debe ser. Pero el lazo se torna oscuro más allá de esa figura que pareciera condensarlo. ¿Qué es lo que está de fondo, debajo, siempre ya pre-supuesto y que, por esto mismo, permanece impensado? El fondo, dice Simondon[3], y no la forma, es lo determinante (sí, perdón por la palabra), puesto que sostiene (sobre la nada), hace existir algo. Pensar el (inagotable) fondo, entonces, como un reservorio común, inagotable cúmulo de posibles formas, virtualidades, mundos-por-ser (que pueden, asimismo, no-ser). Las formas, empero, no tienen la fijeza de lo duro, de lo siempre ya idéntico (¿idéntico a qué? Lo idéntico a presupone un fundamento, un algo que contiene y que, propiamente, no hay, más que contingentemente, claro: allí es donde lo a posteriori se torna a priori). El caos lo asedia todo, irrumpe agrietando el Uno. Entonces, ¿el Uno estallado por todas partes? Tampoco tanto, o sí… como se prefiera. Lo virtual actúa sobre lo actual (el mismo instante inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo no daba sino una vuelta[4]). “Porque el fondo es el sistema de virtualidades, de potenciales, de fuerzas que caminan, mientras que las formas son el sistema de la actualidad[5]”. Ah, sí, pero, ¿y el hueco? El hueco es una grieta. Una grieta en la que, sin embargo, nada se desmorona, puesto que eso que emerge repone siempre ya una localizada arquitectura: una máquina y sus funciones. ¿A qué cosa, pues, nos abre la grieta?
La clase es dada. En la clase somos dados, siendo el tener lugar de la clase, o, mejor, su ahí. La palabra es entregada y devuelta ¿inmediatamente?: es respondida. Las/os estudiantes damos la clase, ya no la docente. Mas las miradas aún encuentran su centro, se reclaman desde un cierto ordenamiento de los cuerpos, que es, asimismo, afecto y gobierno. El dispositivo-ronda nada puede con ello. Empero, ha sido dicho, los opuestos se reclaman y así la ronda puede asemejar (“devenir”) un eficaz panóptico. Esto más allá de las intenciones, es claro. Nuestra docente es una copada, decíamos más arriba. Nosotras/os, en el (constructivista) rol de andamiaje quizás habitemos alguna vez la (no)misma situación, ¿mal-estemos en ella?, puede ser, sí… el caso es que la experiencia de deconstruir el dispositivo aparece así como su contrario: hay algo irreductible. Es eso lo que emerge en el hueco de aire. Los rezagados van llegando a la clase. Se encuentran allí que la rudimentaria máquina áulica ha devenido, al fin, otra cosa: ronda de los iguales. Más o menos redonda, fisonómicamente hablando, todas/os permanecen a la misma distancia unos de otras. Empero el círculo tiene un hueco que se recorta, ahí justo junto al pizarrón. Los rezagados llegan pero se amontonan: nadie ocupa ese lugar. ¿Qué cosa reside allí? La institución que transfiere una autoridad allí emerge.
El doble cuerpo de un/a docente, pues, se muestra así encarnación del Uno, soberano. La máquina-academia pondera, soporta ese plus de valor mediante la referencia a un tercero, la transferencia institucional a sí misma. Al igual que el plus de valor que las grandes empresas obtienen mediante una etiqueta que refiere pura y exclusivamente a la marca, siendo que los costos, talleres clandestinos mediante (cfr. Made in Bajo Flores [6]), les resultan considerablemente menores, ¿es esa marca el plus de valor de los docentes, que hacen como si fueran el übermensch [sobre-hombre o también superman nietzscheano] cuando a lo sumo representan unos rituales que presentifican siempre ya el origen: el despojo, la expropiación, la acumulación originaria?, ¿produce, pues, la máquina-academia un puro valor de etiqueta que recorta una marca en una sociedad que, asimismo, la reconoce como depósito del saber, residencia privilegiada de éste? Ese galpón de reclusión del saber –lo cual ya es decir mucho, puesto que esto presupone la expropiación de los saberes comunes-, que distingue, recorta todo fragmento de semiosis desde la certificación académica, ¿es equiparable a una morgue?, esos cadáveres, además, ¿son los restos de un pensamiento que nos es dado en su resuelto enunciado y ya no en su invisibilizada labor –aunque apropiada, privatizada- de enunciación –enunciación siempre desde algún lugar-?, ¿hay batallas en la academia?, ¿pululan las batallas en los saberes llamados científicos?, ¿qué es ciencia si no un campo de batalla (nunca sin sujeto)?, ¿cuándo se piensa si sólo se reanudan los pensamientos ya pensados?, ¿cómo se transmite la potencia comunal del intelecto si no es verificándola en acto, experimentando lo que se puede, lo que cualquiera puede? Nuestro objetivo, diremos, siguen siendo ya no los edificios (únicos y presupuestos) sino las instituciones. Éxodo es desmesura, falta de medida. No hay patrón alguno para el despliegue de nuestra potencia.
Notas:
[1] Ignacio Lewkowicz, Pensar sin Estado.
[2] Georges Bataille, Teoría de la religión.
[3] Gilbert Simondon, El sistema de los objetos técnicos. Pág. 79
[4] René Daumal, “Hechos memorables”. Traducción de Aldo Pellegrini.
[5] Simondon. Op cit.
[6] Made in Bajo Flores. Investigación radial. Puede escucharse acá.
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