martes, 15 de junio de 2010

General Villegas, una ciudad que sabe la verdad




pidoperdonzine@hotmail.com


La verdad es de este mundo; 
está producida aquí gracias a múltiples imposiciones.

“Verdad y poder”,
 Michel Foucault.


Ningún coro celestial
para vos y para mí
porque creo que sabés
realmente creo que sabés
creo que sabés la verdad.

 “Jeane”,
The Smiths.



En una entrevista que circula por la web, Manuel Puig rememora su infancia en General Villegas, pueblo de la provincia de Buenos Aires que en las últimas semanas dió qué hablar a raíz de la manifestación de apoyo a tres adultos procesados por su vinculación sexual con una adolescente menor de edad. “Lo que daba prestigio era la prepotencia”, dice en un momento el novelista. Pero ese contexto machista, represivo y conservador provinciano no alcanza para explicar la producción literaria de Puig ni para entender el fenómeno de defensa de los acusados en el caso que hoy nos ocupa, embanderado tras la consigna “una ciudad sabe la verdad”. Como bien escribió Daniel Link,  “independientemente de las posiciones que se tengan respecto de las relaciones sexuales interetarias que la ley condena”[1], hay algo que sorprende e indigna en este asunto, más allá de la hipocresía sexual, los chismes pueblerinos y el exhibicionismo de varios.

“Una ciudad sabe la verdad” decía el cartel que encabezaba la marcha de apoyo de hace unas semanas. Tamaño acompañamiento (el número de manifestantes no importa) no clamaba por la inocencia de los acusados. Tampoco pedía que esos vecinos –buenos muchachos ellos, como fueron definidos en declaraciones altisonantes- eviten por completo el mecanismo de aplicación de la ley ya iniciado tras la divulgación de las imágenes del escándalo. A simple vista, pareciera que lxs manifestantes intentaban hacer valer su fuerza, consistente en un saber presentado como verdadero y como patrimonio del común de la gente. En unas célebres conferencias, Foucault aborda las formas jurídicas de producción de la verdad. Explica como en el derecho feudal el litigio entre individuos se resolvía por el sistema de la prueba: “este sistema no era una manera de probar la verdad sino la fuerza, el peso o la importancia de quien decía”. Así, había pruebas de tipo verbal y físicas, pero también había pruebas sociales: “pruebas de la importancia social del individuo”. La prueba de la inocencia, de no haberse cometido el acto en cuestión, no era en modo alguno el testimonio de las personas dispuestas a apoyar al litigante en un conflicto. “En realidad se trata siempre de una batalla para saber quién es el más fuerte”, nos recuerda  Foucault[2]. Así, este sistema de prueba terminaba siempre por una victoria o un fracaso y, por consiguiente, no existía la sentencia como fin del conflicto. Ahora bien, en el viejo sistema del derecho germánico y feudal los individuos se enfrentaban en un pie de igualdad, que desaparece con la constitución del poder judicial autónomo, que se encuentra por encima de las individualidades.




Es claro que, por más machista y conservador que sea General Villegas, no estamos ante este tipo de litigio. Lo que el pueblo dice que sabe se presenta como una verdad autoevidente que no  necesita de una sentencia para ser tal pero que de todos modos exige el pronunciamiento judicial que estatuya eso verdadero, denominando como primera medida el delito a la medida de lo sabido y condenando posteriormente de manera acorde a esa denominación. Porque más allá de la persistencia de restos fósiles ni siquiera en un pueblo del interior de la provincia puede concebirse una justicia sin la intervención estatal y su juego de roles fijos. El Estado está llamado para legitimar la desigualdad, asumiendo el rol de garante en un aparente combate donde una y otra parte tendrán sus papeles. Así como no hay dos verdades (la de la víctima y la del victimario) a ser dilucidada por un tercero imparcial -el Estado a través de su brazo judicial-, tampoco hay una verdad y una mentira: sólo hay un único modo de producción de una verdad que es también única.

La exhibición de la solidaridad social que concita el acto de los procesados nos inquieta no sólo porque sea una exhibición de fuerza con revitalizados tintes arcaicos. Lo que indigna es el simplismo de asumir colectivamente que si de un lado está la fuerza, del otro lado sólo puede haber debilidad moral o fragilidad inocente: la carne de la adolescente como instrumento u ocasión del mal, lo propio del sexo. La autonomía de alguien que puede no ser una mera víctima de la apetencia desbocada de las masculinidades prepotentes nunca fue puesta en discusión –más allá de que habría que tener en cuenta al hacer ese cuestionamiento no sólo el género, la clase y la edad sino todas las variables que intervienen en el caso-. Tampoco nadie da muestras de querer hacerse cargo de los deseos por cuerpos jóvenes generados al interior mismo del pueblo que sabe y las maneras abusivas de gestionar esos deseos.

No vamos a discutir acá sobre esos límites artificiales como la mayoría de edad y la capacidad de prestar consentimiento en el ejercicio de la disposición del cuerpo propio y sus afecciones pero en este triángulo -que no es de amor pero tampoco es bizarro- el abuso está presente no por una mera operación aritmética (la edad de una y de otros, la cantidad de años que separan a una de los otros o la cantidad de adultos intervinientes en el acto en cuestión, conforme las previsiones del Código Penal vigente en este país). El abuso aparece diáfano en el diagrama de fuerzas compuesto entre la chica, los tres varones y el pueblo que sabe la verdad. El Estado está por fuera del triángulo, aunque su papel es fundamental en el esquema jurídico. Hay abuso en la producción de esa verdad, en el ejercicio del poder que, como bien dijo Foucault, es una forma política, de gestión, que en la cultura occidental actual encuentra ineludible su pasaje por los engranajes del Poder Judicial.

Pero este pasaje todavía no ha llegado a su fin. Seguramente nos olvidaremos de General Villegas hasta que lo escandaloso vuelva a hacerse presente. Pronunciada la sentencia, pediremos un proceso más justo, garantías y derechos para las víctimas históricas de las violencias. Volveremos a repetir la incansable letanía a un Estado que está para otras cosas. Las múltiples imposiciones de las que hablaba Foucault son de este mundo, no hay coro celestial ni verdad revelada o a revelarse tras una profusa y objetiva investigación. Lo que General Villegas sabe no es la verdad, sino cómo producir y autentificar esa verdad.



Notas:

[1]  Link Daniel: “Infierno grande” en Soy, Año 2, Nº 115, 21.5.10.
[2] Foucault, Michel: La verdad y las formas jurídicas. Gedisa Editorial, Barcelona, 1995. Págs. 69/70.


Aclaración: tal como más arriba se refiere, este texto es una gentileza de pido perdón zine. Pásense por ahí y lean, luego le piden un zine old school a la quía. ¡Saludos!


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