Una ciudad es una mamushka. No vivimos en una ciudad –como cantaban setentistamente Pedro y Pablo- sino en muchas, aun sin salir –supuestamente- de la misma: he aquí el quid de la cuestión, no hay Lo uno a la hora de hablar de las ciudades, sino siempre Lo múltiple. No una ciudad sino muchas, aunque sea dentro del mismo catastro o nominación. ¿Qué tienen en común las experiencias de caminar por Villa del Parque (VDP), allí donde los vecinos -esa categoría tan aristocráticamente decimonónica como neoliberalmente propia del siglo XXI- todavía -¿todavía?, ¿es una cuestión de todavías?- reciben la tardecita con puertas y ventanas abiertas -supuestamente inconscientes de la constante ola de robos que, según los principales medios de orinación, asola la ciudad-, con hacerlo por Recoleta, allí donde tampoco se cruzan demasiadas personas por las veredas, pero en este caso porque la seguridad privada pagada por los vecinos ejerce un más o menos estricto control sobre los habitúes de esas calles y acequias, motivo por el cual ante la identificación de un extraño de esos lares las luces de alarma se prenden en las esquinas de las calles repletas de altos edificios y adolescentes de casas bajas? Lo que no existe en estos barrios, los barrios nortes de una ciudad que no es una sola ciudad, son las memorias de lo que alguna vez fue la ciudad: no ya la borgeanamente mítica fundación de Buenos Aires por lo que hoy es uno de los tantos Palermos –Palermo Soho, Palermo Hollywood, Palermo Bronx, Palermo Entel-, sino lo que la(s) ciudad(es) fue en un pasado no demasiado lejano, es decir, considerablemente reciente. Estos barrios, los barrios inmobiliariamente seductores por excelencia, son barrios psicóticos, barrios sin pasado y con puro presente, barrios inmanentes no por antiestructuralistas o posparanoicos sino por obcecada plegación a un presente que –unidimensionalmente- no conoce otra dimensión que su propia existencia, a lo sumo pro-yectada a un futuro donde se puedan hacer mejores tretas: son barrios donde, aún sin plebeyos trenes de por medio, los puentes han sido dinamitados, no hay puentes que conecten y separen con los pasados de los que siempre se parte.
¿De qué se habla cuando se habla de barrios? Se corre el riesgo, pareciera, de cierto isomorfismo barrial, de atribuirle cierta existencia humana independiente a espacios que –como casi todo en la vida- obedecen a una sobre-determinación de factores y no a una unilateralidad de motivos. Hemos salido del determinismo, reduccionista como todo determinismo, del marxismo economicista que suponía –y, tristemente, ahora sí todavía, aún supone- que proletarizarse e irse a vivir a los barrios bajos era el modo de –conductistamente- corregir los defectos pequebuses engendrados por el nacimiento y crianza en un ámbito pequeñoburgués –como si el entorno obrero, ejerciendo la labor de correa de transmisión política-ideológica, fuera el reaseguro de la orgásmica toma de conciencia clasista que llevaría a adoptar el punto de vista de la clase obrera-, para re-caer en otros dos determinismos, que no por antagónicos resultan dispares, aunque no necesarios, es decir imprescindibles el uno para el otro: el reduccionismo chabón que -isomórficamente- le atribuye determinadas características más o menos inmutabes a determinados barrios –Palermo es cultural, Almagro tanguero, Barrio Norte cheto, Villa Crespo judío, Boedo aguantador, Parque Patricios progresista, Paternal amante del buen fútbol, Once boliviano-, y, aquel que ha adquirido notoriedad mediática desde marzo del 2008, el reduccionismo geográfico agrícolo-ganadero: las posiciones político-ideológicas de una persona –sí, una persona, para jacobino terror de los que clickean la opción de sinónimos (como si existieran) para no escribir aquella palabra, redundando en sujeto, ser, individuo, según se pretenda más o menos filosófico- no de-penden -es decir, no penden alrededor de determinado hilo personal- de las opciones político-filosóficas elegidas por la persona en cuestión, sino, geograficistamente, del lugar donde nació y creció. Así, es posible escuchar de un cuadro bajo de Federación Agraria, esa corporación fundada a los alcortianos gritos para oponerse a las prácticas –que son prédicas, y viceversa- latinfudistas de
La referencia a Sarlo no es propia de posmemoriales jóvenes irrespetuosos de las aguas de la que alguna vez bebieron. Es brillante su posmemorial –toda memoria (como las obras según Urondo) es póstuma, siempre y cuando se entienda el pos como posterior y no como superación- sorpresa ante la melancolía de jóvenes por calesitas que jamás conocieron. También es aguda su vehemencia para ahincar que el neoliberalmente posmoderno –a la vez que conservadoramente nostálgico- sueño seguritario de Macri de una ciudad donde los vecinos -como en una aguafuerte de Arlt- vuelvan a tomar mate en la vereda es imposible, porque el plasma, la mediática educación política de las presentes generaciones, no se puede sacar a la calle. A los vecinos no les interesa sacar las sillas a la acequia y dialogar con sus vecindades a través de la calle o la cabeza de la patrona que ceba mate. Les interesa, pareciera, otra cosa: encerrarse en la seguridad del espacio privado, aún con las puertas y las ventanas abiertas hacia el antaño espacio público de la calle, a ver y escuchar cómo empresas y partidos políticos que se pretenden medios de comunicación pretenden presentar como ingenuos labradores de la tierra a machistas, sexistas, racistas y especuladores –por inflación o por alquiler- golpistas agrícolo-mediáticos.
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