viernes, 10 de abril de 2009

El muro infernal





Un conocido personaje televisivo recuerda cómo, así como antes nos dividía el muro de Berlín, hoy nos une el Muro de Marley[ver acá]. La unión a partir de un muro que originariamente es emplazado como el espacio de una separación pareciera paradójica, incomprensible. Sin embargo, en los tiempos de los que somos paisanos, bajo la soberanía irresponsable del espectáculo[1], en modo alguno esto es así.


La experiencia urbana, se ha dicho, no parte de un puro espacio, sino de un estar inmerso, envuelto en él, es decir, de una vivencia encarnada, corporal. Sin embargo, con la proliferación mediática actual esto ha cambiado profundamente. Cuando los medios de comunicación subsumen la experiencia urbana en sus representaciones, lo local-específico se encuentra atravesado, compuesto por las representaciones imaginarias sociales, y la vivencia no pocas veces es prefigurada por éstas. Así, ya nada escapa a las representaciones mediáticas, y con ellas, el espectáculo de la imagen-mercancía reina.



***


Luego del conflicto llamado del campo, y la oleada privatista que ha cosechado las más disímiles adhesiones, la inseguridad ha sido el tema que más ha dado que hablar en los medios; la percepción de ésta pareciera ser indiscutible, las causas estarían siempre ya ahí, al alcance del puro medio de la cámara, esgrimiendo la más absoluta transparencia.


Días atrás, luego de que Susana Giménez se declarara a favor de la pena de muerte[ver acá], el debate se instaló entre las figuras del espectáculo, quienes, una a la vez, ocuparon el imaginario social con sus fascistas declaraciones. Revelador resultaba ver, leer y/o escuchar cómo disputaban con los políticos profesionales el lugar de mando que formalmente éstos últimos detentan.


Se podría hablar, ante este fenómeno, de una doble privatización: del así llamado pueblo soberano a sus representantes –que devienen propietarios de la política-, y de éstos últimos al espectáculo –propietarios, a su vez, de las imágenes-mercancía-, no sin rencillas pero tampoco sin alianzas coyunturales. Se puede hablar también de su reverso: la privatización se inscribe en los cuerpos como una afección, un miedo, angustia del otro, ante el otro, que de este modo es producido como potencialmente peligroso.


Fue el magnate del entretenimiento –verdadero propietario de la audiencia-, Marcelo Tinelli, quien, a partir de sus apariciones públicas [ver uno, dos], dejó entrever la potencia gubernamental del espectáculo. Siendo que goza de la más plena posesión de status mediático, no pocas son las repercusiones que pueden alcanzar sus declaraciones. Aníbal Fernández, Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de Cristina Fernández de Kirchner, presuroso, supo entenderlo; en simultáneo, el Gobierno de CFK enfrentaba el asedio del campo en las rutas, es decir, en los medios. “No saben de lo que hablan”, dijo. Detrás de sus declaraciones, el espectáculo abría un nuevo juicio sumario; tener siempre la última palabra, sabemos, es el privilegio de los poderosos.


En la antigüedad clásica, se nos dice[2], las opiniones valían lo que una opinión vale, sin pretensión alguna de aferrar la esquiva verdad, siendo ésta última sólo accesible a los dioses. De esta manera, los hombres libres –se sabe, ya no las mujeres o los esclavos-, reunidos en asamblea, polemizaban en torno a lo común, sin propiedad alguna. Así, el cuerpo soberano era la ecclesia misma, y ya no los magistrados, o representantes. Para esta modalidad del autogobierno, entonces, la categoría separada de “lo político” no existía. Los atenienses podían pedir consejo a expertos en materia de construcción de muros o navíos pero no en aquello concerniente a los asuntos comunes –en ese caso, podemos decir, escucharían a cualquiera, sin distinción alguna.


Es claro que este igualitarismo en la ignorancia resultaba emancipador[3]; la capacidad humana de acceder a la verdad, entonces, era una propiedad común, polémica, conflictivamente realizada, puesto que se partía originariamente de que todos –los hombres libres-, sin excepción, participaban en el logos.


En los tiempos presentes, con la subsunción de lo real en la imagen-mercancía, ya no todas las opiniones valen lo mismo –y hay para quién esto es una necesidad histórica-. Es claro, esta mutación en acto, responde a su vez a un extrañamiento anterior, es decir, a la privatización de lo común. La emergente función política asumida por los medios, entonces, aparece como la puesta en escena de una verdad que, a su vez, el propio espectáculo se encargará de escrutar como tal. Lo verdadero, dirá Guy Debord, es un momento de lo falso, y lo que se comunica no será otra cosa que órdenes, “quienes las han impartido [serán] los mismos que dirán lo que opinan de ellas”[4].


De este modo, en el espectáculo no se dejarán de lado las "especializaciones": los canales de cable encargados de producir noticias –de in-formar-, ante la irrupción de los programas de chimentos –esos productores de audiencia- en su propiedad privada, dirán que no se puede hablar tan desmesuradamente, que hay responsabilidades. Sin embargo, todo se resolverá entre vedettes: el espectáculo presupone al espectáculo, es tautológico.


Nuestra condición epocal, sugiere Giorgio Agamben, se caracteriza por el hecho de que aquello que “impide la comunicación es la comunicabilidad misma; los hombres están separados por lo que les une”[5]. Este muro, entonces, paradójicamente, reúne. Aquello que se presenta a sí mismo como el puro medio, a saber, el espectáculo, de este modo se invisibiliza como mecanismo de control social, mutación en acto del poder-sobre.


Así, el muro que pretendía dividir las localidades de San Fernando y San Isidro, no fue realmente derribado. Al contrario, y mucho más efectivamente, opera como una inscripción indeleble en la cotidiana experiencia del otro como privado, peligroso.


La privatización securitaria, entonces, sostenida en la saturación de signos e imágenes, imposibilita la traducción de la experiencia de un cuerpo propio a otro, por tanto, produce una mutua incomprensión: el otro se ha hecho inaccesible. Así, la inmediatez de la comunicación afectiva, corporal, personal desaparece tras un cúmulo de imágenes.


Dice Franco Berardi que el fascismo es la “pulsión por reconocerse como idénticos, identificables, y por lo tanto pertenecientes a una comunidad (de lenguaje, fe, raza) fundada sobre el origen”[6]. Es sabido que toda pretensión de un origen –o fundamento- es una pretensión in-fundada, una ilusión, por lo tanto, si se persiste en hablar de un fundamento originario, éste no podrá ser más que negativo, contingente.


Si lo anterior es cierto, entonces la máquina mediática-espectacular produce fascismo; reticularmente, molecularmente, una guerra de guerrillas difusa, securitaria privatiza el cuerpo social, produce el miedo, la ansiedad, el racismo, la violencia en todas sus formas. Esta producción de lo real, además, aparece como si de lo propio social en sí se tratase, las cosas no podrían no ser así, lo que se muestra es lo que es, sin mediaciones.


El único código comprensible, entonces, el modo de ser que subsume las relaciones humanas resulta la forma-mercancía, el equivalente general. El muro, por fin, no es otro que el espectáculo de la mercancía y su sanción normalizadora de unos modos de vida que significan la inseguridad de miles, millones de personas –además de aquella que actualiza el desastre ecológico ambiental, pero también social, individual-. Es decir, la reproducción continua de la violencia segregacional de vivir recluido en un campo de concentración ya no reducido a los márgenes, por tanto, aquél que se abre cuando el estado de excepción se confunde con la norma, y todos somos siempre ya sospechosos, peligrosos los unos para los otros. De esta manera, el espectáculo deviene el soporte para la gestión biopolítica de la población considerada excedentaria. La producción industrial del miedo, entonces, emerge así como su cifra, verdadera astucia de la razón.



***


Con el nombre de mediócratas, Giorgio Agamben[7] reconoce al nuevo clero de la dominación espectacular-mercantil encarnada. Al momento de ver en vivo y en directo cómo el muro caía, espectacularmente, tras los embates de vecinos enfervorizados, y de niños rebosantes de alegría ante tamaña aventura; luego de ver cómo intendentes y ministros se agolpaban ante la cámara, quien suscribe estas palabras reflexionaba acerca de la política-espectáculo: “todo se hace para los medios. Fijate que Stornelli no se comunicó con Posse antes de salir en la tele”, decía a mi hermano de 13 años. “Eso yo lo aprendí a los 5 años. Me lo enseñaron Los Simpsons”, sentenció para mi sorpresa. Entender que éstas son las condiciones en que necesariamente se ha de jugar el conflicto en las sociedades de capitalismo tardío, aún hoy sigue siendo la tarea que viene.



Notas


[1] Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo.

[2] Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. También Los dominios del hombre, en especial “La polis griega y la creación de la democracia”.

[3] Jacques Rancière, El maestro ignorante.

[4] Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Pág. 18.

[5] Giorgio Agamben, Medios sin fin. Pág. 62.

[6] Franco Berardi, Bifo. El sabio, el mercader y el guerrero, “Reterritorialización”.

[7] Giorgio Agamben, Medios sin fin. Pág. 62.




1 comentario:

  1. Muy buen trabajo, como siempre muy buenas producciones. Este tema del muro no es más que el comienzo de un proceso que viene despacito pero desde hace rato, todavía hay mucho por ver.
    Debatiremos este texto en nuestro espacio. Muchas gracias por linkearnos, haremos lo mismo en reciprocidad, cumpas.
    ¡Felices pascuas, la casa sigue desordenada, y cada vez está menos claro quienes la habitan!

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