miércoles, 4 de mayo de 2011

Sobre la conveniencia de vivir y trabajar en Provincia.




 estaba en llamas cuando me acosté
“Estaba en llamas cuando me acosté”, Say no more, Carlos García Moreno, 1996.


Si alumnos secundarios tuvieran que responder cuáles son las posibles herencias de la dictadura en nuestro presente en una evaluación, los sucesos del 2 de mayo de 2011, el descarriamiento de un tren en Flores o Caballito y la quema de vagones en Ciudadela, Ramos y Haedo, podrían haber sido una buena respuesta. Más allá de interpretaciones conspirativas que ligan los sucesos a manos ocultas de un lado u otro, existe un fondo de experiencia -fondo que ya casi es un baldío- que vuelve verosímil una lectura no conspirativa de los hechos. Viajando como se viaja, lo que pasó entonces podría haber pasado o puede pasar cualquier otro día. Esta obviedad, que suele ser utilizada como prueba de que si no pasó cualquier otro día y sí cuando pasó es porque hubo una mano negra que lo digitó, reconoce lo que pretende negar: que existen las condiciones objetivas –y por ende subjetivas-, es decir: pésima calidad de viaje y desde cansancio hasta hartazgo por una realidad repetida todos los días, para que hechos como tales sucedan. Si no existieran estas condiciones, si los trenes, colectivos y –en menor medida, por ser porteños- los subtes no funcionaran como funcionan, las supuestas manos ocultas serían más evidentes y saldrían de la presunta oscuridad en la que se resguardan para tramar un descarrilamiento aquí, un incendio allá. La dictadura, ahora que se avanza sobre sus complicidades civiles eclesiásticas, judiciales y empresariales, no sólo significó treinta mil desaparecidos –podrían ser ocho mil, el número no es importante- sino fundamentalmente una reconversión del Estado que tampoco es lo fundamental sino más bien sus consecuencias: la animalización antropocéntrica de numerosos sectores de la sociedad, la desacralización de sus vidas que los torna cotidianamente asesinables, el rasguido del tejido convivencial que provoca que uno se niegue a viajar en determinadas condiciones –por ejemplo, colgando de las puertas- pero no se (pre)ocupe porque otros –cientos, miles- (a)sí lo hagan. Son estos riesgos tolerados cotidianamente los que saltan a la vista cuando suceden hechos como los de este 2 de mayo, aunque no se hayan lamentado víctimas fatales.

El acento en lo anterior, como resaltar la indiferencia vecinal ante la indigencia callejera, puede ser tildado de impráctico, generando la burlona pregunta: “¿Y qué querés que haga? Yo también tengo que llegar al trabajo para pagar el alquiler y comer. ¿Qué querés que haga, que los baje de un tirón? Me cagan a trompadas. ¿Querés que pare la formación, que me tire encima de las vías para impedir que siga? ¿Querés que arriesgue mi vida por uno de los dos viajes que miles hacen al menos cinco días a la semana? No seas irreal”. Nadie está proponiendo tamañas soluciones. Sólo apuntar, en la medida de lo posible y las posibilidades, las responsabilidades propias, ciudadanas, de a pie, que caben en las tragedias o hechos infinitamente menos catastróficos como los de este 2 de mayo. Por supuesto, estas responsabilidades civiles, como en torno a otros asuntos, no son prenda de cañón de responsabilidades empresariales y estatales. Por esto la referencia inicial a la dictadura y los puntos que sumarían alumnos secundarios en caso de ligar un hecho de hace cuarenta años con otro de hace una semana.

La dictadura es la fecha simbólica en la que suele situarse el comienzo del desguase del Estado: el Estado como auto robado que es llevado a un desarmadero para su disección y venta por partes. Aquel mítico inicio podría ser ubicado antes, durante el Rodrigato de la presidencia peronista isabeliense, pero sería más problemático y menos conveniente. El Estado, desde la dictadura y con acento en los ’90, fue redireccionado por partes, desde el cuidado de sí y bienesterioso cuidado de los otros desde los ’30, hasta el descuido de sí y cuidado de la patria financiera de hace 20 años. Por eso es curioso cuando amigos anarquistas, a pesar del paso de la dictadura y los ’90, siguen situando en el Estado el enemigo a vencer, invisibilizando al mercado, el capital, la publicidad, como su socio menor. El anarquismo está contento, el neoliberalismo achicó el Estado y engrandeció la Nación. Está claro que, a diferencia de lo que sucede cuando nos metemos al mar con agua muy fría, nadie achicó nada: el neoliberalismo fue el gps del estado de bienestar que recalculó sus direcciones. Las del sistema de transporte férreo, baluarte de la construcción del Estado-Nación decimonónico, aun con la centralidad manual del unitarismo porteño, no estuvieron entre ellas: desde los ’90, además de profundizarse la monopolización de los medios resguardados bajo ley de dictadura, los trenes, al igual que hospitales y escuelas, fueron siendo el fondo, el patio, el baldío de una figura, estrella, protagonista multimedial. Sería interesante investigar la producción de subjetividad bajo la figura del argentino vivo y gracioso menemista y sus continuidades en el piola y canchero macrista. En cuanto a lo anterior, los críticos del humanismo disciplinante decimonónico pueden estar satisfechos, el neoliberalismo también lo hizo. Sin embargo, este no sólo levantó vías asentadas sobre el levantamiento de casas: también encapsuló el viaje volviéndolo el equivalente viajero de la privatización hogareña de estufa y radio, aire acondicionado y televisor.

La dictadura sigue presente entre nosotros no sólo por el estado de los trenes heredero de las privatizaciones operadas en los ’90 pero cuyo fondo de posibilidad fue la sangría social e ideológica dictatorial. Sólo este hecho, aunque haya quienes hagan política descarriando rieles e incendiando vagones, vuelve incorrecta, simplista, mitológica, toda construcción de un chivo expiatorio que beatifique a los buenos pasajeros trabajadores que sólo quieren transportarse para laborar en oposición a los demonizados ocasionales moradores de estaciones responsables de desmanes. Si no hubiera vías, trenes, viajes en pésimas condiciones, los violentos quedarían en evidencia, siendo la figura que se recortaría sobre un viaje que superaría las comodidades hogareñas. Ahora, si las vías no tienen mantenimiento, las formaciones están deformadas y el viaje es un calvario en lugar de una ciudad celeste, ¿de qué forma distinguir a los legítimamente indignados porque vienen de su casa para ir al trabajo y no pueden hacerlo por sucesos que exceden su responsabilidad de los irresponsablemente indignados porque todo su ánimo es generar caos y desconcierto en la población? Sin embargo, la dictadura, como un fantasma, sigue presente entre nosotros al menos también de otro modo: la desvalorización de la vida no sólo operó en aquellos que inconscientemente la arriesgan módicamente todos los días para ir a trabajar sino también en aquellos que, sin tener que hacerlo o no estando dispuestos a hacerlo, prefiriendo levantarse un poco antes o buscar otra solución, no ven con ojos atormentados sino anestesiados lo que sucede delante suyo. Por supuesto que la cotidianeidad normaliza y el ser humano es un animal de hábito dable de acostumbrarse a la vida en un campo de concentración incluso. Sin embargo, así como existe distancia entre lo que podríamos hacer y lo que finalmente hacemos, ya que de otro modo seríamos elementos o animales que sólo podemos lo que hacemos, también existe un hiato entre la rutinarización de lo extraordinario y su absoluta cotidianización. En ese embute está la esperanza. La esperanza de, sin reproducir el entendible uso de la vecindad capital-provincia como chantaje de un acto disruptivo, no considerar la forma de superar los puentes dinamitados que dos por tres estallan en irse a vivir a los suburbios, sean los coquetos norteños o los desprestigiados sureños. La esperanza, aún reconociendo las mejoras institucionales de casi una década a esta parte, de que esta forma de desarrollo, basado en el auto(in)movilismo ralentizador del tránsito histéricamente lamentado por los medios y en ciertos legados inconfesables de la época en oposición a la cual se construye el presente, en algún momento asuma, con el correspondiente apoyo ciudadano, las tendencias autodestructivas que laten en su seno. Los chorizos que salen de la académica canilla por suerte abierta hace ochos años podrían nunca dejar de repetirlo.


4 comentarios:

  1. El anarquismo más que el achique del estado, busca su destrucción. Pero aún así, lo que pasó en los 90 y más aún en la dictadura es todo lo contrario a eso: lejos de destruirse, achicarse o descuidarse, las jerarquías se extendieron, permitiendo y llevando adelante la imposición del neoliberalismo. Pensar al estado "como auto robado que es llevado a un desarmadero para su disección y venta por partes" durante la dictadura, es ser extremadamente condescendientes con los genocidas, pobres víctimas del capital, manipulados por la burguesía, y sobretodo con las estructuras jerárquicas que posibilitaron eso. Que después de 30000 desparecidos no se haya podido problematizar al estado -pareja inseparable del capital- como responsable en tanto que parte de un sistema que no es sólo económico, y se sigan diciendo cosas como "todos somos el estado" habla al menos de la debilidad del anarquismo y de cierto marxismo en esta región.

    Saludos


    pd.: es posible que no haya interpretado bien algunas cosas del texto, perdón en tal caso.

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  2. Raulo, gracias por el comentario. Nada de malas interpretaciones, motivo por el cual nada de qué disculparse: tu comentario es respetuoso y bienintencionado, y eso salta a los ojos. La frase que señalás, lejos de benevolencia para con los genocidas, ensayaba ser una metáfora: habrá que seguir trabajando y dándole vueltas, tanto como a la relación Estado-Capital-Sociedad, se sea anarquista, marxista o no. Gracias por leer y comentar. Saludos.

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  3. según el texto el estado es manejable. y hay que subirse, para desarmarlo (?) según los amigos anarquistas (?) (?) de maría josé (?) (?) (?) imprimiendo una moralina ante quitarse el velo y ver la verdad (?) (?) (?) (?) oculta en el texto?

    que nos den más opciones! anarquista o marxista? creo q hoy no me siento ninguna de esas jaja, me gustó ese chiste.

    cual comentarista anónimo no voy a darle final.

    Saludos

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  4. Cuántos signos de pregunta, qué bueno. Desarmar o no desarmar, that's the (seventy show) question. ¿No conocés a los amigos anarquistas?: qué desgracia la tuya. ¿No conocés a María José?: qué suerte la tuya. Nada de desvelar velos: ateamente islámicos.

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