viernes, 7 de enero de 2011

Villa Soldati y el valor de la vida





En relación al desalojo y los posteriores conflictos en Villa Soldati nos surgieron algunas preguntas en torno al valor de la vida. ¿Qué hace que una vida valga? ¿Cuándo una muerte es vivida como una pérdida por la sociedad, en la instancia que excede la intimidad del entorno afectivo? ¿Cuándo una muerte importa? 

Hay muertes que se producen en el centro del escenario político, como la reciente muerte de Mariano Ferreyra o la de Néstor Kirchner, y que generan una serie de rituales colectivos de duelo y conmemoración. Son muertes que se llenan de significados.

Se habla de legados y de ejemplos, se pide justicia, se proclaman justicieros, se llenan pancartas con sus nombres, con sus caras, aun la muerte de Kirchner, sin corresponder con esta tradición de asesinatos de personas comunes y corrientes, que murieron sosteniendo una lucha.

Las cuatro personas que murieron estos días en Soldati son anónimas, no se supieron de inmediato sus nombres, ni siquiera sabemos exactamente en manos de quién murieron, cuál fue la situación, no conocemos a sus familiares. Sus muertes, tal como hasta acá sus vidas, transcurren al margen.

No es lo mismo dar la vida a que te la arrebaten. Quizá ahi se diferencien las muertes de Kirchner, Mariano y las de Soldati, y nótese que acá no se escriben nombres sino un espacio.

A diferencia del Ferreyra del Partido Obrero, el Kirchner de la Cámpora, los Kosteki y Santillán de los movimientos sociales, estas son muertes sin discurso, que no son capturadas por el dispositivo de enunciación de la política. No son militantes que dieron su vida en la lucha. Son cuerpos implicados de otro modo en la situación en la que encontraron la muerte, de un modo que la gramática militantista-partidaria no abarca.

Hay una cierta exterioridad del militante, que las personas que participan de las tomas en Soldati no tienen. El militante arriesga la vida, decide dar la vida por una causa. La disyuntiva entre ir a resistir con las personas que están tomando o volver une a su casa, resguardarse. Poner o no en riesgo la vida.

Opera una suerte de imperativo guevarista por el cual se debiera poner el cuerpo en cada causa que se crea justa. El sujeto político al que daría luz sería una especie de luchador social todoterreno, siempre listo para adherirse a una nueva cruzada, una especie de Mr. Músculo de la política, una militante flexibilización.

Al intentar apartarnos del automatismo de la adhesión, se nos puede llegar a presentar la pregunta por la validez de la causa: ¿Cuándo vale la pena arriesgar la vida? Entonces nos podríamos ver en la complicación de medir la causa, ver qué causa tiene la medida de mi vida. Al borde de ese cálculo, más o menos problemático, nos preguntamos no ya cuál es la causa válida sino si la vida es algo que puede darse/entregarse.

Como se mediría ante qué dar la vida, justamente se envuelve de un proceso que lo excede a une. La medición podría ser desde el utilitarismo (el máximo bienestar para el máximo número), la idea de ser parte de algo mayor, como si fuera superior a ser parte de algo menor, o minoritario, o personal.

Dar la vida mediando una lucha para otros, un legado, es entonces el peso de la mayoría, la propuesta sería olvidarse a une misme. ¿Cómo dar algo que no se tiene por algo que nos supera? Siendo la vida expresión de un devenir y eso que nos supera en parte ajeno.

¿Quién decide dar la vida por algo? Quizás sea que la decisión de dar la vida corresponde, necesariamente, a alguien cuya vida no esta ya dada en aquello que podemos llamar “la causa”. Si una situación involucrara la propia vida, no se nos presentaría la pregunta por la entrega: ya estaríamos ahí en juego, no habría lugar –no habría la distancia necesaria- para la pregunta.

¿Es que la vida es algo que vale una causa? ¿Es que la vida vale? Cabe, también, la posibilidad de que la vida no valga tanto. Pero, en ese caso, ¿nos referimos a la vida como experiencia o estamos hablando, más bien, de la vida como conservación? Si pensamos que lo opuesto a la vida no es la muerte sino la eternidad, la finitud nos es constitutiva, la muerte es algo que también llevamos en nosotres. La eternidad como y dentro de lo simbólico que nos atraviesa, justamente porque la vida no es, une sí.

Lo que tensiona nuestra vida no es ya la muerte sino la infinitud. Si hay algo que aviva la acción política no es el riesgo de muerte sino lo que en ella excede lo finito que somos. Actuar con otres, en el propio borde. Ese deseo de exceso, ese tender a la eternidad, que llevamos en el cuerpo, es lo que captura el dispositivo massmediático con la espectacularización de las muertes, la sumisión a las grandilocuencias.

El espectáculo ofrece una trascendencia supletoria, que transforma la experiencia en figura al deshacer los vínculos que constituyen un cuerpo. Aíslan un individuo, condensando en él lo que pertenece a una cierta trama de lo social. La representación espectacular se sostiene en una privatización, en una obturación de procesos y de relaciones.

La experiencia política es, si se quiere, por esencia, no-mediática. Es el hacer de un cuerpo que está entramado en una situación, compuesto ahí, que no puede ser recortado de esa trama sin descomponerse, sin hacerse imagen, sin volverse inocuo, impotente.

¿Privatización de la vida cotidiana es, justamente, que las situaciones en las que estamos en juego sean pocas y cada vez menos?

La figura del militante –el que llega para luchar en la causa justa- puede ser que emerja de esa privatización.

Ante el anonimato de esas muertes, no son narrables por su valor sino como espectacularización, exhibición de sangre. Lo que importa es la sangre, los cuerpos destrozados, no quién muere. A diferencia de Mariano por ejemplo, estas muertes aparecieron friamente en los mass-medias.



Abstención de no mostrar un cuerpo legitimo y legitimado ensangrentado.


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