viernes, 15 de octubre de 2010

Llegamos tarde: un bar, su necesaria memoria y su imprescindible olvido.





La tarde de junio de 2009 del capusottiano 1-6 versus Bolivia fuimos con Carrasco –el hermano mayor de Lucas, el ametrallador serial- al bar de Las Heras y Paunero y, recién en él, nos percatamos que, al no tener televisor, iba a ser difícil que viéramos el partido. Conocíamos el barrio-paño y frecuentábamos el bar, pero a veces los deseos obturan todo verosímil cálculo de posibilidades sobre su concreción. Terminamos viendo el partido en un restaurant popular –sí, en Recoleta- justo enfrente de una de las entradas de Plaza Las Heras, allí donde estuvo la cárcel donde fue ejecutado Di Giovanni ante la mirada de Arlt y donde las fuerzas policiales peronistas torturaron y se les fue la mano con uno de los interrogados. En oportunidades la política urbana macrista, como el poder según el puto maoísta, produce y no sólo reprime: ante la paredización previa al alambramiento de la plaza, los paneles de metal, día tras noche, aparecían dibujados por grafitis no sólo críticos de la privatización –enrejamiento, candado y llave ante la llegada de la antiiluminista noche-  del espacio público sino, haciendo un trabajo de memoria, también de pintadas referidas a la historia del lugar antes de que se con-virtiera en plaza. Su pasado como cárcel, su historia como lugar del crimen de aplicación asesina de uno de los inventos argentinos, las ironías sobre la necesidad de hacer un museo también de esas atrocidades, su existencia como paño donde se escriben las textualidades del presente. Podría haberse agregado el asesinato –no ajusticiamiento- de Hermes Quijada, el militar que apareció por televisión el 22 de agosto del ’72 dando la cara para afirmar que ante el intento de fuga de 19 subversivos de 3 organizaciones terroristas se había dado muerte a 16 de ellos, por el gallego Fernandez  Palmeiro, integrante del ERP-22 de agosto, escisión camporista del antiperonista PRT-ERP, sobre Las Heras y Sanchez de Bustamente, como cantan Calamaro y Scornik en 22, el loco, musicalización entre otras de la monumental obra cinematográfica Gaviotas Blindadas.  Los lugares guardan una historia que sólo su roce con textos revela en toda su significación política: la iglesia católica de Av. Corrientes y Palestina (ex Rawson) desde la cual fueron baleados obreros durante la semana trágica del ’19. Como la revolución francesa a partir de lugares y no de escritos, autores o sucesos, la historia desde los sitios y no las historias de los lugares. Una combinación de urbanismo, historia y política que suele resultar refractaria desde el nicho al que se pertenezca. Una forma de caminar la ciudad mal vista por tiempos metropolitanos que no bien reciben que, como el filósofo que de tanto mirar el cielo se cayó al pozo –mi philosopher fall down in a black hole-, un transeúnte camine con la vista levantada observando las construcciones que lo rodean y albergan. La vista, como apuntar a través de una mira, debe ser recta, no aleatoria. La inclinación de la cabeza ni altanera ni sumisa: en el grado militar exacto en que se prevé tanto la inminencia del enemigo como la proyección de los pasos. No hay tiempo para nada: el que se detiene, como en la carrera académica, pierde. Es pisado por los que vienen detrás, atropellado por los de delante, no citado por los que vendrán.




El bondi es un viaje no sólo por el traslado sino también por la experiencia que vehiculiza. Es en este sentido que la añoranza de teletransportación adolece de sentido. La significación de la resaca no es la desinhibición que drogas y alcohol –redundantemente una droga- producen sino su duración desde que se hacen cuerpo hasta que son expulsados. En esta dirección, el deseo de teletransportación, pretendiendo ahorrarse la experiencia de volver de Pompeya a Villa Urquiza, precisamente lo que suprime es eso: la experiencia. Es cierto que esta se hace-obtiene de eventos ordinarios –la gris convivencia, la mediocre normalidad- y no de hechos extraordinarios: una revolución o vacaciones. Sin embargo el viaje que se opera urbanamente es de muy diferente índole que aquel para el que se trabaja todo el año: mientras este forma parte de lo que se aparta de lo ordinario –de allí que dure 2 o a lo sumo 4 semanas al año-, el primero forma parte del hábito, de lo que se repite día tras día. Es decir, no sólo que de carne somos, sino también la carne que somos. Así, un viaje en el 41 desde la ahora iluminista Plaza Miserere hasta el goyenechiano Saavedra puede revelar lo siguiente: no sólo que lo que era un bar, en breve –en muy breve, en una brevedad propia de eyaculación precoz-, será un edificio, ya que no hay nada de extraordinario en ello, toda la ciudad -desde hace ochenta años- está dejando de ser un lugar anarquistamente horizontal para ser vanguardistamente vertical, sino que, en sintonía con la hipertecnificada proliferación de signos de la que es imposible tener registro, la ciudad forma parte de una dinámica centrípeta a la que resulta difícil seguirle el pulso: ingenieros civiles afirman que, según lo que aprendieron en la universidad -lo que no resulta excluyente de que se te caiga un gimnasio al lado de lo que estabas por levantar-, construir un edificio lleva mucho más tiempo del que el ojo humano, en los barrios periféricos en los que todavía puede levantarse la vista, registra cotidianamente. La única forma de percibir diariamente las modificaciones de una construcción octogeneria para convertirse en un nuevo edificio es siendo vecino de ella. De otro modo, el mismo ritmo y colapso de la metrópoli, y la misma existencia de la vida como flujo cotidiano que cree dominarse bastante más de lo que en verdad se controla, vuelven imposible ese seguimiento. Cuando pasamos por última vez todavía era un bar al que podíamos ir a leer textos como extensión de la universidad al resto de la sociedad: cuando pasamos nuevamente ya es una obra en construcción con telas, andamios y paredes plásticas. Una antimilitarista patrulla de rastrillaje, documentación e investigación urbana debe estar al tanto que, a pesar de lo posible y poético de su existencia, intentando pensar la historia argentina a través de sitios y pintadas y mezclándose con vecinos de la otra punta de la ciudad como forma de conocerla en su vida cotidiana, ese es el paño sobre el que opera: edificios históricos receptivos a los flashes porque están abandonados desde hace lustros y se mantendrán en ese estatus un tiempo, pero también construcciones que llevan en sí parte de la historia de la ciudad –y, en tanto capitalinamente unitarios, del país- que serán tragados por la tierra antes que una cámara pueda registrarlos fotográfica o cinematográficamente. Una fracción de la metrópoli está desaparecida, no está muerta ni viva, desapareció: no se sabe qué fue de ella, quién la habito, quiénes fueron sus vecinos, qué historias de amor y odio germinaron en su seno, qué textos se leyeron en su interior.




Cuando se escriben textos de estas características una obvia reflexión que suele ser omitida, quizá como condición misma de posibilidad de su hechura, es que la museificación de una ciudad, más allá de lo que enseñen los últimos treinta años de obsesión internacional por la memoria que localmente se manifestaron en la última década, no da trabajo. Es decir, a pesar de los nuevos empleados administrativos y profesionales que un museo necesita para su andar, en el caso de la contraposición entre horizontales casas y verticalistas edificios, la tasa de empleo –precario, mal pago, inseguro- que generan los últimos no tiene comparación con el que producen los primeros. Otro matiz, presente sobre el tamiz de una reflexión sobre la nueva ciudad que se levanta sobre las ruinas de la anterior a una velocidad que vuelve arduo su seguimiento, son los destinatarios del empleo generado: mientras que en el primero se trata de paraguayos, bolivianos y peruanos desde hace diecinueve años –gobernar es poblar, aunque me quede soltero- pobladores  del país como segunda oleada de cabecitas negras que construyen casas en las que no van a vivir en barrios en los que serán mal mirados, la primera acoge la resaca noventista de clase media ya sea en trabajos repetitivamente administrativos o no menos automáticos, más allá de título en la pared, profesionales. Cuando se lamenta los edificios levantados en Villa Urquiza o Caballito, azuzados mediáticamente por derrumbes que hacen el juego al agorero apocalipsis agitado por medios que normalizan la vida en estado de excepcionalidad, se invisibiliza que una sociedad, así como no puede vivir en constante estado de colapso ya que necesita de cierta normalidad aunque esta haya nacido de lo antaño considerado excepcional, tampoco puede hacer de su ciudad una naturaleza muerta a cercar, conservar y luego mostrar. Es decir, un museo. Sin ánimos de hegelianistas síntesis o pendulares bonapartismos, urge un modo de penar la metrópoli y sus derroteros entre la nostalgia de lo que fue y no volverá y lo que todavía es pero quizá en breve ya no sea. No se trata de museificar sólo el casco histórico o casquificar algunos pocos pero identificables -¿idénticos a qué?- edificios míticos de la ciudad, sino de un andar que, al mismo tiempo que recuerda antinostalgiosamente lo que alguna vez fue y ya no es, se pregunte por las condiciones de lo que todavía es y puede o no seguir siendo, no sólo en vistas de conservación de un supuesto patrimonio histórico sino también de respuesta ante el que constituye el principal capital de toda nación:  sus habitantes. Que el recuerdo de las atrocidades del pasado no olvide las peripecias del presente –como provocativamente fue planteado hace casi 20 años en el campo internacional de la memoria y recientemente derramado en la Argentina bajo la forma de un divo con conchero de periodista que capitaliza aquella farsa como recuperación del barniz de adolescente rebelde que tiempos no asfixiantemente neoliberales le arrebataron-, pero, también, que la ad-miración de las construcciones del pasado, su avistaje, sistematización e investigación, no invisibilice las condiciones de vida, trabajo y tránsito del presente. Una reflexión honda  sobre la ciudad contemporánea no pude arrebatarle el cuerpo a estas aporías.


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