sábado, 7 de mayo de 2011

Ensayo sobre la ocupación




El agua de la bañera aguardaba ansiosa cual travesti seductora, engalanada con pétalos de rosa y una boa de sales espumosas enlazada a su garganta delatora, la zambullida en sus profundidades neptúnicas del cuerpo dionisíaco de Arquímedes cuando, sumergidos hasta el fondo de la pecera sus glúteos desfigurados por la contemplación, el líquido se alzó insurrecto y desbordó los límites hasta el momento infranqueables del contenedor. Desde aquella infortunada y húmeda torpeza ornamentada en filoso progreso del pensamiento helénico, nuestros baños adquieren la forma de olímpicas piscinas cada vez que ingresamos a la bañera completamente llena, al tiempo que sabemos, más por experiencia de vida en secado de pisos que por legos conocimientos en cuestiones relativas a la física, que todo cuerpo –sea éste terrenal o celestial, divino o vulgar- carga con una ocupación, es decir: ocupa espacio. De allí que, cada vez que me dispongo birome en mano a completar un formulario y contestar la pregunta en que el sentido común obliga hic et nunc marcar con un tilde alguno de los siguientes casilleros mutuamente excluyentes:


Otras veces, en cambio, ensayo ejercicios de memoria y refiero a la mitad de la cama de dos plazas en que la premura del desvelamiento me escupió sin miramientos al torrente inexpugnable de la labor execrable, o el reducido espacio entre los cuerpos advenidos a la masa de miembros confundidos que viajan cada día cuales topos somnolientos por las ciegas madrigueras inundadas de excremento, o el toldo de casa de quiniela bajo el que aguardé parara de llover mientras aprendí que los sueños sueños son y la lluvia el 93 (¿o el 39 es?), o cada una de las baldosas por las que pisé, ecosistema de hormigas en busca de su hormiguero de cantero, de cigarrillos consumidos por los nervios y envoltorios multicromáticos de caramelo, o, sin más, menos que el que ocupa un elefante condenado a siete años de zoológico so pretexto de incurrir en el escandaloso crimen peligrosamente fantasioso. Frente a tales incitaciones, muy bien también podría referir al domicilio en que resido, aunque ello me obligaría a reescribir lo señalado en un punto anterior del formulario, inaceptable profanación de las reglas básicas de la estadística, aquella que olvida que, para vivir en una casa, es necesario primero ocuparla, cuestión que me conduciría a la declaración jurada de que mi domicilio nunca es Uno, sino tantos como espacios a cada momento ocupo –caracola nómada que hace de cada esquina su concha marina, tortuga trashumante que de cada balcón su caparazón. 

Arribado sin  estribos a este grado cero de la reflexión, cosmos de la ensoñación, me creo en condiciones de arriesgar fulguraciones sobre la subsecuente consideración: no sólo el domicilio sino todo ítem de formulario nos remite, de modo lineal e indefectible, a nuestra personal e íntima ocupación por lo que, si de economizar papel y tiempo se tratara, podrían éstos entregarse con apenas tal sólo interrogante. A fin de ser cabalmente comprendido –y no tildado de espectacular especulador-, permítanme hacerles la siguiente incontrastable y harto evidente demostración:

-Estado civil: ocupación de la institución sobre el flujo ingobernable de los afectos imborrables:

·soltero: narcisista onanista;
·casado: moderno espiritista;
·divorciado: moderno malogrado;
·viudo: sepulturero nekrofílico.

-Documento: cantidad de ocupantes idénticamente nativos fronteras adentro nacidos del territorio indiviso. 30.401.974 y contando.

-Fecha de nacimiento: día en que el acontecimiento a cada año recordado de un embarazo a buen puerto arribado ocupó el centro de atención de familiares, amigos y demás desconocidos.

-Edad: partiendo del carácter intrínsecamente inmanente –valga la abundancia de la redundancia- del tiempo y el espacio, así como la ocupación de una persona remite a la estancia espacial de su cuerpo singular, la edad refiere al tiempo que su vida ocupa en el santuario de Kronos crepuscular.

-Nombre: violenta ocupación, más bien parecida a una vejación, de los padres usurpadores sobre el cuerpo imaginado del niño esperado, quien primero acepta sin chistar y luego puja por desalojar: antes Sebastián, ahora Emperatriz, la travesti seductora que aguarda engalanada con pétalos de rosa y una boa de sales espumosas.


Post-facio del ensayo:
somos cuerpo ocupante/ocupado por nombre que resuena desde los bajos fondos de la indolencia hasta que el suplicio de la inclemencia nos arroja a los bajos fondos agusanados del vientre terrenal mientras nuestro nombre –propio
por idolatría, ajeno por ontología, rebelde por eufonía-
 resiste como eco vacío que se pierde en la
herida abierta del
 tiempo
     . 



Notas:

 [1] Conversación mantenida entre una joven saltimbanqui de fronteras y el señor atendedor de públicos distraídos en el centro de tramitación de pasaportes de la calle Azopardo:

-Disculpe Ud., señor atendedor de públicos distraídos, tengo una duda con el formulario. Desde hace unos años me encuentro cursando la carreta (acto fallido: la joven saltimbanqui de fronteras quiso aquí decir carrera) para ser farmacéutica, por lo cual bien se podría decir que soy estudiante. Pero además trabajaba hasta el mes pasado en un call center, del cual me echaron por encontrarme suspirando ante el oído abnegado de un cliente desesperado. Desde aquel momento, busco sin éxito ni esperanza un nuevo y prometedor trabajo, por lo cual, a su vez, se podría decir que soy desocupada. Aunque también suelo encargarme de las cuestiones que hacen al cuidado de un hogar, lo de siempre: cocinar, lavar, planchar, hacer las compras, cuidar al gordo que ya tiene seis meses y no sabe lo lindo que está, todavía no habla pero ya aprendió a decir mamá en código morse con las pestañas. En fin, como bien verá, se podría de igual modo decir que soy ama de casa. Entonces, mi pregunta es: ¿cuál de todas ellas dice Ud. es mi ocupación?

-Es muy fácil –contestó el señor atendedor de públicos distraídos- según el punto tres del artículo doce inciso b del manual de preguntas más frecuentes sobre el modo correctamente correcto de llenado de formularios, allí debe tildar aquella actividad a la que dedique usted mayor cantidad de horas al día.

La joven guardó silencio y se puso a contar con los dedos de una mano, luego con los de la otra y cuatro en préstamo de su pie izquierdo hasta que, finalmente, respondió:

Por razones tan obvias como paradójicas, mi ocupación coincide vis à vis, tête à tête, codo a codo y frente a frente con mi des-ocupación.

[NDC agradece la amistosa colaboración de D. ¡Gracias!]

miércoles, 4 de mayo de 2011

Sobre la conveniencia de vivir y trabajar en Provincia.




 estaba en llamas cuando me acosté
“Estaba en llamas cuando me acosté”, Say no more, Carlos García Moreno, 1996.


Si alumnos secundarios tuvieran que responder cuáles son las posibles herencias de la dictadura en nuestro presente en una evaluación, los sucesos del 2 de mayo de 2011, el descarriamiento de un tren en Flores o Caballito y la quema de vagones en Ciudadela, Ramos y Haedo, podrían haber sido una buena respuesta. Más allá de interpretaciones conspirativas que ligan los sucesos a manos ocultas de un lado u otro, existe un fondo de experiencia -fondo que ya casi es un baldío- que vuelve verosímil una lectura no conspirativa de los hechos. Viajando como se viaja, lo que pasó entonces podría haber pasado o puede pasar cualquier otro día. Esta obviedad, que suele ser utilizada como prueba de que si no pasó cualquier otro día y sí cuando pasó es porque hubo una mano negra que lo digitó, reconoce lo que pretende negar: que existen las condiciones objetivas –y por ende subjetivas-, es decir: pésima calidad de viaje y desde cansancio hasta hartazgo por una realidad repetida todos los días, para que hechos como tales sucedan. Si no existieran estas condiciones, si los trenes, colectivos y –en menor medida, por ser porteños- los subtes no funcionaran como funcionan, las supuestas manos ocultas serían más evidentes y saldrían de la presunta oscuridad en la que se resguardan para tramar un descarrilamiento aquí, un incendio allá. La dictadura, ahora que se avanza sobre sus complicidades civiles eclesiásticas, judiciales y empresariales, no sólo significó treinta mil desaparecidos –podrían ser ocho mil, el número no es importante- sino fundamentalmente una reconversión del Estado que tampoco es lo fundamental sino más bien sus consecuencias: la animalización antropocéntrica de numerosos sectores de la sociedad, la desacralización de sus vidas que los torna cotidianamente asesinables, el rasguido del tejido convivencial que provoca que uno se niegue a viajar en determinadas condiciones –por ejemplo, colgando de las puertas- pero no se (pre)ocupe porque otros –cientos, miles- (a)sí lo hagan. Son estos riesgos tolerados cotidianamente los que saltan a la vista cuando suceden hechos como los de este 2 de mayo, aunque no se hayan lamentado víctimas fatales.

El acento en lo anterior, como resaltar la indiferencia vecinal ante la indigencia callejera, puede ser tildado de impráctico, generando la burlona pregunta: “¿Y qué querés que haga? Yo también tengo que llegar al trabajo para pagar el alquiler y comer. ¿Qué querés que haga, que los baje de un tirón? Me cagan a trompadas. ¿Querés que pare la formación, que me tire encima de las vías para impedir que siga? ¿Querés que arriesgue mi vida por uno de los dos viajes que miles hacen al menos cinco días a la semana? No seas irreal”. Nadie está proponiendo tamañas soluciones. Sólo apuntar, en la medida de lo posible y las posibilidades, las responsabilidades propias, ciudadanas, de a pie, que caben en las tragedias o hechos infinitamente menos catastróficos como los de este 2 de mayo. Por supuesto, estas responsabilidades civiles, como en torno a otros asuntos, no son prenda de cañón de responsabilidades empresariales y estatales. Por esto la referencia inicial a la dictadura y los puntos que sumarían alumnos secundarios en caso de ligar un hecho de hace cuarenta años con otro de hace una semana.

La dictadura es la fecha simbólica en la que suele situarse el comienzo del desguase del Estado: el Estado como auto robado que es llevado a un desarmadero para su disección y venta por partes. Aquel mítico inicio podría ser ubicado antes, durante el Rodrigato de la presidencia peronista isabeliense, pero sería más problemático y menos conveniente. El Estado, desde la dictadura y con acento en los ’90, fue redireccionado por partes, desde el cuidado de sí y bienesterioso cuidado de los otros desde los ’30, hasta el descuido de sí y cuidado de la patria financiera de hace 20 años. Por eso es curioso cuando amigos anarquistas, a pesar del paso de la dictadura y los ’90, siguen situando en el Estado el enemigo a vencer, invisibilizando al mercado, el capital, la publicidad, como su socio menor. El anarquismo está contento, el neoliberalismo achicó el Estado y engrandeció la Nación. Está claro que, a diferencia de lo que sucede cuando nos metemos al mar con agua muy fría, nadie achicó nada: el neoliberalismo fue el gps del estado de bienestar que recalculó sus direcciones. Las del sistema de transporte férreo, baluarte de la construcción del Estado-Nación decimonónico, aun con la centralidad manual del unitarismo porteño, no estuvieron entre ellas: desde los ’90, además de profundizarse la monopolización de los medios resguardados bajo ley de dictadura, los trenes, al igual que hospitales y escuelas, fueron siendo el fondo, el patio, el baldío de una figura, estrella, protagonista multimedial. Sería interesante investigar la producción de subjetividad bajo la figura del argentino vivo y gracioso menemista y sus continuidades en el piola y canchero macrista. En cuanto a lo anterior, los críticos del humanismo disciplinante decimonónico pueden estar satisfechos, el neoliberalismo también lo hizo. Sin embargo, este no sólo levantó vías asentadas sobre el levantamiento de casas: también encapsuló el viaje volviéndolo el equivalente viajero de la privatización hogareña de estufa y radio, aire acondicionado y televisor.

La dictadura sigue presente entre nosotros no sólo por el estado de los trenes heredero de las privatizaciones operadas en los ’90 pero cuyo fondo de posibilidad fue la sangría social e ideológica dictatorial. Sólo este hecho, aunque haya quienes hagan política descarriando rieles e incendiando vagones, vuelve incorrecta, simplista, mitológica, toda construcción de un chivo expiatorio que beatifique a los buenos pasajeros trabajadores que sólo quieren transportarse para laborar en oposición a los demonizados ocasionales moradores de estaciones responsables de desmanes. Si no hubiera vías, trenes, viajes en pésimas condiciones, los violentos quedarían en evidencia, siendo la figura que se recortaría sobre un viaje que superaría las comodidades hogareñas. Ahora, si las vías no tienen mantenimiento, las formaciones están deformadas y el viaje es un calvario en lugar de una ciudad celeste, ¿de qué forma distinguir a los legítimamente indignados porque vienen de su casa para ir al trabajo y no pueden hacerlo por sucesos que exceden su responsabilidad de los irresponsablemente indignados porque todo su ánimo es generar caos y desconcierto en la población? Sin embargo, la dictadura, como un fantasma, sigue presente entre nosotros al menos también de otro modo: la desvalorización de la vida no sólo operó en aquellos que inconscientemente la arriesgan módicamente todos los días para ir a trabajar sino también en aquellos que, sin tener que hacerlo o no estando dispuestos a hacerlo, prefiriendo levantarse un poco antes o buscar otra solución, no ven con ojos atormentados sino anestesiados lo que sucede delante suyo. Por supuesto que la cotidianeidad normaliza y el ser humano es un animal de hábito dable de acostumbrarse a la vida en un campo de concentración incluso. Sin embargo, así como existe distancia entre lo que podríamos hacer y lo que finalmente hacemos, ya que de otro modo seríamos elementos o animales que sólo podemos lo que hacemos, también existe un hiato entre la rutinarización de lo extraordinario y su absoluta cotidianización. En ese embute está la esperanza. La esperanza de, sin reproducir el entendible uso de la vecindad capital-provincia como chantaje de un acto disruptivo, no considerar la forma de superar los puentes dinamitados que dos por tres estallan en irse a vivir a los suburbios, sean los coquetos norteños o los desprestigiados sureños. La esperanza, aún reconociendo las mejoras institucionales de casi una década a esta parte, de que esta forma de desarrollo, basado en el auto(in)movilismo ralentizador del tránsito histéricamente lamentado por los medios y en ciertos legados inconfesables de la época en oposición a la cual se construye el presente, en algún momento asuma, con el correspondiente apoyo ciudadano, las tendencias autodestructivas que laten en su seno. Los chorizos que salen de la académica canilla por suerte abierta hace ochos años podrían nunca dejar de repetirlo.