martes, 30 de noviembre de 2010

La imagen-buzón. Hablando de procesos de experimentación colectiva.





¿Qué contar de no damos cátedra? ¿Cómo, al hacerlo, no venderles un lindo buzón? Bueno, ¿qué sería venderles un buzón, no? ¿Qué decirse a sí misma? Y entonces las identidades, los presupuestos, los como sí que nos ponen debajo un fondo de lenguaje y/o experiencia común emergen. ¿Idénticas a qué?, nos decimos. Sentimos así que quizás haya que remover el suelo a nuestros pies.

¿Cómo hablar de los llamados procesos de experimentación colectiva, o, también, de lo que ahí emerge, ingobernable, allende todo membrete? Antes que a etiquetas, quisiéramos referir aquí a experiencias inconfesables que consideramos educativas, modos de habitar, de ser-ahí. Pero qué difícil, ¿no? Y es que decir no es asir. Luego, ¿cómo decirnos? ¿Cómo exceder la etiqueta?

No diremos que somos –¿idénticas a qué?-, mas sí que nos estamos haciendo y deshaciendo. No diremos tener gobierno alguno sobre aquello. De todo se nos escapa. Nuestro despliegue informe de la potencia, empero, no es sin algunos apuntalamientos. Así sea que los excedamos todo el tiempo, ése que estamos siendo. Eso quisiéramos, mejor. Pensar ese hormigueo de instantes que somos es mutarnos, estar en lo abierto. Y quizás esa mutación sea lo que signifique hacer experiencia. Significación sin amarras, sin raíces. O sólo algunas pocas e insustanciales. Diremos que somos una colectiva delirante en autoformación.

¿Cómo hacernos de la experiencia del afuera? No vendemos buzones. No hay saber del ahí. Ensayamos el cómo. Diversión acomunada, agrietamiento y fuga de la temporalidad aplanada, mas no sin arrugas, del equivaler generalizado. Informidad de cuerpos que se tensan donde no hay mando ni gobierno, sino un estar envueltas las unas en las otras, una confusión sin presupuestos ni buró: no damos cátedra como máquina delirante, no idéntica, en autoformación, un hacerse y deshacerse que reverbera sobre sí, que ralentiza el movimiento a la vez que no se detiene, o, también, que activa sus devenires, resonancia de múltiples devenires sin centro alguno más que eso que pasa –se encuentra- en nosotras/os. El afecto como fugacidad de un vínculo que nos tiende un fondo, que ensambla cierta sedimentación, que no su propio Estado, al que conjura.


viernes, 26 de noviembre de 2010

Nosotros, los bahienses





Ayer concurrí a mi primer marcha en mi ciudad natal. Mi espíritu coleccionista/taxonomista/perfeccionista me ha llevado a la búsqueda de inicios perfectos. En los inicios, en los primero de /cualquier cosa/ he tratado obsesivamente la perfección. Desde la colección de figuritas, pasando por la construcción de colecciones de objetos y hasta en el inicio de cualquier actividad que lleve adelante. La búsqueda de un inicio perfecto es la condición indispensable para la perfección final. Será que la falta de perfección en el inicio habilita el abandono de la empresa, en fin.

En esta primera marcha en Bahía tuve un inicio cuasi perfecto. El motivo era el correcto, era EL motivo. Condición de posibilidad de la constitución de una vida política en Bahía aceptable era un inicio como este. Si debía asistir a una marcha en Bahía Blanca esa marcha debía ser contra La Nueva Provincia, mi primera obsesión política (junto con la dictadura) allá cuando tenía 14 o 15 años. Además, lo que lo hace mejor aún, fue absolutamente improvisada, estaba de casualidad en la ciudad, me enteré de casualidad y casi que caminé hacia el centro de la plaza casualmente, con miedo, solo, distante, expectante, para recibir de una simple caminata de dos cuadras lo que no sentí en 27 años de bahiense.

La ida de la ciudad previa a la edad universitaria y mi falta de conocimiento de ese ámbito me alejó también de experiencias de militancia en la ciudad. Todas mis experiencias de militancia se desarrollaron en Buenos Aires.

Llego al centro de la plaza desde una de sus esquinas, escondiéndome en mis bolsillos. La soledad en una marcha siempre fue algo que me fue difícil de llevar. El primer grupo de personas que veo es chiquito, unos 5 o 6 charlando. Identifico a un hombre, alto, de barba, muy alto, grandote, pero de esos grandotes que no intimidan, un grandote de unos 60 con amigable sonrisa, ojos alegres, entusiastas. Lo conozco de cuando iba a los Juicios por la Verdad, cuando tenía 15 o 16 y empezaba a hacer algo por mis inquietudes políticas. Veo una mujer charlando con él y me esperanza la posibilidad de que sea Mirta Colángelo, a quien hace un par de años no veo. No es. Paso por su lado, voy girando en torno al monumento central y apunto a un árbol buscando algún punto de referencia donde no sentirme tan solo. Me apoyo allí, contemplando a la JP y sus banderas y cantos. Que difícil militar en Bahía, pienso. Son 4, pienso. No son 4, son más. Cantan a favor de Cristina, son muy jóvenes. Algunos, tímidos, parecen asistir a su primer marcha militante. Cerca mío un par de chicas de la facultad (que acá se dice Uni). Una de ellas docente, comenta sobre su trabajo, vino en bici. Yo llegué en un Tiida, pienso. “¿Se puede militar con gente con la que se tiene tal diferencia vehicular?”. Tal vez haga falta comprase una bici, consenso.

Partimos de la plaza. Me encuentro caminando en la columna de la JP tras una bandera que dice “Juventud Kirchnerista”. Un poco incómodo por el tag me termino corriendo al llegar a la punta de la plaza. Voy vagando entre las banderas, miro el celular constantemente como único punto de referencia, lugar de encuentro con quienes son parte de mi vida y no están ahora. Solo allí comienzo a buscar comunidad. Me da vergüenza no estar del todo seguro donde está el edificio de La Nueva Provincia. Entre mi falta de orientación geográfica crónica y mi poca familiaridad con el transito cotidiano por estas calles trato de seguir a los co- como sabiendo hacia donde vemos. Veo unas banderitas de 678 y por alguna extraña razón me siento más familiarizado. Alguna vez pensé que una de las pocas cosas lindas que tiene la globalización son los puntos de referencia globales que al ser también puntos locales pueden remitir a la localidad estando al otro lado del planeta. Ya me pasó en Londres, donde me sucedió algo tan estúpido como que un McDonalds fuera lo único conocido, lo único que podía conectar a mi lugar.

Dejamos la calle de la plaza y ahora nos rodean comercios. Los comerciantes, apostados en la puerta de sus propiedades, nos miran. Espectadores de una manifestación, han salido todos a las puertas, todos. Los miro extrañado y comienzo a sentirme parte. No soy ellos, soy estos. Aquí, de este lado, donde hay alegría, donde se camina charlando, cantando, donde un desconocido como yo camina como un compañero, también se es bahiense. Allá, mirando el espectáculo, interrumpiendo la labor comercial por la fuerza, reaccionando como todos esperan, poniendo cara de desaprobación, colocando la marcha en un escenario teatral, cómodos, los otros. Bastó esa cuadra para cambiar la mirada sobre mí mismo, la ciudad y sus habitantes.

Camino junto a un grupo de desconocidos con los que me siento identificados políticamente y puedo visualizar, son carne, frente a mí, a aquellos por los cuales he puteado tanto a esta ciudad, a aquellos por los que tal vez nunca me sentí del todo cómodo en ella, y a aquellos por los que acelere mi salida todo lo que pude.

Comencé como un etnógrafo, terminé siendo parte. Recorrí esas mismas calles en las que me crucé con los vestiditos tantas veces, esos que miran de costado, que se fijan en lo puesto, que tienen padres bien. Recorrí esas calles, las mismas, mismitas, en las que nunca me sentí cómodo caminando. Esas calles en las que aceleraba el paso, esquivando gente, sin mirarlos. Las que recorría como un shopping, intentando esquivar el camino diseñado para ir directo al punto, a comprar una zapatillas, un disco, a tomar el bondi, pasar, entrar y salir.

Esta vez el recorrido se hace cuerpo social, se extiende en colectivo y modifica el paisaje. Me estiro cual goma y soy/somos todos. Una sensación de comunidad que no corresponde a la frialdad del clima, de los transeúntes, de la ciudad. Lo que era caminata aislada, lo que era evitar al otro, se hace cuerpo colectivo, se hace contacto. Los vestiditos siguen allá y acullá. Pero el recorrido es pura extrañeza. Ya no son los que eran. Esas mismas calles donde la sociedad bahiense se reafirmaba a cada paso comienza a modificarse con la irrupción de un nosotros.



Nota: este testo ha sido traído desde práctica discursiva. Lo leen acá

sábado, 20 de noviembre de 2010

El dormidor (o la máquina que venció al insomnio)





¡Qué se vote!, aúllan los rubios animales de presa en las noches de asamblea llena.

¡Qué se vote, qué se vote!, corean con el puño izquierdo en alto, aquel que lleva el reloj pulsera.

Ya es hora, se dicen somnolientos en gemidos y bostezos, deseosos por desfigurar el círculo sin contorno, metáfora geométrica imposible de la comunidad de iguales.

No va más, canta el grupière y hecha a rodar la bolilla y pone a girar la ruleta –negro, el cuatro.

Acallemos al orador, indispongamos nuestros oídos a la desatención, sustituyamos la palabra por el número, la retórica argumentativa por el conteo de manos alzadas.

Que nosotros trabajamos, ni vagos ni holgazanes, queremos estudiar, ir a nuestras casas, descansar, retornar –como lo hubiera querido el General.


CONTRAMOCIÓN:

Abolición del sueño (no del amo, no del esclavo, no de Dios, no de la producción ni de la reproducción [heterosexual] –tal vez, en próxima votación).

Muerte al agotamiento, que el desfallecimiento desfallezca, larga vida al desvelo, utopía del pleno rendimiento.

Y así fue que nunca más alguien durmió, la vigilia sempiterna se apoderó de los cuerpos, epidemia universal de insomnio.

Los días se volvieron uno con las noches, las almohadas vírgenes, los lechos vacíos, los párpados suspendidos, el calendario deshojado como margarita, como carpeta de escuela a fin de año.


Hasta que un lúcido inventor creó...

         El Dormidor: el primer y único despertador que te manda a la cama a dormir 
(con o sin cenar).


Pensar la Toma





   Son los bancos crepitando en las escaleras, resisten a su lado un par de tablones perezosos. Sobre los escalones, obturan las cosas el ingreso hacia el pálido simulacro del criticismo: estandarte atragantado en el cemento de la docta muralla.

   El conocimiento de lo visible y lo invisible, su solemnidad transmutada en disciplina huye, se esconde tras los cercos de la propiedad privada. La mentira abandona la cátedra.

   ¿Dónde están los cuerpos amancillados en los bancos, sujetos en la inescrupulosa madera de pupitres preparados para reducir la doxa en los requisitos hostiles de una pertinencia organizada en la exégesis dominante fabricada por el capitán de la fábula?

   Y mutaron los cuerpos desprendidos de las ataduras a las cosas, florecidos, revoltosos, translúcidas enredaderas trepan por las paredes. La primavera es la Toma.

   Un acróbata libertario afirma sus manos en las estructuras que se rompen aún cuando los ojos normalizados las pretenden compuestas.

   ¡Piedra libre para el lenguaje! no ha conocido filosofía más pura que la de las sillas abiertas en el patio jugando a la ronda. El bullicio, hijo pródigo del silencio y la resistencia, autogestiona conocimiento. Los cuerpos bailan en la danza del pensamiento que practica sobre lo real, son el ejemplo de hacer en el espacio y el tiempo, un lugar.

   Indignadas las aulas cerradas reclaman su pasividad intestina. Los vestidos, sumergidos en el relato parvulario que protege el timón de los capitanes petrificados con sus verdes pizarras sobre las tarimas, reclaman a los cuerpos para vestirlos en  el ajustado concepto estanco de enseñanza.

   Voces se pronuncian en el discurso panegírico, contrarrevolucionario dirigido a salvaguardar la parábola homogenizante de los patrones. Escupen el orgasmo fingido situado en el grito ¡Rompan la toma! rompan la toma que rompe la instrucción disimulada para la obediencia.

   Son las aulas que gritan. Palenques del capitalismo, reducto de la competitividad erudita, enquistada en los muros, registro arcaico dónde se congela la imaginación y la subjetividad deviene producto dócil, mercantilizado. Son las voces presas en las aulas, con su inocencia muerta, reclaman su normalidad: paliativo contra el deseo transformador de los sutiles vínculos trazados con el saber.

   Es el relato pertinente que llueve la tormenta de la resignación. Mientras tanto seremos estos cuerpos, semillas sublevadas, insurrectos, florecidos, los anormales provocando al cielo para escampar.


LaNiñAqUeMiRaCoNoJosDeVaCa.


Nota: este testo delirante es una co-laboración de una compañera de Filosofía y Letras. Asimismo, es un sabotaje a la máquina parceladora, etiquetadora del saber-poder. ¡Gracias! 

jueves, 4 de noviembre de 2010

Inversionistas y albañiles. Lo que quedó de la toma.




Inversionistas y albañiles
Lo que quedó de la toma


La diferencia radical entre el trabajo para sí de los inversionistas y el trabajo para sí de los albañiles reside en que los primeros construyen casas para luego venderlas; los segundos, para vivir en ellas. Mucho antes de colocar la piedra fundamental, los inversionistas realizan una serie de cálculos racionales de costo-beneficio que les permiten saber si la construcción será o no un negocio rentable. Entre dichos cálculos, ocupan un lugar preponderante los planos arquitectónicos, donde se proyectan a escala las dimensiones de cada habitación de la casa, así como la funcionalidad que se otorgará a cada una de ellas. Planos, mediciones, proyecciones, estimaciones, cálculos y más cálculos en cuyo horizonte se perfila la fantasía de reducir a cero el riesgo de inversión, hacer de ella un negocio seguro eliminando el mayor dejo posible de contingencia.

Muy distinto es el modo en que los albañiles emprenden la construcción de sus propias casas. Su única certeza es la necesidad de comenzar por los cimientos. Sus planos, no más que un boceto del pensamiento o, cuanto mucho, un dibujo improvisado en el bar de la esquina sobre una servilleta de papel manchada con café. Las formas, tamaños y funciones destinadas a cada una de las habitaciones van delineándose a medida que avanza el insondable proceso de construcción que, por su escasa o nula pro-yección, siquiera cabría incluirlo en el universo de la pro-ducción. Así puede suceder que termine abriéndose una ventana en lo que se creía la medianera, una sala de juegos donde se extendería un pasillo, la habitación de los niños en la que sería la de los padres o un comedor donde se pretendía el aula 6.

Las formas estratégicas a partir de las cuales un movimiento político decide llevar adelante su plan de lucha se asemejan bastante a los modos de planificación y ejecución de los inversionistas. Los pliegos de reivindicaciones cumplen la función de la ganancia proyectada, que no es tan sólo materialmente cuantificable, pues contiene asimismo de modo inmanente las posibilidades de su capitalización, el reconocimiento del conjunto del movimiento de los aciertos de tal o cual agrupación y su implicancia en el logro de aquello que se procuraba obtener: becas para estudiantes, compromisos firmados, terceros pliegos para la construcción de edificios (o adefesios) únicos, veeeeinte milloooones de peeeesos. Ante semejantes reclamos, las medidas de fuerza adoptadas –previamente, fríamente calculadas- son apenas meros medios para.

La Toma de la Facultad se inscribe como uno de tales medios –tal vez, incluso, el medio por antonomasia que el movimiento estudiantil se ha dado a sí mismo en los últimos años. Pero hay en ella algo más, un exceso que se despliega ingobernable a los modos instituidos de lo político, emergencia de experiencias no previstas por el plan, profanación de la proyección en el tiempo de la impaciencia y en el espacio del uso común. Tales contingencias escapan a la captura del cálculo y resultan insoportables para el ojo previsor (pre-visor: que ve antes de ver) de los inversionistas. La toma del aula 6 (toma menor respecto a la Toma de la Facultad) y posterior construcción del comedor de Constitución no había sido prevista por nadie más que por las estudiantes organizadas en comisión quienes, vestidas para la ocasión con overol de albañil, se lanzaron inexpugnables a saborear los nuevos manjares de la cocina comunal. Y es que, por más rica que sea la comida de la vieja, no hay como la que una misma hornea, ni como la imagen infantil de una niña parada en puntitas de pie queriendo encender la hornalla de la cocina mientras sus padres se ocupan de lo político del hogar: cosa de grandes. 

Aconteció entonces lo peor: subversión irreverente de la razón, catástrofe de la medición. El Gobierno de la Facultad anunció que, para ceder a las reivindicaciones que el movimiento demandaba, ya no bastaba con levantar las medidas de fuerza, también se debía detener aquello que las excedía, y no se trataba tan solo de entregar el comedor, sino de hacerlo retornar al momento original anterior a la alteridad –desaparición forzada del tiempo pleno de la experiencia: acá no pasó nada. Ante la nueva situación, los inversionistas, ansiosos por capitalizar un nuevo triunfo histórico, salieron a hacer lo que mejor saben: vender. “Veinte millones por un comedor, un negoción”, se decían entre codazos y relamidas en el buró erigido detrás del micrófono de la asamblea. Y así fue que, bajo pretexto y confianza de que el Gobierno les cedería un nuevo espacio, especial y arquitectónicamente diseñado para la función, respetuoso de las condiciones de seguridad y salubridad que demandan el Instituto de Calidad Alimentaria y las normas ISO 9001, retomaron las formas primitivas de la política, se envistieron en padres proxenetas de la horda y entregaron sus hijas al jefe acaudalado de la tribu vecina. Pero olvidaron –pues aún en las sociedades de la memoria se olvida, condición funesiana de seguir viviendo o, para el caso, capitalizando- que en las ciudades-museo los espacios denuncian recuerdos. Las marcas de la historia se inscriben en ellos como pintadas indelebles en los muros o cicatrices y tatuajes en los cuerpos. Así pues, aunque los pupitres vuelvan a vaciar el espacio en que hoy se cocina a fuego lento la potencia del autogobierno, el aula 6 ya no volverá a ser lo que era, en sus paredes se traslucirá el signo peso ($) de la venta, y los cuerpos de las estudiantes-albañiles –cuyo perfume persiste impregnado al aroma de la comida casera que emanan las ollas del lugar (pues, vale la aclaración, en aquella construcción no hubo enajenación)- recordarán por siempre la traición. 

Si en verdad la devolución del aula 6 en las mismas condiciones en que se encontraba es condición para la entrega de los 20 millones, pues entonces como movimiento estudiantil deberíamos exigir la administración del dinero y decidir en asamblea –como hicimos con cada una de las acciones del plan de lucha- en qué gastarlo: si en la construcción de una casa de altos estudios a la que la clase obrera, como recita el cántico, deba subir en escalera, o en una fábrica de producción colectiva de conocimiento; si en golosinas para endulzar las gargantas agrias de discursos vacuos y compromisos pendencieros, o en armas para cuando llegue la hora de las barricadas –última instancia de la política ante el agotamiento de la palabra. Cuando ello suceda, vendedores y compradores estarán por fin del mismo lado del mostrador, aquel contra el que apunten los cañones de la autogestión.



Ya entrada la primavera,
en momentos del trabajo en que el patrón
mira para otro lado, 2010