miércoles, 30 de junio de 2010

Historia del moco





Pocas acciones más placenteras que sacarse los mocos. Pero no -como aconsejan las abuelas paternas o las tías bienpensantes- sonándoselos en la pileta del baño o en un pañuelo de algodón regalado por un familiar. Lo placentero es sacarse los mocos metiéndose los dedos hasta donde se pueda, hasta donde la nariz aguante.

Hay una diferencia ontológica entre los mocos que pueden sacarse metiéndose los dedos y los que pueden ser extraídos con un frígido sonar de nariz, en el baño o en el fragmento de papel higiénico que la empleada de la fábrica de papá nos alcanza. Los primeros son mocos consistentes, ya formados, con resistencia propia al vandorista tire y afloje que nos puede entretener por horas en la vía pública o en el livingcomedor de casa. Los otros, en cambio, son mocos líquidos, insignificantes, mocos que -como amores intrascendentes- se van más rápido de lo que vinieron, pero -aún así- con mayor notoriedad, lo que los vuelve aún más odiosos. Mientras que los primeros son mocos para ser sacados -o ser resistidos en caso de que abuelas paternas o tías bienpensantes monten guardia sobre nuestros orificios nasales-, los segundos son mocos que también existen para ser extraídos, sólo que -pequeña diferencia- con el contubernio de familiares y pañuelos, papeles higiénicos y rollos de cocina, lo cual los vuelve triplemente sospechosos.

Cuando era niño, a mis cuatro años, por razones laborales paternales, con mis progenitores y una hermana menor, nos mudamos de un departamento tres ambientes de Congreso a una casa de iguales dimensiones del interior, sólo que con un patio inmenso en donde mi padre -tres años después- construyó una modesta pero pragmática ampliación del hogar, una vez nacida la tercera de los cuatro hijos que ligadamente germinarían. El cambio, para ninguno de los tres, fue tal: mientras mi hermana siguiente y yo éramos demasiado pequeños para extrañar el tránsito y la ascensorera indiferencia porteña, la tercera de las hijas, ya nacidas en suelo interino, no sabía siquiera de la existencia de una ciudad donde se concentraba el poder político del país, ciudad que no era el pueblo grande donde había nacido. Ella, a la edad en que nosotros éramos paseados en los pasillos del edificio y llevados de un departamento a otro para que nuestros padres finalizaran sus estudios, tricicleaba con impunidad por las veredas de nuestra nueva casa, regalo del padre de nuestro padre, quien la había levantado con sus propias direcciones, mandando a los obreros que la construyeron, cuando era un simple pero prometedor empleado de una casa comercial del pueblo, durante la primera tiranía del posteriormente superado dictador depuesto. Ahora, durante un nuevo gobierno peronista, pero esta vez heredero de los últimos años del segundo régimen y de los pocos meses que el significante prohibido se mantuvo con vida durante su breve tercera presidencia, ella asistía, como actriz protagónica, al espectáculo de dos familias enteras rendidas a sus pies: su hermano mayor para entretenerla, su hermana mayor para pasearla y las dos familias para hacer de ella el objeto malcriado por excelencia, al menos hasta que naciera una nuevo hermano o primo.

Sin embargo, así como debajo de todo negro o judío hay un egipcio, la cercanía de la familia, como el iluminismo o una máscara de carnaval, es una pacífica arma de doble filo. Con un arma de doble filo, es sabido, uno puede cortar como cortarse, ganarse un auto como un tajo. La familia, y más cuando está cerca, no sólo es una cara con dos rostros mutuamente antagónicos, es también una avenida de doble mano donde las dos manos son de ida y de vuelta, de modo que los choques -ordenadamente- son más la orden del día que la excepción. Crecer cerca de la familia, qué duda cabe, posee sus indudables ventajas: no pasarán muchos minutos antes de que alguno de los muchos familiares a los que se consultó -con más razón si la familia es italianamente numerosa- acceda solícito a la solicitud de ser recogido para ser depositado en otro lugar, ya que el transporte público está engorroso y el transporte privado, familiar o extrafamiliar, se encuentra o bien ocupado o bien inaccesible. No habrá un día en que, en caso de ser ermitaño sin llegar a lo psicótico, no se posea la más que válida excusa, para salir por un par de horas de casa, que el motivo de visitar alguno de los numerosos puntos familiares desperdigados por la ciudad. Sin embargo, así como -dicen- no hay mal que por bien no venga, cuando la limosna es grande –ateamente- hasta el santo desconfía: todavía recuerdo cuando, llamando desde la casa de mis padres –que, por entonces, también era mi casa- al lugar donde trabajaba a cargo del comercio familiar, las tías bienpensantes o las empleadas domésticas devenidas administrativas de confianza, luego de que les preguntara por el paradero de aquel, antes de responder afirmativa o negativamente, sometíanme –o, menos autovictimizantemente, invitábanme- a una serie de frases y preguntas que siempre simulaba no recordar pero que en verdad cotidianamente omitía porque, ya por entonces, ponían corporalmente incómodo, parecían innecesarias y retardatorias, formales y falsas, como una obra de teatro o una película pero montada en el teléfono, en donde tanto el que llama como el que contesta la llamada sabe las cuatro o cinco palabras que van a decirse antes de ir al punto. Los famosos buenos modales o buenas costumbres, tan respetadas y hasta cultivadas en las autodenominadas buenas familias, las que paren buenos hijos de vecino. Claro, lo que, por entonces, no podía asimilarse era que esa formalidad que se requería al teléfono, esos modismos que las partes en cuestión sabían que eran impostados pero –al menos de una parte- eran respetados religiosamente, como si gozaran del pleno sentido que seguro que alguna vez poseyeron, no estaban solos, iban de la mano de toda otra serie de automatismos y clichés que no se restringían al teléfono sino que –obvio- también se extendían a la oficina del comercio, considerando que es de buena educación saludar con un beso a los habitantes del lugar al que se entra y dejar el asiento a los mayores –como la propaganda telermanista-, a la mesa, lavándose las manos antes de sentarse a almorzar o lavándose los dientes después de hacerlo y, por supuesto, a la vida en general, prohibiendo –el daimon de Bajtin moja la oreja derecha al momento de escribir esto- sacar cualquier cosa del cuerpo: las cosas, al cuerpo, deben entrar, nunca salir, y, si van a salir –orinar, defecar, reproducirse, porque desde ya que no se hablaba de masturbación o sexo onanístico-, esa salida debe ser en lugares cerrados, en el espacio privado, en el baño o la habitación. En el baño lo primero y lo segundo, en la habitación la reproducción de la especie. Tampoco es cuestión de [sub-vertidamente] trocar espacios y prolongar la descendencia en el toilette e ir de cuerpo en las habitaciones.

Una noche de verano caminaba por Barracas desde la casa de una amiga a una despensa que nos proveyera de bebidas para acompañar la cena que ella estaba preparando. En el límite entre Capital y Avellaneda, enfrente de un casino y caminando por las veredas construidas varios centímetros más arriba del pavimento, iba con las manos libres, porque las llaves que me había dado para no tener que bajar a abrirme estaban en el bolsillo izquierdo de la bermuda. Mi mano derecha, placenteramente, se encontraba excavando lo encontrable en los orificios de mi nariz cuando, al cruzarnos con una vecina que paseaba en un carrito a un bebe, acompañada por una niña a su izquierda, aquella le dijo a esta: Fijate que no se meta los dedos en la nariz. Puede que lo haya dicho en relación al niño.


02/03/2009.



viernes, 18 de junio de 2010

Pensar sin hueco de aire


 



Pensar sin hueco de aire, decimos. Suena pretencioso, sí. Es esa manía de ponerle nombre a todo –me dice, y así la primera persona [que, contra toda evidencia, no es yo: es otro] se cuela entre nosotras/os-. Dale, si se lo robaste a Lewkowicz[1], murmura otro (ese otro, que es yo) por ahí. Empero, ¿qué significa robar cuando de lo que se trata es del lenguaje? Claro, podemos preguntarle a la venerable cámara argentina del libro –y, mejor aún, a Horacio Potel-, ellos, seguro, seguro, saben bien. Mas, esto que decimos y/o escribimos, ¿no nos remite sin más a una tradición que llevamos ahí, como si dijéramos, a nuestras espaldas?, ¿es que acaso hay algo que podamos llamar original en nuestro blandir la (esquiva) palabra? Y entonces, ¿es la tradición quien (nos) habla? Y no es que todo sea siempre ya repetición, es claro, pero, hay lenguajes comunes, ¿no? Todos esos como si que nos hacen ser así como siempre ya (horror) somos: rituales. Lenguaje es institución, mundo, afectos, y es sabido, asimismo, la propiedad privada no lo es menos. Pero también (el lenguaje) es exceso en torno a todo mando, fuga.

Hete aquí, pues, que estábamos en clase, que la misma era una puesta en común preparada por las/os estudiantes que por entonces estábamos siendo. Los roles invertidos pero sin carnaval, sin tumultuosa diversión de los cuerpos. Hasta se había formado la ronda de los iguales. Todos en círculo, cual las así llamadas clases públicas –y sí, hay que ponerle nombre a todo, ¿por qué?, porque lo contrario hace presente lo sin fondo: el caos [no el de tránsito, no. Ese ritual invisibilizado ya repone un orden: el de la circulación de mercancías que nunca puede detenerse, y entre éstas, el de la mercancía-vedette que lo dispone todo en torno suyo, la auto(in)movilización privada como la más mundana significación, esa en la que nos movemos (y deseamos movernos siempre ya)], puro flujo sin distinción alguna, como el agua dentro del agua[2]-, el mate pasando de mano en mano, de boca en boca –y nosotras/os sabe: el mate es siempre ya una ocasión para el encuentro con cualquiera, una ofrenda, quizás, hasta diremos (sí, incluso algo livianamente) intercambio simbólico-. Y de repente el hueco. No, no, ninguna falla edilicia. Nada que se desmorone, todo lo contrario: algo emerge. Un hueco se nos aparece.

¿Qué es esto del hueco de aire? La clase se dicta. Las/os estudiantes lo hacemos bajo la atenta mirada de la docente (si esto no fuese un testo serio, como corresponde a ésta no menos seria institución que es NDC, diríamos que ella, voyeuristamente, lo disfruta). Ella es una copada, eh. Hasta pusimos en común los parciales, buscando aflojar las amarras del dispositivo, que, es sabido, o, mejor, experimentado, vivido, luego, no-sabido, suelen apretar bastante… aunque, claro, hasta esto llegue a producir placer, perverso deseo. Una experiencia, cabe decir, a la que no estamos acostumbrados. ¿Qué, nos copiamos?, se escucha decir. Esto debe ser algo constructivista… ah, sí, debe ser. Pero el lazo se torna oscuro más allá de esa figura que pareciera condensarlo. ¿Qué es lo que está de fondo, debajo, siempre ya pre-supuesto y que, por esto mismo, permanece impensado? El fondo, dice Simondon[3], y no la forma, es lo determinante (sí, perdón por la palabra), puesto que sostiene (sobre la nada), hace existir algo. Pensar el (inagotable) fondo, entonces, como un reservorio común, inagotable cúmulo de posibles formas, virtualidades, mundos-por-ser (que pueden, asimismo, no-ser). Las formas, empero, no tienen la fijeza de lo duro, de lo siempre ya idéntico (¿idéntico a qué? Lo idéntico a presupone un fundamento, un algo que contiene y que, propiamente, no hay, más que contingentemente, claro: allí es donde lo a posteriori se torna a priori). El caos lo asedia todo, irrumpe agrietando el Uno. Entonces, ¿el Uno estallado por todas partes? Tampoco tanto, o sí… como se prefiera. Lo virtual actúa sobre lo actual (el mismo instante inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo no daba sino una vuelta[4]). “Porque el fondo es el sistema de virtualidades, de potenciales, de fuerzas que caminan, mientras que las formas son el sistema de la actualidad[5]”. Ah, sí, pero, ¿y el hueco? El hueco es una grieta. Una grieta en la que, sin embargo, nada se desmorona, puesto que eso que emerge repone siempre ya una localizada arquitectura: una máquina y sus funciones. ¿A qué cosa, pues, nos abre la grieta?

La clase es dada. En la clase somos dados, siendo el tener lugar de la clase, o, mejor, su ahí. La palabra es entregada y devuelta ¿inmediatamente?: es respondida. Las/os estudiantes damos la clase, ya no la docente. Mas las miradas aún encuentran su centro, se reclaman desde un cierto ordenamiento de los cuerpos, que es, asimismo, afecto y gobierno. El dispositivo-ronda nada puede con ello. Empero, ha sido dicho, los opuestos se reclaman y así la ronda puede asemejar (“devenir”) un eficaz panóptico. Esto más allá de las intenciones, es claro. Nuestra docente es una copada, decíamos más arriba. Nosotras/os, en el (constructivista) rol de andamiaje quizás habitemos alguna vez la (no)misma situación, ¿mal-estemos en ella?, puede ser, sí… el caso es que la experiencia de deconstruir el dispositivo aparece así como su contrario: hay algo irreductible. Es eso lo que emerge en el hueco de aire. Los rezagados van llegando a la clase. Se encuentran allí que la rudimentaria máquina áulica ha devenido, al fin, otra cosa: ronda de los iguales. Más o menos redonda, fisonómicamente hablando, todas/os permanecen a la misma distancia unos de otras. Empero el círculo tiene un hueco que se recorta, ahí justo junto al pizarrón. Los rezagados llegan pero se amontonan: nadie ocupa ese lugar. ¿Qué cosa reside allí? La institución que transfiere una autoridad allí emerge.

El doble cuerpo de un/a docente, pues, se muestra así encarnación del Uno, soberano. La máquina-academia pondera, soporta ese plus de valor mediante la referencia a un tercero, la transferencia institucional a sí misma. Al igual que el plus de valor que las grandes empresas obtienen mediante una etiqueta que refiere pura y exclusivamente a la marca, siendo que los costos, talleres clandestinos mediante (cfr. Made in Bajo Flores [6]), les resultan considerablemente menores, ¿es esa marca el plus de valor de los docentes, que hacen como si fueran el übermensch [sobre-hombre o también superman nietzscheano] cuando a lo sumo representan unos rituales que presentifican siempre ya el origen: el despojo, la expropiación, la acumulación originaria?, ¿produce, pues, la máquina-academia un puro valor de etiqueta que recorta una marca en una sociedad que, asimismo, la reconoce como depósito del saber, residencia privilegiada de éste? Ese galpón de reclusión del saber –lo cual ya es decir mucho, puesto que esto presupone la expropiación de los saberes comunes-, que distingue, recorta todo fragmento de semiosis desde la certificación académica, ¿es equiparable a una morgue?, esos cadáveres, además, ¿son los restos de un pensamiento que nos es dado en su resuelto enunciado y ya no en su invisibilizada labor –aunque apropiada, privatizada- de enunciación –enunciación siempre desde algún lugar-?, ¿hay batallas en la academia?, ¿pululan las batallas en los saberes llamados científicos?, ¿qué es ciencia si no un campo de batalla (nunca sin sujeto)?, ¿cuándo se piensa si sólo se reanudan los pensamientos ya pensados?, ¿cómo se transmite la potencia comunal del intelecto si no es verificándola en acto, experimentando lo que se puede, lo que cualquiera puede? Nuestro objetivo, diremos, siguen siendo ya no los edificios (únicos y presupuestos) sino las instituciones. Éxodo es desmesura, falta de medida. No hay patrón alguno para el despliegue de nuestra potencia.
   


Notas:

[1] Ignacio Lewkowicz, Pensar sin Estado.
[2] Georges Bataille, Teoría de la religión.
[3] Gilbert Simondon, El sistema de los objetos técnicos. Pág. 79
[4] René Daumal, “Hechos memorables”. Traducción de Aldo Pellegrini.
[5] Simondon. Op cit.
[6] Made in Bajo Flores. Investigación radial. Puede escucharse acá.


martes, 15 de junio de 2010

General Villegas, una ciudad que sabe la verdad




pidoperdonzine@hotmail.com


La verdad es de este mundo; 
está producida aquí gracias a múltiples imposiciones.

“Verdad y poder”,
 Michel Foucault.


Ningún coro celestial
para vos y para mí
porque creo que sabés
realmente creo que sabés
creo que sabés la verdad.

 “Jeane”,
The Smiths.



En una entrevista que circula por la web, Manuel Puig rememora su infancia en General Villegas, pueblo de la provincia de Buenos Aires que en las últimas semanas dió qué hablar a raíz de la manifestación de apoyo a tres adultos procesados por su vinculación sexual con una adolescente menor de edad. “Lo que daba prestigio era la prepotencia”, dice en un momento el novelista. Pero ese contexto machista, represivo y conservador provinciano no alcanza para explicar la producción literaria de Puig ni para entender el fenómeno de defensa de los acusados en el caso que hoy nos ocupa, embanderado tras la consigna “una ciudad sabe la verdad”. Como bien escribió Daniel Link,  “independientemente de las posiciones que se tengan respecto de las relaciones sexuales interetarias que la ley condena”[1], hay algo que sorprende e indigna en este asunto, más allá de la hipocresía sexual, los chismes pueblerinos y el exhibicionismo de varios.

“Una ciudad sabe la verdad” decía el cartel que encabezaba la marcha de apoyo de hace unas semanas. Tamaño acompañamiento (el número de manifestantes no importa) no clamaba por la inocencia de los acusados. Tampoco pedía que esos vecinos –buenos muchachos ellos, como fueron definidos en declaraciones altisonantes- eviten por completo el mecanismo de aplicación de la ley ya iniciado tras la divulgación de las imágenes del escándalo. A simple vista, pareciera que lxs manifestantes intentaban hacer valer su fuerza, consistente en un saber presentado como verdadero y como patrimonio del común de la gente. En unas célebres conferencias, Foucault aborda las formas jurídicas de producción de la verdad. Explica como en el derecho feudal el litigio entre individuos se resolvía por el sistema de la prueba: “este sistema no era una manera de probar la verdad sino la fuerza, el peso o la importancia de quien decía”. Así, había pruebas de tipo verbal y físicas, pero también había pruebas sociales: “pruebas de la importancia social del individuo”. La prueba de la inocencia, de no haberse cometido el acto en cuestión, no era en modo alguno el testimonio de las personas dispuestas a apoyar al litigante en un conflicto. “En realidad se trata siempre de una batalla para saber quién es el más fuerte”, nos recuerda  Foucault[2]. Así, este sistema de prueba terminaba siempre por una victoria o un fracaso y, por consiguiente, no existía la sentencia como fin del conflicto. Ahora bien, en el viejo sistema del derecho germánico y feudal los individuos se enfrentaban en un pie de igualdad, que desaparece con la constitución del poder judicial autónomo, que se encuentra por encima de las individualidades.




Es claro que, por más machista y conservador que sea General Villegas, no estamos ante este tipo de litigio. Lo que el pueblo dice que sabe se presenta como una verdad autoevidente que no  necesita de una sentencia para ser tal pero que de todos modos exige el pronunciamiento judicial que estatuya eso verdadero, denominando como primera medida el delito a la medida de lo sabido y condenando posteriormente de manera acorde a esa denominación. Porque más allá de la persistencia de restos fósiles ni siquiera en un pueblo del interior de la provincia puede concebirse una justicia sin la intervención estatal y su juego de roles fijos. El Estado está llamado para legitimar la desigualdad, asumiendo el rol de garante en un aparente combate donde una y otra parte tendrán sus papeles. Así como no hay dos verdades (la de la víctima y la del victimario) a ser dilucidada por un tercero imparcial -el Estado a través de su brazo judicial-, tampoco hay una verdad y una mentira: sólo hay un único modo de producción de una verdad que es también única.

La exhibición de la solidaridad social que concita el acto de los procesados nos inquieta no sólo porque sea una exhibición de fuerza con revitalizados tintes arcaicos. Lo que indigna es el simplismo de asumir colectivamente que si de un lado está la fuerza, del otro lado sólo puede haber debilidad moral o fragilidad inocente: la carne de la adolescente como instrumento u ocasión del mal, lo propio del sexo. La autonomía de alguien que puede no ser una mera víctima de la apetencia desbocada de las masculinidades prepotentes nunca fue puesta en discusión –más allá de que habría que tener en cuenta al hacer ese cuestionamiento no sólo el género, la clase y la edad sino todas las variables que intervienen en el caso-. Tampoco nadie da muestras de querer hacerse cargo de los deseos por cuerpos jóvenes generados al interior mismo del pueblo que sabe y las maneras abusivas de gestionar esos deseos.

No vamos a discutir acá sobre esos límites artificiales como la mayoría de edad y la capacidad de prestar consentimiento en el ejercicio de la disposición del cuerpo propio y sus afecciones pero en este triángulo -que no es de amor pero tampoco es bizarro- el abuso está presente no por una mera operación aritmética (la edad de una y de otros, la cantidad de años que separan a una de los otros o la cantidad de adultos intervinientes en el acto en cuestión, conforme las previsiones del Código Penal vigente en este país). El abuso aparece diáfano en el diagrama de fuerzas compuesto entre la chica, los tres varones y el pueblo que sabe la verdad. El Estado está por fuera del triángulo, aunque su papel es fundamental en el esquema jurídico. Hay abuso en la producción de esa verdad, en el ejercicio del poder que, como bien dijo Foucault, es una forma política, de gestión, que en la cultura occidental actual encuentra ineludible su pasaje por los engranajes del Poder Judicial.

Pero este pasaje todavía no ha llegado a su fin. Seguramente nos olvidaremos de General Villegas hasta que lo escandaloso vuelva a hacerse presente. Pronunciada la sentencia, pediremos un proceso más justo, garantías y derechos para las víctimas históricas de las violencias. Volveremos a repetir la incansable letanía a un Estado que está para otras cosas. Las múltiples imposiciones de las que hablaba Foucault son de este mundo, no hay coro celestial ni verdad revelada o a revelarse tras una profusa y objetiva investigación. Lo que General Villegas sabe no es la verdad, sino cómo producir y autentificar esa verdad.



Notas:

[1]  Link Daniel: “Infierno grande” en Soy, Año 2, Nº 115, 21.5.10.
[2] Foucault, Michel: La verdad y las formas jurídicas. Gedisa Editorial, Barcelona, 1995. Págs. 69/70.


Aclaración: tal como más arriba se refiere, este texto es una gentileza de pido perdón zine. Pásense por ahí y lean, luego le piden un zine old school a la quía. ¡Saludos!


viernes, 4 de junio de 2010

Inmanencia en Los divinos de Calamaro: NDC tampoco sabe de arte.




Un poco de autobombo, como de otras cosas, no viene mal. Sino que lo diga La Brumaria, revista-agrupación de la que este grupo es a la vez continuación y recreación. Nunca Lo Uno, porque no se puede ser no-división de un Uno estallado por todos lados. Los cinco lados de la casa merleaupontyana pero también los lados que son estos lares.

Y por estos lados, además de un Bicentenario de un modesto Estado-Nación[1] que –a comienzos de año- parecía no interesar más que como conjura de un Fondo de Desendeudamiento –es decir: de pago- de obligaciones internacionales pero que –en los 5 días que fueron del 21 al 25- se convirtió en el topoi –es sabido: lugar común- de toda conversación que se dignara de tal,  por estos lares -se decía- también suceden novedades artísticas. Porque ¿cómo no incluir dentro de la pomposa etiqueta de arte la emergencia de un disco, ya sea de una de las figuritas repetidas –o sea: un invitado que no puede faltar a fiesta alguna- del mainstream pop-rockero argentino o de Horacio Lavandera anticipando lo que luego instrumentará con privilegiada acústica en el re-cuperado y cententario Teatro Colón? En cuya reapertura, al igual que en el contextualmente menemista rock chabón, lo que menos importa es lo que sucede arriba del escenario, pero no por fiestera inversión de los cristalizados roles de actores y espectadores, porque lo que importa -así como en el rock chabón el aguante de quienes no asisten a escuchar a su banda sino a ellos mismos en la comunión que funda la transpiración, los trapos y (postCrogmañon) las demonizadas bengalas- es el talante y la elegancia, los otros trapos que visten como signos-síntomas de distinción y pertenencia. Aún si se escuchó La boheme de Puccini la misma cantidad de veces que -gorilismo mediante (anacrónicamente hablando)- la marchita peronista, ya sea en su versión carnavalito, jazz o clásica. Es tan ridículo demandar erudición en la más decimonónica de las músicas a los selectísimos –como lo son todos los elegidos, herederos, de cualquier selección- 2700 asistentes a la tardía y costosa reapartura del Colón como suponer que un músico de una cultura local y mundial a la vez se encuentra exento de la parafernálica circulación de discursos –mediáticos pero también cultos- rondantes en una sociedad informativizada como también lo es la Argentina. En esta dirección, ¿por qué –miserabilistamente- retacear con tanto ahínco a algunos lo que –complacientemente- se concede con tanta facilidad a otros? Hoy cualquier puestero de diarios, el segundo de los sectores más conservadores de una ciudad que levanta como emblema del reaccionarismo al movimiento trasnacional del tachismo, sabe quién fue Foucault: sus libros se venden en sus góndolas, los viajantes en bondi los avistan desde las ventanas del colectivo. Si García leyó a Bukowski, ¿por qué Calamaro no puede haber leído Benjamin y Deleuze?

La elección de autores a citar, popes que suenan bien en la boca del que las pronuncia y mejor en los oídos de quien/es lo escucha/n –motivo por el cual suele/n privar al primero de ahondar en la cita de autoridad de la que pretende derivar su autoritas, juego de manos de estudiante de CBC que considera que puede demostrar erudición spinoziana enumerando los conceptos legibles en las tapas de los libros-, prácticamente como cualquier elección, es arbitraria. En lugar de Benjamin podría haber sido Warburg, en el sitio de Deleuze podría haber jugado Leibniz. Eso, se sabe, es lo de menos. Tampoco es Calamaro lo que importa –no, al menos, aquí-: podría, en su lugar, haber estado Páez, el no-Piazzola, el no-Mercedes Sosa, el no-García. Lo que interesa, como si hiciera falta explicitarlo, es cierto estado de la cultura, el que interpela a la Argentina en al menos algunas de las sociedades de las muchas que laten en su seno. Lo que interesa no es –psicologistamente- inteligir en lo que estaba pensando –o, aún más patéticamente, lo que ha leído- cierto mediador cultural –porque, al fin y al cabo, eso son los músicos, sea Jodos o Calamaro- al momento de escribir una pieza –un cuarto, una habitación-, sino, inversamente, lo que de él puede leerse. Con independencia, por supuesto, de lo que determinado orden socio-cultural considera su productor. Las intenciones, es sabido, son lo menos importante en la comunicación y la cultura –fórmula, desde hace 40 años, de un ministerio francés, recién cercanamente sedimentada en los gobiernos latinoamericanos que, con un delay de 30 años, han comprendido que jamás podrán gobernar con cierta dosis de independencia sin tomar cartas en el asunto de quienes ahora ocupan el satánico lugar de los anarquistamente demonizados Estado-Nación: los medios (es por este motivo que el anarquismo, como las denominaciones primer y tercer mundo, no tienen demasiado que hacer en la arena política [al menos] desde hace veinte años: el neoliberalismo, como ya provocara el pelado puto francés, ha hecho su proyecto y con creces). Es en el marco de una sociedad mundial –pero también local, regional, micropolítica- atestada por el flujo incesante de discursos/representaciones y en el clivaje de lo que puede leerse en ellos con radical independencia de las intenciones de lo que un orden social considera su creador donde se cuecen las habas de lo que se intentó e intenta en el presente texto.

Calamaro representa el frondizismo musical. El neodesarrollismo del pseudo gobierno nacandopista nacional traducido en la fórmula beatle de cuatro estrofas y dos estribillos. El neoliberalismo nacional que Rozitchner[2] el bueno, desde luego, para sonrisa de Verbitsky e indignación de Abraham, defensor más de ausentes que de pobres- lee en las gestiones kirchneristas llevado a la indiscutiblemente personalísima fórmula de canción que ha patentado y permite identificarlo ya sea en el desvencijado más que viejo mundo como en el país del plata. No es tan fácil crear algo –lo que sea: un estilo musical, un texto literario, un mueble de entrecasa- que resulte automática y más o menos unívocamente asociable a su creador. Aquí, como es sabido, la firma está de más. No sólo podría vivirse de sacar discos experimentales[3] o regalar –donar, desechar, execrar- canciones en la web, a base de regalías de pasados hits instalados en las radios y canales de músicas por las mismas discográficas demonizadas en el contexto ballardianamente findelmundista de la antesala del 19 y 20 de diciembre del 2001, sino también de no firmar lo que se edita, dona, regala. A caballo regalado no se le miran los dientes, reza el dicho popular, pero los libros regalados/ofertados en las bateas de los supermercados –allí donde antes había estadios de clubes porteños que, en virtud y defecto, razón y sin razón, de los vaivenes de la economía argentina de los últimos 30 años, y de las consecuencias que ellos derramaron sobre un diagrama urbano más improvisado que programado, debieron mudar (ay) provinciana y ya no capitalinamente sus estadios al Conurbano latinoamericano- en ocasiones resultan desdentados, motivo por el cual no hay nada para ver. Allí están el libro de Calamaro y Rozitchner[4] –el malo, desde ya- y aquel exclusivamente de este último[5], que hasta logró con-fundir a avezados tesistas de grado en que su lectura resultaría pertinente para una investigación sobre las memorias de los pasados políticos argentinos, para demostrarlo.

¿Qué otra cosa que una crítica inmanente a la versión teleológica de la historia, a la teoría del progreso, a la idea del tiempo como continuo homogéneo y vacío, al fin de la historia traducido en la toma del poder del Estado por el sujeto histórico del proletariado, trasunta el verso: ya no existen los destinos/ni siquiera los divinos? ¿Qué otra cosa que un inmanentismo radical pero no por eso feroz que, en el mismo instante que se afirma como oposición a cualquier trascendentalismo, reconoce sus limitaciones a riesgo de caer en una psicosis del puro presente que no puede eyectarse de la mera sincronía para reconocer también el pasado y el presente, implica el estribo: hoy es hoy/ ayer fue hoy ayer? Honda reflexión sobre el tiempo, sobre la imprescindible necesidad de vivir cada minuto que se pisa, sobre el uso político del tiempo y del estar-en-el, pero también reconocimiento que, como la vida, lejos de la eternidad, él es finito, y que, por ende, lo que ayer se absolutizó hoy no son más que cenizas, cenizas de las que nada nacerá salvo el presente que se vive y el futuro que se vivirá, cenizas que se dispersarán en el terreno cuando se largue a volar el ave de la memoria. Calamaro ha tenido sus polémicas declaraciones sobre la dictadura, nunca del todo claro si son golpes de efecto destinados a instalarlo en la escena mediática –opinión pública- de cara a un reciente disco o nuevo show, o sinceras –por más provocativas o poco oportunas que resulten- manifestaciones de principios, pero que, como las referencias a uno de los recientes desaparecidos por la policía -Luciano Arruga- por parte del boricua Calle 13 en un show en Rosario, en tanto que discursos, se instalan en una red de pares y desde allí distribuyen sus efectos, ya no volviendo a ser exactamente el mismo el campo en el cual operan antes de su emergencia en él. Es por este motivo que, cara a la postura provocativa que el diario adopta como línea editorial, Barcelona no agitó el avispero cuando tituló que las formas políticamentecorrectas de referirse a los pueblos originarios, a las personas con capacidades diferentes, a las mujeres en situación de prostitución o los homosexuales –indios, discapacitados, putas y putos-, no había cambiando un ápice las reales condiciones de existencia -las condiciones de existencia materiales- de los ab-orígenes, de los dis-capacitados, de las trolas y de los maricas: es decir, políticamentecorrectos, de los pueblos que estaban desde el origen, de las personas que no poseen las capacidades que ciertas configuraciones culturales dictan como normales, de las mujeres y hombres que ejercen la prostitución y de quienes –Milk mediante- son llamados y se autosubjetivan gays, palabra que, como es sabido, también quiere decir divertido. La machista asociación entre homosexualidad y, no sólo diversión, fiesta, des-control, sino, fundamentalmente, alegría, sonrisa constante, buena onda a toda hora: lo que en el barrio podía ser llamado pelotudez alegre. Casi, homofóbicamente, como si los putos no tuvieran derecho a la seriedad, a la parquedad, a la tristeza. Escatológicamente, a la cara de culo. Elogio del caraculismo. Los putos con Perón, a lo cual, desde la otra tribuna, ahora en Provincia/Latinoamérica y ya no más en Capital/París, se replica no somos putos no somos faloperos somos los soldados de Evita y el pueblo. Que homofóbicos peronistas ya no puedan cantar esto en manifestaciones públicas es una demostración simple de que el modo de llamar lo que se nombra no resulta inocuo sino que posee sus consecuencias.

¿Qué otra cosa que la reciente mudanza de los históricos edificios de las instituciones fundantes del bicentenario Estado-Nación argentino del centro de la ciudad hacia su periferia, por obra y gracia de negocios inmobiliarios que pretenden levantar torres allí donde existían casas decimonónicas o de comienzos del siglo XX, puede significar un verso como: cuando te quedás adentro/mientras se derrite el centro? No importa lo que cierto personaje pensó a la hora de escribir tal o cual frase: lo que importa es lo que nosotros pensamos a partir de ella y de él. Incluso, desde ya, a contrapelo de su melena.


Notas:

[1] Gruner, Eduardo, “Fin de fiesta y bicentenarios varios”, domingo 30/05/10.
[2] Conversaciones en el Impasse. Dilemas políticos del presente, Colectivo Situaciones, Bs. As., Tinta Limón, 2010.
[3] “Roca y camino”, Suplemento Radar, Página/12, domingo 9/5/10.
[4] Calamaro, Andrés, Rozitchner, Alejandro, Tirados en el pasto, Bs. As., Ed. Sudamericana, 2000.
[5] Rozitchner, Alejandro, El despertar del joven que se perdió la revolución, Bs. As., Ed. Sudamericana, 1998.