lunes, 1 de junio de 2009

La ciudad enferma. El mundo inmóvil.




No otra cosa que el control es lo que Mauricio Macri pretendía realizar arrasando, recientemente, una huerta comunitaria en el barrio de Caballito. En el saturado orden de la mercancía, todo resquicio considerado indeseable debe ser, como la huerta, erradicado. Si los modos legales no fueran suficientes a los fines, bien se podrá recurrir al obrar de grupos de tareas y, de esta manera, normalizar, des-intrusar la ciudad.


Para la normalización que inviste los cuerpos, entonces, no ya lo diferente, pasible de ser industrializado como producto-vedette, sino aquello que pone en suspenso las coordenadas espacio-temporales de la forma-mercancía, es lo que debe ser dejado al cuidado de las topadoras y los mercenarios del control. ¿Ya estará bueno Bs. As.?


Una similar pretensión de control, asimismo, ocupará las representaciones. El ruido blanco de los medios, con sus tecnologías de normalización en torno al común, como es de esperar, no se hizo eco del orgásmico murmullo huertero. Control, se nos ha dicho, es el nombre del nuevo monstruo que viene a reemplazar al orden disciplinario de los cuerpos. No se tratará, por cierto, de temer o esperar, sino de buscar nuevas armas.



***


Habría que preguntarse qué cosa distingue a una huerta comunitaria. Quizás con ello logremos entender qué era aquello que resultaba intolerable para el gobierno macrista. Rápidamente podemos adelantar que, en ella, ya no se trata de la mera provisión de alimentos, como tampoco se puede reducir la experiencia a la de un vivero.


La provisión de alimentos, sea en un almacén o verdulería, es cosa otra. La vivencia huertera no tiene que ver con la posesión de dinero, sino con la inmediatez del propio hacer, que es, a su vez, un hacer con otros y la tierra, en ambos casos con una modalidad específica de relacionarse, no reductible a puro medio, instrumento.


Producción y autoabastecimiento de alimentos –no bombas-, plantas medicinales y otras variedades bio-diversas conformarán la experiencia. Importa además el modo. Se compartirán saberes-prácticos y experiencias eco-lógicas en torno al hacer, como también se interrogarán las modalidades industriales de producción, agroquímicos y agronegocios. Impacto socio-ambiental. Soberanía alimentaria, autosustentabilidad.


Asimismo, se cuestionarán las formas de vida urbana, sea el borramiento de las marcas propias de la ciudad –y su concerniente estandarización bajo el código de las franquicias mercantiles-, los fastuosos negoci(ad)os inmobiliarios, como también la auto(in)movilización como cifra de la máquina de máquinas –y su contraparte caótico-polucionada. Se interrogarán los modos alimenticios basados en la vida animal, proponiendo a su vez el veg(etari)anismo. Se recompondrán lazos sociales con el barrio, realizando encuentros de todo tipo, además de con otras experiencias similares que habitan el espacio de lo público. El espacio verde será entendido ya no como mero estereotipo, sino como consustancial a la vida, lejos del asfalto, los cercos y las rejas.


Se podría decir, entonces, que sustraer al común la experiencia que antaño residiera en el propio saber-hacer, es ya un momento de la privatización social. Los modos de relacionarse hablarán, de esta manera, de cercamientos en torno a lo colectivo. Habrá supermercado y urna. La experiencia huertera buscará hacer proliferar otros modos de ser. Las plazas compondrán, con ella, un espacio donde habitar la cosa común, y ya no la privatización securitaria, o mejor aún, el ordenamiento policial de los cuerpos.


La ecología pareciera ser ya un discurso común en boca de los mismos que, a su vez, producen industrialmente más muerte y contaminación. Es claro, no persiguen sino valorizar nuevos mercados –y el espectáculo, va de suyo, no deja de hacer lo propio. Sin embargo, contra la pretensión de los mercaderes, la ecología remite a una significación originaria del capital –el dominio instrumental-, la cual informa la totalidad de la vida. Con ella hará emergencia, entonces, la inaplazable pregunta por lo común.


La experiencia huertera, por tanto, prefigura otros modos de habitar la metrópolis urbana –y su difuso entramado de dispositivos-, ensayando así prácticas sociales específicas de reinvención ecológica –ambiental, social, individual-, sustraídas éstas a la pretensión de dominio-sobre. Se tratará, entonces, de hacer experiencia de otros modos de estar en el mundo, con los otros y las cosas. Quizás sea esto lo que distinga a la huerta. Allí se habita como si dijéramos más originariamente el mundo, puesto que se abren los posibles a una singular manera de hacer experiencia de él. Esta vivencia, cuidadosa del ser, puede ser considerada si no originaria, al menos deseable –la voluntad es allí un tender hacia otras modalidades del ser-con-otros.


Pensar las maneras de ser específicas que allí han tenido lugar, por tanto, es pensar no sólo las formas organizativas autónomas que han sabido darse, las redes que se han tejido con experiencias afines, sino también la experimentación de formas de vida resistentes, anómalas, refractarias al control, o lo que es igual, al muro de la normalización. Lo que acontece en los márgenes, entonces, nada tiene de marginal.


Distinto que la experiencia privada de mundo –y del otro- que la privatización social encarna, lo que allí aconteció traduce una verdadera práctica terapéutica. Si la normalización produce una forma privatizada de individuo, entonces, forzosamente, hemos de devenir minoritarios. Se tratará así de hacer sabotaje creativo a la máquina.



***


Quien haya leído La conquista del pan sabrá la importancia que Kropotkin atribuía al alimento para un proceso de autoorganización social. Contra la concepción jacobina que reducía todo a la conquista del poder político, es decir, a la conformación de nuevos patrones –aunque éstos se llamasen comisarios-, posesión de la máquina-Estado mediante, Kropotkin diría que hay que asegurar, primero, el pan para todos.


¿Cómo? No es cuestión de recetas, es claro, pero resulta condición de posibilidad para ello que el común se sepa servir a sí mismo, es decir, que se autogestione y no ya que se subordine a las órdenes dictadas por los hombres de buró central. Los usos comunales, la cooperación y el apoyo mutuo, o lo que es lo mismo, la invención de nuevas formas de la autoorganización social serán, entonces, requisito fundamental.


Sería preciso, por lo tanto, para Kropotkin, que las grandes ciudades cultivaran la tierra, que los parques y jardines de los señores fuesen así recuperados. Las tierras estaban, los brazos se prestarían al trabajo de igual manera, la inteligencia del común se portaba consigo mismo ¿qué más haría falta? Nos da gusto pensar que esta propuesta comunitarista, pensada para otras circunstancias, es claro, y a la que sólo cabe agregar la pregunta en torno a los modos de ser de la técnica, y su referencia a lo ecológico, ha sido y aún hoy es verificada por experiencias moleculares como la Huerta orgázmika.


Quien busque en la huerta la lucha final, de seguro, no la encontrará, aquella barricada no dará, acaso, lugar a tan ansiada –pero no menos mítica- estocada. En la huerta, las irreductibles formas de vida que se han sabido experimentar proliferan como indicios, aquí y ahora, de otros mundos, es decir, de otros modos de hacer-ser, dentro, contra y más allá del capital. El ensayo de la autogestión, por tanto, inscribe líneas de fuga en los bordes del cuerpo normalizado de la ciudad, espacios de libertad que, al tiempo que la hacen habitable, abren a un puro tiempo-ahora, inventando así otros posibles.



Nota: se puede leer el texto traducido al portugués en Indymedia Brasil.