lunes, 27 de abril de 2009

El muro de Merlín




La inflación, es sabido, no es un fenómeno exclusivamente monetario. Así como aquella no fue una realidad excluyentemente alfonsinista, disfrutándola también los inicios de la década menemista, por no hablar de los últimos tres años kirchneristas más allá de los rezos de las sociológicas estadísticas del morenista Indec, en términos generales, la inflación no es un fenómeno privativamente económico: ¿qué otra cosa sucede –se sabe- cuando una gusta de alguien y no puede reprimir las formas que el cuerpo tiene de somatizarlo, incluso independientemente de los deseos de manifestación de la gustanta?


Sin embargo, tampoco son las realidades económicas o corporales las que monopolizan el fenómeno –o la práctica- de la inflación. Hay inflaciones comerciales, como la de los medios masivos de comunicación para con la inmensa mayoría de los jugadores argentinos en el exterior, o inflaciones conceptuales, como la de una noción –poder concentracionario, nuda vida, tachismo- cuando aquella parece abarcarlo y explicarlo todo, desde una campo de concentración racional/modernamente diagramado hasta la vida cotidiana en una de las principales urbes del mundo; desde la situación de los musulmanes judíos en los Lager alemanes hasta la situación de los niños de la calle en una estación de trenes. Discriminar no es malo, en contra de lo que el Inadi rece. Claro, discriminar no en una acentuación propia de los que dejan de hablar con alguien porque no es quien creían que era, sino en un sentido fenomenológicamente analítico, filo-sófico. No se puede comparar, sin más, el genocidio armenio con la Shoa alemana o la dictadura argentina y –como dirían los españoles- quedarse tan ancho. Algo similar, aunque di-ferente, sucede con la idea de ciudad moderna como símil de los muy modernos campos de concentración, o –fundamentalmente- con la aplicación del ¿agambeniano? concepto de nuda vida a toda no nula vida que ande rondando por allí y no se sepa muy bien cómo explicar. Valerse de la tradición, qué duda cabe, es reconfortante, implica un contenedor marco de contención desde el que interpretar y –creer- entender el mundo, pero, también, en cuanto nos descuidamos en el mecanicista aplicacionismo de especificidades propias de diferentes lares, puede contribuir a la fatiga del pensamiento. Aunque, como nos apuntara alguien que citara lo propio en sus dos libros, sólo Heidegger y Arendt puedan decir aquello.


El possístico levantamiento de un muro en la frontera entre San Isidro y San Fernando –y aquel levantamiento, a diferencia de inflaciones pantalonentales, no fue meramente una pose- suscitó una serie de artículos en Página/12 donde se reflexionaba no sólo sobre las consecuencias sociales de aquel apartheid norteño sino, también, sobre los pre-supuestos filo-sóficos –conscientes o inconscientes- detrás, adelante y a los costados de aquella decisión: quizá, más que su profundidad, su mayor –y lejos de ser menor- virtud fue el sentido de la oportunidad, que, para el día siguiente en que un proto-¿fascista? intendente ordenara el comienzo del levantamiento de un muro de separación, un diario ya hubiera escrito al menos dos notas con intención reflexiva. De estas, seguramente, la más destacable fue la de Sandra Russo, como de costumbre. Sin embargo, con el paso de los días –porque el pensamiento, además de caminatas, necesita tiempo-, Ricardo Forster publicó un ensayo –el pensar, podría decirse con cierta impunidad, está del lado de lo ensayístico- en donde ensayaba una reflexión no sólo sobre el muro –una realidad, además de infernal, imperialista, sionista y comunista al mismo tiempo- sino también sobre lo que este implicaba en la conceptualización –voluntaria o involuntaria- de los pibes chorros que pretendía mantener de un lado de la pared. Para hacerlo, filosóficamente, se valió de uno de los principales conceptos –quizá el principal- trabajado por el filólogo italiano Jorge Agamben, uno de los desheredados herederos del pornográficamente largo mayo italiano. Como decía Saer –el viejo Pauls-, no se trata de leer los influenciados a la luz de los infuenciadores, sino viceversa. Las influencias, como las condecoraciones, hay que merecerlas: de otro modo, lisa y paranoicamente, son sospechables.


Forster, haciéndose eco del estado de moda que goza –y padece- la filosofía política contemporánea –las modas, como las olas, ya son parte del mar-, se valió del concepto de nuda vida para caracterizar a los jóvenes de las clases populares –lo que Barcelona, en un arrebato de incontenible incorrección política, título Negros de mierda- discriminados –en un sentido negativo (o discriminatorio) del término- por el muro. Amparándonos en nuestra condición de don nadie, no es nuestra intención –aunque, comunicacionalmente, lo que menos interese sea ella- convertirnos en exégetas de nadie. Sin embargo, en el caso de creerle mucho –quizá demasiado- a Agamben, la –si se nos permite el término- aplicación de aquel término para pensar a nuestros pibes chorros resulta, cuanto menos, discutible. Como es sabido, y accesible a cualquier pelele –nosotras incluidas- que se apersone hacia alguno de los tres tomos de Homo Sacer, Agamben caracteriza a los sujetos –que, si nos ponemos estrictas, ya no serían tales- que incluye dentro de lo que denomina nuda vida como aquellos a los que cualquiera puede dar muerte pero que sin embargo resultan insacrificables. Es de esta tensión, y no paradoja o contradicción, de donde el concepto tal vez obtenga buena parte de su potencia, y quizá también la compresión –justificación- de su más que positiva recepción de comienzos de los ’90 a la actualidad. El musulmán, aquel que puede ser muerto con un soplo de aliento pero que –en algunos casos- vio la muerte del campo antes de que este terminara de matarlo a él, es el ejemplo antonomásico de nuda vida propuesto por Agamben. El musulmán, ese ser supuestamente reducido a una existencia puramente biológica –este es uno de los puntos más problemáticos del pensamiento agambeniano-, es la mayor creación del campo, el mejor alumno de una escuela educada –cuando las escuelas todavía educaban, y no eran meros golpones de apoltronamiento o museos de nostalgia- en los claustros de la modernidad.


Como señalara un fenomenólogo amigo -uno de nuestros maestros-, no existe una existencia meramente biológica. Toda existencia es psíquica-corporal, biombo indivisible sólo divisible analíticamente a los fines de la investigación pero fenomenológicamente indisociable a la hora de inscribirse en la realidad. El musulman -como quien padece Mal de Alzheimer-, por más que sus ojos devuelvan la imagen de la muerte, se mantiene vivo no sólo por inercia biológica sino también por producción psíquica, afectiva, vincular: nadie, no artificialmente, vive en un estado de muerte psíquica y sobre-vivencia corporal. Pero esto, como el trasfondo político del pensamiento agambeniano, es harina de otro costal.


Lo que no lo es, a nuestro criterio, es que la homologación de la nuda vida concentracionaria con los pibes chorros apartados –o los chicos de la calle estacionados- resulta insostenible. Mientras que ojos de musulmanes vieron la entrada de tanques roosveltianos o stalinistas en los campos de concentración nazi-fascistas, la vida de los sujetos populares discriminados -o de los chicos en situación de calle nomadizados- lejos está de ser insacrificable. Más bien, todo lo contrario: son carne de cañón del gatillo fácil, el chivo expiatorio de una sociedad –no sin memoria, sino- que –muy posestructuralistamente, aunque jamás haya leído la santa trinidad Lacan/Althusser/Laclau- homologa el significante policía con la palabra valija seguridad. No sólo a pesar de las enseñanzas del reciente pasado político, sino también de las presentes desapariciones. Para Franja Morada que lo mira por televisor, quien –irrespetuosamente- el año pasado imprimiera un cartel afirmando que en 25 años de democracia no habían sucedido, entre otras cosas, secuestros y desapariciones. Luego, desde ya, lloramos su significante amo®.



lunes, 13 de abril de 2009

La autogestión crea la escuela Pegaso (Estado Español, 1977)




En los barrios de Sant Andreu y La Sagrera no había escuelas estatales: así teníamos que pagar la enseñanza dos veces, primero con los impuestos como todos, y además pagando escuelas privadas.

El vaso de agua del cabreo popular se desbordó cuando el alcalde Viola cedió parte de los terrenos destinados a zona verde y de servicios para que los especuladores de turno nos cercaran con más y más cemento. Entonces los vecinos ocupamos el terreno, plantamos árboles y pusimos una simbólica primera piedra para la escuela.

Conseguimos del Ayuntamiento promesas de que nos construirían la escuela. Pero decidimos proseguir la acción directa. Comisiones y asambleas de padres, maestros en paro, vecinos en general, elaboraron el proyecto de «escuela al servicio del Barrio».

Los principios que se establecieron para la escuela eran totalmente autogestionarios: máximo de 30 niños por clase; desarrollo activo de toda la personalidad de los niños, atendiendo la formación corporal, afectiva y estética; participación en su realidad social y natural, relacionando el trabajo con la vida escolar; gratuidad total, sin negocios tipo permanencias, material escolar, etc.; gestión conjunta de la escuela entre padres, maestros y niños; coeducación y superación del sexismo que diferencia los roles hombre-mujer desde la enseñanza...

En fin, los principios progresistas de «L'Escola d'Estiu», pero llevados a la práctica reivindicativa, y no en plan de programas de partido.

La presión popular consiguió que en tres meses se construyera la escuela, y que los fondos fueran públicos para asegurar la gratuidad total, pero autogestionada por el barrio.

Ahora bien, al inaugurarse el edificio vino en seguida la maniobra del Poder, tratando de dejar clara la propiedad del Estado. Nos quisieron imponer maestros-funcionarios designados burocráticamente entre los privilegiados que aprueban oposiciones organizadas por el propio Estado, y que eran totalmente ajenos a la lucha del barrio y venían a caer en paracaídas como símbolos del imperialismo estatal.

Pero el barrio reaccionó. Nos manifestamos con pancartas: «queremos que se queden los maestros elegidos por el barrio, que hayan luchado junto con nosotros por la escuela y el proyecto educativo». Ocupamos desde final de agosto la Inspección del ministerio de Educación para conseguir que dieran contrato a los maestros que ya trabajaban en la escuela, que trabajaban en plena calle con los niños y los vecinos. Porque una escuela no es solamente un edificio.

El 3 de septiembre nos vino el gobernador civil a negociar. Salimos, y luego nos dijo que no podíamos cambiar las leyes. Así que ocupamos el Ayuntamiento, hasta que el Poder cedió y prometió los contratos, no sin pasar por una entrevista en el propio ministerio en Madrid.

Pero el 1 de octubre, de nuevo nos ocuparon las escuelas con policías, nos apalearon en la calle, incluso detuvieron a un joven de 16 años. Entonces ocupamos el Parlamento de la Generalitat. Los partidos ya tuvieron que pringarse, prometer, visitar... El ministerio se resiste, está en juego el aparato burocrático del maestro-funcionario y de la escuela como institución de obediencia al Poder. Por eso los maestros-privilegiados, propietarios y con oposiciones en el bolsillo han ido a la huelga bendecida por el ministerio, para protestar contra esos «maestros intrusos interinos-contratados», que con el apoyo vecinal pretenden escuelas autogestionarias...

La lucha sigue. Escuela Soller, Escuela Pegaso, Escuela Ferreri Guardia, Patronato Ribas... El Poder no va a ceder pero en los barrios se está aprendiendo mucho.


Nota: Este texto fue publicado originalmente en el número 2 de la Revista de comunicaciones libertarias Bicicleta, correspondiente a 1977.

viernes, 10 de abril de 2009

El muro infernal





Un conocido personaje televisivo recuerda cómo, así como antes nos dividía el muro de Berlín, hoy nos une el Muro de Marley[ver acá]. La unión a partir de un muro que originariamente es emplazado como el espacio de una separación pareciera paradójica, incomprensible. Sin embargo, en los tiempos de los que somos paisanos, bajo la soberanía irresponsable del espectáculo[1], en modo alguno esto es así.


La experiencia urbana, se ha dicho, no parte de un puro espacio, sino de un estar inmerso, envuelto en él, es decir, de una vivencia encarnada, corporal. Sin embargo, con la proliferación mediática actual esto ha cambiado profundamente. Cuando los medios de comunicación subsumen la experiencia urbana en sus representaciones, lo local-específico se encuentra atravesado, compuesto por las representaciones imaginarias sociales, y la vivencia no pocas veces es prefigurada por éstas. Así, ya nada escapa a las representaciones mediáticas, y con ellas, el espectáculo de la imagen-mercancía reina.



***


Luego del conflicto llamado del campo, y la oleada privatista que ha cosechado las más disímiles adhesiones, la inseguridad ha sido el tema que más ha dado que hablar en los medios; la percepción de ésta pareciera ser indiscutible, las causas estarían siempre ya ahí, al alcance del puro medio de la cámara, esgrimiendo la más absoluta transparencia.


Días atrás, luego de que Susana Giménez se declarara a favor de la pena de muerte[ver acá], el debate se instaló entre las figuras del espectáculo, quienes, una a la vez, ocuparon el imaginario social con sus fascistas declaraciones. Revelador resultaba ver, leer y/o escuchar cómo disputaban con los políticos profesionales el lugar de mando que formalmente éstos últimos detentan.


Se podría hablar, ante este fenómeno, de una doble privatización: del así llamado pueblo soberano a sus representantes –que devienen propietarios de la política-, y de éstos últimos al espectáculo –propietarios, a su vez, de las imágenes-mercancía-, no sin rencillas pero tampoco sin alianzas coyunturales. Se puede hablar también de su reverso: la privatización se inscribe en los cuerpos como una afección, un miedo, angustia del otro, ante el otro, que de este modo es producido como potencialmente peligroso.


Fue el magnate del entretenimiento –verdadero propietario de la audiencia-, Marcelo Tinelli, quien, a partir de sus apariciones públicas [ver uno, dos], dejó entrever la potencia gubernamental del espectáculo. Siendo que goza de la más plena posesión de status mediático, no pocas son las repercusiones que pueden alcanzar sus declaraciones. Aníbal Fernández, Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de Cristina Fernández de Kirchner, presuroso, supo entenderlo; en simultáneo, el Gobierno de CFK enfrentaba el asedio del campo en las rutas, es decir, en los medios. “No saben de lo que hablan”, dijo. Detrás de sus declaraciones, el espectáculo abría un nuevo juicio sumario; tener siempre la última palabra, sabemos, es el privilegio de los poderosos.


En la antigüedad clásica, se nos dice[2], las opiniones valían lo que una opinión vale, sin pretensión alguna de aferrar la esquiva verdad, siendo ésta última sólo accesible a los dioses. De esta manera, los hombres libres –se sabe, ya no las mujeres o los esclavos-, reunidos en asamblea, polemizaban en torno a lo común, sin propiedad alguna. Así, el cuerpo soberano era la ecclesia misma, y ya no los magistrados, o representantes. Para esta modalidad del autogobierno, entonces, la categoría separada de “lo político” no existía. Los atenienses podían pedir consejo a expertos en materia de construcción de muros o navíos pero no en aquello concerniente a los asuntos comunes –en ese caso, podemos decir, escucharían a cualquiera, sin distinción alguna.


Es claro que este igualitarismo en la ignorancia resultaba emancipador[3]; la capacidad humana de acceder a la verdad, entonces, era una propiedad común, polémica, conflictivamente realizada, puesto que se partía originariamente de que todos –los hombres libres-, sin excepción, participaban en el logos.


En los tiempos presentes, con la subsunción de lo real en la imagen-mercancía, ya no todas las opiniones valen lo mismo –y hay para quién esto es una necesidad histórica-. Es claro, esta mutación en acto, responde a su vez a un extrañamiento anterior, es decir, a la privatización de lo común. La emergente función política asumida por los medios, entonces, aparece como la puesta en escena de una verdad que, a su vez, el propio espectáculo se encargará de escrutar como tal. Lo verdadero, dirá Guy Debord, es un momento de lo falso, y lo que se comunica no será otra cosa que órdenes, “quienes las han impartido [serán] los mismos que dirán lo que opinan de ellas”[4].


De este modo, en el espectáculo no se dejarán de lado las "especializaciones": los canales de cable encargados de producir noticias –de in-formar-, ante la irrupción de los programas de chimentos –esos productores de audiencia- en su propiedad privada, dirán que no se puede hablar tan desmesuradamente, que hay responsabilidades. Sin embargo, todo se resolverá entre vedettes: el espectáculo presupone al espectáculo, es tautológico.


Nuestra condición epocal, sugiere Giorgio Agamben, se caracteriza por el hecho de que aquello que “impide la comunicación es la comunicabilidad misma; los hombres están separados por lo que les une”[5]. Este muro, entonces, paradójicamente, reúne. Aquello que se presenta a sí mismo como el puro medio, a saber, el espectáculo, de este modo se invisibiliza como mecanismo de control social, mutación en acto del poder-sobre.


Así, el muro que pretendía dividir las localidades de San Fernando y San Isidro, no fue realmente derribado. Al contrario, y mucho más efectivamente, opera como una inscripción indeleble en la cotidiana experiencia del otro como privado, peligroso.


La privatización securitaria, entonces, sostenida en la saturación de signos e imágenes, imposibilita la traducción de la experiencia de un cuerpo propio a otro, por tanto, produce una mutua incomprensión: el otro se ha hecho inaccesible. Así, la inmediatez de la comunicación afectiva, corporal, personal desaparece tras un cúmulo de imágenes.


Dice Franco Berardi que el fascismo es la “pulsión por reconocerse como idénticos, identificables, y por lo tanto pertenecientes a una comunidad (de lenguaje, fe, raza) fundada sobre el origen”[6]. Es sabido que toda pretensión de un origen –o fundamento- es una pretensión in-fundada, una ilusión, por lo tanto, si se persiste en hablar de un fundamento originario, éste no podrá ser más que negativo, contingente.


Si lo anterior es cierto, entonces la máquina mediática-espectacular produce fascismo; reticularmente, molecularmente, una guerra de guerrillas difusa, securitaria privatiza el cuerpo social, produce el miedo, la ansiedad, el racismo, la violencia en todas sus formas. Esta producción de lo real, además, aparece como si de lo propio social en sí se tratase, las cosas no podrían no ser así, lo que se muestra es lo que es, sin mediaciones.


El único código comprensible, entonces, el modo de ser que subsume las relaciones humanas resulta la forma-mercancía, el equivalente general. El muro, por fin, no es otro que el espectáculo de la mercancía y su sanción normalizadora de unos modos de vida que significan la inseguridad de miles, millones de personas –además de aquella que actualiza el desastre ecológico ambiental, pero también social, individual-. Es decir, la reproducción continua de la violencia segregacional de vivir recluido en un campo de concentración ya no reducido a los márgenes, por tanto, aquél que se abre cuando el estado de excepción se confunde con la norma, y todos somos siempre ya sospechosos, peligrosos los unos para los otros. De esta manera, el espectáculo deviene el soporte para la gestión biopolítica de la población considerada excedentaria. La producción industrial del miedo, entonces, emerge así como su cifra, verdadera astucia de la razón.



***


Con el nombre de mediócratas, Giorgio Agamben[7] reconoce al nuevo clero de la dominación espectacular-mercantil encarnada. Al momento de ver en vivo y en directo cómo el muro caía, espectacularmente, tras los embates de vecinos enfervorizados, y de niños rebosantes de alegría ante tamaña aventura; luego de ver cómo intendentes y ministros se agolpaban ante la cámara, quien suscribe estas palabras reflexionaba acerca de la política-espectáculo: “todo se hace para los medios. Fijate que Stornelli no se comunicó con Posse antes de salir en la tele”, decía a mi hermano de 13 años. “Eso yo lo aprendí a los 5 años. Me lo enseñaron Los Simpsons”, sentenció para mi sorpresa. Entender que éstas son las condiciones en que necesariamente se ha de jugar el conflicto en las sociedades de capitalismo tardío, aún hoy sigue siendo la tarea que viene.



Notas


[1] Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo.

[2] Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. También Los dominios del hombre, en especial “La polis griega y la creación de la democracia”.

[3] Jacques Rancière, El maestro ignorante.

[4] Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Pág. 18.

[5] Giorgio Agamben, Medios sin fin. Pág. 62.

[6] Franco Berardi, Bifo. El sabio, el mercader y el guerrero, “Reterritorialización”.

[7] Giorgio Agamben, Medios sin fin. Pág. 62.




martes, 7 de abril de 2009

¡No al adefesio único!




“Para una obra de arquitectura, la obsolescencia ideológica es más fatal que la obsolescencia técnica. En cuanto un edificio pierde su significado, desaparece de la vista, aunque siga en pie”.
Lewis Mumford. Arte y técnica.


“Da espacio a tu deseo”

La Celestina, Acto VI.



Es fácil subestimar los efectos que los espacios tienen en aquellos que los habitamos. La disgregación de la facultad en cuatro edificios-adefesios puede ser considerada como un elemento superficial, como una incomodidad resultante del magro presupuesto universitario. Pero esta línea de interpretación puede resultar en una desestimación de la problemática de la organización del espacio, relegada a la instancia de mero epifenómeno. Los edificios interpelan a los sujetos, imponen una concepción de qué lugar se ocupa en una institución y de cuál es el rol asignado dentro de ella.


En Sociales abundan las reflexiones teóricas acerca de la relación entre arquitectura y poder. Suelen ser los propios profesores los que señalan, siempre a modo de acotación, que la disposición del espacio en el aula estructura la relación jerárquica docente/alumnos. A continuación, acostumbran proseguir tranquilamente con sus disertaciones. Prueba prístina de que el poder no funciona siempre, ni siquiera la mayoría de las veces, bajo la lógica del ocultamiento.


En los reclamos por el edificio único el énfasis fue puesto en la viga, en el potencial Cromañón, en los baños, en el peligro de una falla eléctrica; en suma, en la decadencia técnica. Puntos irrebatibles, que no admiten consideraciones terminológicas (del estilo de ¿viga o marco? ¿peligro de muerte o sólo de traumatismo?). Y, sin embargo, insuficientes para exponer la profundidad del problema edilicio.


Una nota común a las distintas sedes es la ausencia de puntos neurálgicos de encuentro. La facultad se afirma, desde su materialidad, como un lugar de paso sin espacio para lo colectivo. La disposición actual de las aulas desalienta el trabajo en grupo, reafirma la individualización reinante en la universidad y escenifica el modelo tradicional de educación basado en la transmisión de conocimientos y la infantilización del estudiante. El reclamo político por el espacio no puede quedar ciego a la importancia del espacio para la política. Ya en la Antigüedad era imposible pensar a la democracia sin el ágora.


Líneas teóricas al interior de la arquitectura señalaron, ya hace más de 50 años, la importancia de ampliar el concepto de vivienda para incluir dentro de él a todo lugar que es vivido. Denunciar el potencial mortífero de cursar en las actuales sedes no debe hacernos olvidar que son nuestras vidas, antes que nuestras muertes, las que transcurren en esos espacios.


El nuevo edificio no debe ser un reluciente panóptico, un atractivo espacio privatizado preparado para el consumo, en el que las librerías cuenten más que la biblioteca, ni una estructura preparada para reproducir la individualización y los esquemas de pedagogía imperantes.


A la exigencia por mayor presupuesto debe unírsele una reflexión acerca de qué edificio queremos que contemple la importancia de la arquitectura como instancia productora. Debemos, pues, embarcarnos en la empresa de dar espacio a nuestro deseo.


Nota: Este texto fue escrito por el hoy autodisuelto colectivo autogestivo La Peste, con motivo de las elecciones a Centro de Estudiantes posteriores al proceso de asambleas masivas y tomas de edificos en la Facultad de Cs. Sociales UBA, entre otras, en 2008.


Elogio de la autoorganización



Tú eres el criminal, oh Pueblo, puesto que tú eres el Soberano. Eres, bien es cierto, el criminal inconsciente e ingenuo. Votas y no ves que eres tu propia víctima.



Como si dijéramos rutinariamente solemos asumir una relación de infantilización respecto a aquello que consideramos nuestras autoridades; aceptamos estas modalidades del poder sobre los cuerpos como si de una auténtica naturaleza se tratara, producimos de esta manera el tiempo homogéneo y vacío de la “normalidad” –es decir, nuestros modos de ser consumidores, espectadores, estudiantes, trabajadores o votantes.

Es esta temporalidad que asumimos como único horizonte de lo posible aquello que hay que dejar en suspenso si de producir otros modos de la política se trata; la experiencia de asambleas multitudinarias y tomas de facultades recientemente ensayada por el movimiento estudiantil, tanto en Sociales como en otras facultades, traza indicios de una potencial organización autónoma de los estudiantes –la cual es nuestra apuesta.

Durante los días del conflicto supimos dar lugar a un proceso de autoorganización de masas, un movimiento asambleario que se creaba a sí mismo, sin propietarios, ni pretendidos especialistas, suspendiendo así por un breve interregno el tiempo-espacio de la normalidad; se trató de un movimiento específico, a los fines, por el Edificio único y más presupuesto, que a la vez que auto-organizaba a cientos de activistas, se supo dar los mecanismos necesarios para potenciar sus fuerzas: comisiones participativas, actividades múltiples, auto-regulación de tiempos y oradores en las asambleas.

Sin embargo, las asambleas no se pensaron a sí mismas más que como un medio de lograr las reivindicaciones propuestas, limitándose a exigir a las autoridades, sin reflexionar que, aquello que era experiencia en acto, expresaba como virtualidad otros modos de lo común, sustraídos a toda representación –y re-presentar es siempre hablar en nombre de alguien, sustituir, mientras que la organización autónoma que nos supimos dar partía de tomar la palabra por nosotros mismos, aún sin garantías.

Hoy, el retorno de la normalidad emerge en la elección implícita de las elecciones –y con ella, de unos modos socialmente producidos de “lo político”-. Alguien debe ganar, conducir, dirigir la herramienta gremial de los estudiantes, es decir, el “centro” entendido ya no como expresión de lo que las asambleas decidan, sino como cuerpo separado de representantes. Así, a nosotros nos restaría asumir la servidumbre ante nuestros propietarios/tutores; una manera de ser de la política que, a nuestro entender, muchos compañeros con los que supimos componer la experiencia común de asambleas multitudinarias, asumen como única posible, por lo tanto necesaria.

Para nosotros, en cambio, se trata de la existencia insustituible de un movimiento que habita tales instituciones, y en tanto las habita, las produce como espacio de la autogestión, ya no de la re-presentación. Entonces, afirmar la autoorganización es sustraernos a los modos jerárquicos/autoritarios, reunirnos siempre en asamblea, en los casos de ser necesario, elegir delegados mandatados, siempre rotativos, siempre revocables, permanecer abiertos a la creatividad, luchar por la autogestión de la vida.

Decimos que otros modos de la política emergen de la experiencia de formas de autogobierno que hemos ensayado; decimos que elegimos seguir afirmando éstos modos de organización y ya no aquellos que nos dicen que debemos elegir una vez cada año para, acto seguido, ya no decidir más. Afirmar la autoorganización, esa es nuestra única elección, nuestra única apuesta. Queremos, luego podemos.

Nota: Este texto fue escrito por el hoy autodisuelto colectivo autogestivo La Peste, con motivo de las elecciones a Centro de Estudiantes posteriores al proceso de asambleas masivas y tomas de edificios en la Facultad de Cs. Sociales UBA, entre otras, en 2008.